- XIX - editar

Locamente enamorada de su amante, presa de uno de esos sentimientos intensos, repentinos, que tienen su explicación en la naturaleza misma de ciertos temperamentos de mujer, sin reservas la primadonna se había dado a su pasión, y las citas en la casa de la calle de Caseros se repetían con más frecuencia cada vez.

No era, como al principio, de tarde en tarde, si sus tareas del teatro llegaban a dejarla libre, en las noches en que no le tocaba cantar, cuando los ensayos no reclamaban su presencia.

Era todos los días, durante horas enteras, siempre, sin descanso, una fiebre, un arrebato, una delirante orgía, una eterna bacanal.

Andrés, sin embargo, harto de aquella vida, profundamente disgustado ya:

-¡Cuánto más fácil es hacerse de una mujer que deshacerse de ella! -pensaba un día, mientras recostado sobre uno de sus codos, arrojando el humo de un cigarrillo, fríamente contemplaba a la Amorini en una de sus entrevistas con él.

La primadonna, después de haber pasado largas horas en brazos de su amante, se vestía.

¡Qué lejos estaba el momento en que el cuerpo de su querida, ese cuerpo que hoy miraba con glacial indiferencia, había tenido el lúbrico poder de despertar sus deseos adormecidos!

Y recordó la noche del debut, los detalles de la escena en el camarín de la cantora, las frases tiernas, las miradas, los dulces y expresivos apretones de mano cambiados en los silencios elocuentes del principio.

La veía sentada como ahora enfrente de él, envuelta entre los pliegues caprichosos de su fantástico traje, mostrando el mórbido y provocante contorno de su pierna, su pie pequeño y arqueado, cuyos dedos, como dedos desnudos de mulata, tan extrañadamente habían llegado a conmoverlo.

Sentada como ahora...

Y, sin embargo, ¡qué diferencia enorme, cuánto cambio en quince días!

¿Por qué, qué causa había podido determinar en él tan rápida transición?

¿Era el suyo uno de tantos tristes desengaños, la realidad brutal, repugnante a veces, descorriendo el velo de la fantasía, disipando el misterioso encanto de lo desconocido?

No. Joven, linda, apasionada, ardiente, rodeada como de una aureola del prestigio de la escena, qué más podía pedir un hombre como él a su querida.

Y en presencia de aquel espléndido cuerpo de mujer revelando sus encantos, ostentando todo su inmenso poder de seducción, como haciendo alarde de sus galas infinitas, deslumbrado, humillado, vencido volvía contra él sus propias armas.

Sí, él, él, no ella.

Nada en el mundo le halagaba ya, le sonreía, decididamente nada lo vinculaba a la tierra. Ni ambición, ni poder, ni gloria, ni hogar, ni amor, nada le importaba, nada quería, nada poseía, nada sentía.

En su ardor, en su loco afán por apurar los goces terrenales, todos los secretos resortes de su ser se habían gastado como se gasta una máquina que tiene de continuo sus fuegos encendidos.

Desalentado, rendido, postrado, andaba al azar, sin rumbo, en la noche negra y helada de su vida...

Pero, entonces, ¿por qué andar, por qué vivir?

Y la idea del suicidio, como una puerta que se abre de pronto entre tinieblas atrayente, tentadora, por primera vez cruzó su mente enferma.

Matarse...

Sí, era una solución, una salida, un medio seguro y fácil de acabar...

Pero la Amorini, vestida ya, había pasado al cuarto de toilette:

-Tengo un proyecto, Andrés mío -exclamó parada delante del tocador.

La enorme masa de su cabellera desgreñada y suelta, había caído como una negra túnica de pieles en derredor de su talle, se peinaba.

-¿Qué proyecto? -hizo Andrés maquinalmente arrancado a sus tristes reflexiones por la voz de su querida.

-¡Ah!¡pero un proyecto espléndido, magnífico!

Esa noche había función, era el 25 de Mayo y por primera vez en el año se cantaba «Los Hugonotes».

Ella iría al teatro temprano: él por su lado iría también, entraría y, antes de que encendieran las luces, se metería en su palco sin ser visto.

-¿Y?

-¿Y, no comprendes? Es bien sencillo, sin embargo, correré a darte mil besos, tendré la inmensa dicha de ser tuya un instante más, en secreto, entre las sombras, como dos enamorados que se aman por primera vez. ¡Qué buena farsa para los otros!... ¡Lástima, de veras, que no esté el teatro lleno! -agregó soltando el alegre estallido de una carcajada-. ¿No te parece original y tierno y poético a la vez?

-¡Uf!... -hizo él despacio.

Luego, en alta voz:

-Me parece simplemente un desatino.

-Un desatino... ¿y por qué? -se apresuró a protestar la artista volviendo de la pieza contigua y sentándose sobre el borde de la cama, junto a Andrés.

-Porque pudiendo vernos aquí libre y tranquilamente, no sé por qué nos tomaríamos la molestia de ir a hacerlo en el teatro u otra parte.

-Sí, sí, te ruego, no seas malo, di que sí...

-Imposible. Como hoy con varios amigos en el café de París.

-Busca una escusa o ve a comer después. Tus amigos te esperarán.

-No; es un capricho tonto el tuyo. No quiero.

-Y bien, suponiendo que así sea...¿no puedo tener un capricho, por ventura, un antojo, y si quiero yo...? ¡Qué te cuesta complacerme, complacer a tu mujercita que tanto te ama!... -insistió con caricias en la voz, mimosamente, inclinada sobre Andrés, pasándole la mano por el pelo y envolviéndolo en su aliento tibio.

-Pueden vernos, descubrirnos...

-¿Quién, si no hay nadie en el teatro a esa hora?

-Cualquiera, tu marido por ejemplo.

-¡Oh! mi marido... no te preocupes por tan poco: no estorba, ese. Está siempre muy ocupado cuando yo voy al teatro; come a la seis.

Pero, como asaltada de improviso por una idea:

-Qué, tendrías miedo, serías un cobarde tú... -prosiguió mirando de cerca a su querido, fijamente, con la marcada intención de herirlo.

-Miedo yo, de tu marido...

Y una sonrisa de soberano desprecio asomó a los labios de Andrés.

Luego, acentuando sus palabras con un gesto de resignación y de fastidio profundo:

-Bueno... ¡iré!... -dijo accediendo por fin.