- XXI -

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Se empeñaba en desafiar a Gorrini:

-Pues señor, esto si que está gracioso, le soplas un par de bravos cuernos y, como si no le bastara al infeliz, ¡pretendes ahora agujerearle el cuero! -dijo uno de los de la rueda, el conocido más viejo y más íntimo de Andrés, una antigua camaradería de colegio-. Háganme vds. el favor -continuó dirigiéndose a los otros, afectando tomarlo a risa y a juguete-, bonito papel iba a hacer su excelencia, lucido iba a quedar saliendo a romper lanzas en descomunal combate, ¡nada menos que con todo un señor primodonno!... No te faltaba otra cosa para acabar de acreditarte ante el respetable público... Hombre, hombre, si eso ni decente es, ni serio, ni racional siquiera.

-Me tiene caliente el italiano.

-¿Has comido?

-No.

-Claro, pues, estás hablando de hambre... Atempérese S. E. tome asiento, coma y déjeme hacer. Ya verás cómo sin necesidad de que corra ni tampoco una sola gota de sangre, te arreglo yo el negocio en tres por cuatro. Gorrini es mi grande y buen amigo; respondo de todo.

-Aquí no hay más arreglo ni más nada que romperle el alma al tipo ese.

-Siempre estarás en tiempo de hacerlo, nada pierdes con esperar.

Los otros, a su vez, intervinieron, trataron de calmar, de disuadir a Andrés.

Él se obstinaba, rabioso, con una expresión arisca en la mirada, presa de una sorda crispación nerviosa.

Al fin, de mala gana, obsedido, acabó por consentir. Pero era valor entendido que, no solo no daba explicaciones, sino que por el contrario las exigía por haber tenido el otro la audacia y la insolencia, decía, de ir a golpearle el palco.