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Robinson Crusoe
de Daniel Defoe
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Solo restaba que el capitán y yo nos contáramos nuestras respectivas circunstancias. A mí me tocó empezar y le conté toda mi historia, que él escuchó con mucha atención, e incluso asombro, en especial, la forma milagrosa en la que había conseguido provisiones y municiones. Como toda mi historia es un cúmulo de milagros, quedó profundamente sobrecogido. Mas, cuando se puso a reflexionar sobre sí mismo y consideró que yo había sido salvado en este lugar para salvarle la vida, comenzó a llorar y no pudo seguir hablando.

Finalizada esta conversación, le conduje junto con sus dos hombres a mi habitación, llevándolos por donde yo había salido, es decir, por lo alto de la casa. Allí les brindé todas las provisiones que tenía y les mostré los inventos que había realizado en mi larga estancia en este lugar.

Todo lo que les mostraba, y les decía, los dejaba profundamente admirados pero, sobre todo, el capitán se quedó muy sorprendido ante mi fortificación y el modo en que había logrado ocultar mi vivienda entre el bosquecillo. Como hada más de veinte años que lo había plantado y, como allí los árboles crecían mucho más rápidamente que en Inglaterra, se había convertido en un frondoso bosque, M posible de atravesar por ninguna de sus partes, excepto por un costado en el que había un tortuoso pasadizo. Le dije que aquel en mi castillo y mi residencia pero que además tenía una residencia de descanso en el campo, como la mayoría de los príncipes, donde podía retirarme de vez en cuando. Le dije que se la mostraría cuando tuviera ocasión pero que, ahora, teníamos que ocuparnos de ver cómo recuperar el barco. Estuvo de acuerdo conmigo pero me, confesó que no tenía idea de cómo hacerlo, pues aún quedaban veintiséis hombres a bordo, que habían participado en una conspiración maldita, y que, a estas alturas, no estarían dispuestos a renunciar a ella. Seguirían, pues, adelante, sabiendo que, si eran derrotados, serían llevados a la horca tan pronto llegaran a Inglaterra o a cualquiera de sus colonias. Por lo tanto, nosotros, siendo tan pocos, no podíamos atacarlos.

Me quedé pensando largamente en lo que me había dicho y me pareció que sus opiniones eran sensatas. Teníamos que pensar rápidamente en la forma de atacar por sorpresa a la tripulación o de evitar que cayeran sobre nosotros y nos mataran. De pronto, se me ocurrió que, en poco tiempo, la tripulación empezaría a preguntarse qué les habría ocurrido a sus compañeros que habían salido en la chalupa y, sin duda, vendrían a tierra a buscarlos, seguramente armados; y con fuerzas superiores a las nuestras. Al capitán le pareció que esta presunción era razonable.

Entonces, le dije que lo primero que debíamos hacer era evitar que se llevaran la chalupa, que estaba en la playa, vaciándola para que no pudieran utilizarla. Así, pues, nos dirigimos a la barca y retiramos las armas que aún quedaban a bordo y todo lo que encontrarnos: una botella de brandy y otra de ron, algunas galletas, un cuerno de pólvora y un gran terrón de azúcar envuelto en un trozo de lienzo. Todo lo recibí con agrado, en especial, el brandy y el azúcar, que no había probado durante años.


Cuando hubimos llevado todo esto a la costa (ya habíamos cogido los remos, el mástil, la vela y el timón del bote, como he dicho anteriormente), le abrimos un gran agujero en á fondo, de modo que, si venían con fuerzas para derrotarnos, no pudiesen llevársela.

La verdad es que no estaba convencido de que pudiésemos recuperar el barco pero pensaba que, si se iban sin la chalupa, podríamos arreglarla para que pudiera transportarnos hasta las Islas de Sotavento y en el camino recogeríamos a nuestros amigos españoles, a quienes recordaba constantemente.

Habíamos arrastrado la chalupa hasta la playa, tierra adentro, para que la marea no pudiera llevársela y le hicimos un agujero en el fondo, lo suficientemente grande como para que no pudiese taponarse fácilmente. De pronto, mientras nos debatíamos sobre qué hacer, escuchamos un cañonazo que procedía del barco y advertimos que hacían señales para llamar a la chalupa a bordo, pero como esta no se movía, dispararon varias veces más y le hicieron nuevas señales.

Finalmente, cuando se dieron cuenta de que las señales y los cañonazos eran inútiles y que la chalupa no regresaba, vimos con la ayuda de mi catalejo que echaban al agua otra chalupa y remaban hacia la orilla. A medida que se aproximaban, pudimos ver que venían al menos diez a bordo y que traían armas de fuego.

Puesto que el barco estaba anclado a casi dos leguas de la costa, podíamos verlos claramente mientras se acercaban, incluso sus rostros, pues la marea los había hecho desplazar se un poco hacia el este y remaban de frente a la orilla, hacia el lugar donde había desembarcado la otra chalupa.

De este modo, como he dicho, podíamos verlos claramente. El capitán reconocía la fisionomía y el carácter de todos los hombres que iban en la chalupa. Nos dijo que entre ellos había tres hombres muy honrados que, dominados o aterrorizados por el resto, se habían visto obligados a participar en el motín, pero el contramaestre, que parecía ser el jefe del grupo, y los demás, eran los más temibles de toda la tripulación y estarían, sin duda, empecinados en proseguir su nueva empresa. Ante esto, el capitán se mostró muy inquieto, pues temía que fuesen demasiado fuertes para nosotros.


Le sonreí diciéndole que en nuestras circunstancias debíamos superar el miedo y, pues, como cualquier situación sería mejor que esta en la que nos encontrábamos, debíamos esperar que el resultado de todo esto fuera la liberación, tanto si vivíamos como si moríamos. Le pregunté su opinión sobre las circunstancias de mi vida y si no le parecía que merecía la pena arriesgarse por la libertad.

-Y, ¿dónde está, señor -le dije-, esa confianza en que yo había sobrevivido en esta isla con el propósito de salvarle la vida, que hace un momento le hizo emocionarse? Por mi parte, no veo más que un contratiempo en todo este asunto.

-¿Cuál es? -preguntó.

-Que entre esa gente, como habéis dicho, hay tres o cuatro hombres honrados a los que es preciso perdonar. Si todos fueran de la misma calaña que el resto de la tripulación, habría creído que la Providencia los había escogido para que cayesen en vuestras manos. Mas, tened fe en que todo hombre que desembarque será tomado prisionero y vivirá o morirá, según se comporte con nosotros.

Le hablé firmemente pero con moderación y me di cuenta de que le había infundido una gran confianza. Así, pues, nos dispusimos a afrontar el problema con decisión y, desde que vimos la chalupa alejarse del navío, retiramos a nuestros prisioneros y los pusimos a buen recaudo.

Había dos de quienes el capitán estaba un poco receloso, y los hice conducir por Viernes y uno de los tres hombres (de los liberados) hacia mi cueva, donde estarían lo suficientemente lejos y fuera de peligro como para ser descubiertos o escuchados, o para encontrar el camino de vuelta a través del bosque si lograban escapar. Allí los dejaron atados con algunas provisiones y les prometieron que si se estaban quietos, los liberaríamos en uno o dos días; pero si intentaban escapar, les ajusticiaríamos sin misericordia. Juraron sinceramente que soportarían la prisión con paciencia y les agradecieron el buen trato, las provisiones y las velas, pues Viernes les dio unas velas (de las que hacíamos nosotros) para que estuviesen más cómodos y les dio a entender que se quedaría vigilando en la entrada de la cueva.

Los demás prisioneros recibieron mejor trato, aunque dos de ellos permanecieron atados, ya que el capitán no se fiaba de ellos. Los otros dos, fueron puestos bajo mis órdenes por recomendación del capitán, con la solemne promesa de vivir o morir con nosotros. De esta forma, contándolos a ellos y a los tres marineros honrados; sumábamos siete hombres bien armados. No dudaba que podríamos enfrentarnos a los diez que venían, teniendo en cuenta que el capitán había dicho que entre ellos también había tres o cuatro hombres honestos.


Tan pronto como llegaron al lugar donde estaba la otra chalupa, metieron la suya en la playa y saltaron a tierra, arrastrándola tras de sí, lo que me alegró mucho, pues te mía que fueran a dejarla anclada a cierta distancia de la orilla, bajo la custodia de alguno de ellos, y no pudiésemos alcanzaría.

Una vez en la orilla, lo primero que hicieron fue correr hacia la otra chalupa. Evidentemente, se quedaron muy sorprendidos de encontrarla desmantelada y con un gran agujero en el fondo.

Después de examinarla durante un tiempo, llamaron dos o tres veces con todas sus fuerzas, a fin de que sus compañeros pudiesen oírlos. Pero fue en vano. Entonces, formaron un círculo e hicieron un disparo de salva con una de sus armas, cuyo estruendo pudimos escuchar claramente y retumbó en todo el bosque. Esto fue todo. Estábamos segures de que los prisioneros que estaban en la cueva no podían oírlo y los que estaban bajo nuestro control, si bien lo oirían, no se atreverían a contestar.

Estaban tan sorprendidos y desconcertados, según confesaron más tarde, que decidieron regresar al barco a decirles a sus compañeros que los otros habían sido asesinados y que la chalupa estaba desfondada. Rápidamente, echaron la suya al mar y se metieron en ella.

El capitán estaba muy sorprendido, incluso confundido ante esto; creyéndolos capaces de regresar al barco y marcharse, dando a sus compañeros por muertos. De ser así, perdería el barco que aún tenía la esperanza de recuperar. Y al poco tiempo; se le presentó otro motivo de preocupación.

Apenas habían navegado un trecho, los vimos regresar a la costa. Esta vez, habían adoptado otra actitud, sobre la que, al parecer, habían deliberado: dejarían tres hombres en la embarcación y el resto bajaría a tierra y se internaría en la isla para buscar a sus compañeros.

Esto nos contrarió gravemente, pues no teníamos idea de lo que debíamos hacer. De nada nos serviría coger a los siete hombres que estaban en la orilla, si dejábamos escapar a los que iban en la chalupa, pues estábamos seguros de que remarían hasta el barco mientras los demás levaban anclas y desplegaban velas. De este modo habríamos perdido toda posibilidad de recuperar el barco.


No nos quedaba otro remedio que esperar el giro de los acontecimientos. Los siete hombres saltaron a tierra y los tres que permanecieron en la chalupa se alejaron de la playa, anclando a gran distancia para esperarlos. De este modo, nos resultaba imposible llegar hasta ellos.

Los que desembarcaron se mantuvieron juntos y se encaminaron hacia la cima de la colina, bajo la cual se hallaba mi morada. Podíamos verlos claramente pero ellos no podían vernos a nosotros y hubiésemos deseado que se acercaran para poder dispararles o bien que se alejaran para poder salir. Mas cuando llegaron a la cima de la calina, desde donde podían divisar una parte de los valles y los bosques situados al noreste, que era la parte más baja de la isla, se pusieron a gritar y aullar hasta que no pudieron más. Sin alejarse de la orilla y sin separarse unos de otros, se sentaron bajo un árbol a discutir lo que debían hacer. Si se hubieran echado a dormir, como lo habían hecho sus compañeros, nos habrían hecho un gran favor: Pero estaban demasiado preocupados por el peligro como para atreverse a dormir, aunque no sabían a qué debían temerle.

El capitán propuso un plan que me pareció muy razonable. Intuía que harían otro disparo de salva para que lo oyeran sus compañeros. En ese momento, debíamos caer sobre ellos, aprovechando que sus armas estaban descargadas. De este modo, se rendirían, sin lugar a dudas, y los capturaríamos sin derramar sangre. Me gustó la idea, siempre y cuando la ejecutáramos mientras estuviéramos lo suficientemente cerca como para alcanzarlos antes de que volvieran a cargar sus armas.

Pero no ocurrió así y nos quedamos quietos mucho tiempo sin saber qué decisión adoptar. Finalmente, les dije que, en mi opinión, no había nada que hacer hasta que cayera la noche y entonces, si no regresaban a la chalupa, tal vez encontraríamos la forma de impedirles llegar a la orilla o utilizar algún tipo de estratagema con los que estaban en la chalupa para hacerlos venir a la orilla.

Esperamos largo rato, aunque muy inquietos, pues temíamos que se alejasen. Después de consultarlo extensamente, vimos que se ponían de pie y se encaminaban hacia el mar, lo cual nos causó una gran consternación. Al parecer, tenían tanto miedo de los peligros del lugar, que decidieron volver a bordo del barco y proseguir su viaje, dando a sus compañeros por muertos.


Apenas advertí que se dirigían a la playa, imaginé lo que, en efecto, ocurría: habían abandonado la búsqueda y se preparaban para regresar. Le comuniqué mis pensamientos al capitán, que se quedó como aterrado. Más, en seguida se me ocurrió una estratagema para traerlos de vuelta, que respondía cabalmente a mis necesidades.

Ordené a Viernes y al segundo de abordo que cruzaran el pequeño río en dirección al oeste, hacia el lugar donde desembarcaron los salvajes la noche en que Viernes fue rescatado. Cuando llegaran a un pequeño promontorio que estaba como a media milla, gritarían lo más fuertemente que pudieran y esperarían hasta que los marineros los oyeran. Después que les hubiesen contestado, debían regresar, manteniéndose ocultos y respondiendo a sus gritos, a fin de adentrarlos lo más posible en el bosque, dando un largo rodeo por ciertos caminos que les señalé, hasta llegar a donde estábamos nosotros.

Los marineros estaban llegando al bote cuando Viernes y el segundo de abordo comenzaron a aullar. Los escucharon y, en el acto, les contestaron y comenzaron a correr a lo largo de la costa en dirección oeste, hacia el lugar de donde provenía la voz. Se detuvieron cuando llegaron al río pues estaba demasiado crecido en ese momento como para cruzarlo. Entonces, llamaron a los que estaban en la chalupa para que se llegaran hasta allí y les ayudaran a cruzar, tal y como yo lo esperaba.

Cuando alcanzaron la otra orilla, observé que la chalupa se había internado un buen trecho en el río y había llegado a una especie de puerto en la tierra. Uno de los tres hombres que iban a bordo se unió a los demás, dejando a los otros dos a cargo de ella, después de amarrarla al tronco de un pequeño árbol que estaba en la orilla.

Esto era lo que yo esperaba, así que dejé a Viernes y al segundo de abordo a cargo de su parte. Yo me fui con los otros y, cruzando la ensenada sin ser vistos, sorprendimos a los dos hombres antes de que pudiesen darse cuenta; uno de ellos estaba acostado en el bote y el otro, en la playa. El que estaba acostado en la playa parecía estar entre dormido y despierto y cuando se fue a poner de pie, el capitán, que iba delante, se abalanzó sobre él y lo derribó. Entonces, le gritó al que estaba en la chalupa que se rindiera o sería hombre muerto.

No eran necesarios demasiados argumentos para que un hombre solo se rindiera frente a cinco, cuando su compañero se hallaba derribado en el suelo. Además, al parecer, este era uno de los tres que no había participado activamente en el motín, como el resto de la tripulación, por lo que, pudimos persuadirlo fácilmente, no solo de rendirse, sino de unirse sinceramente a nosotros.


Mientras tanto, Viernes y el segundo de abordo cumplían cabalmente su misión con los demás marineros. Gritando y aullando, los condujeron de colina en colina y de bosque en bosque hasta dejarlos, totalmente agotados, en un lugar tan apartado, que les sería imposible regresar a la chalupa antes del anochecer. En verdad, ellos mismos estaban extenuados cuando se reunieron con nosotros.

No podíamos hacer más que espiarlos en la oscuridad para poder atacarlos con éxito. Habían transcurrido varias horas desde que Viernes se había reunido con nosotros cuando los marineros llegaron a la chalupa. Desde lejos, podíamos escuchar a los que venían delante diciéndoles a los demás que apuraran el paso, a lo que estos respondían quejándose y diciendo que estaban tan fatigados que no podían hacerlo. Esto nos alegró mucho.

Finalmente, llegaron a la chalupa. Sería imposible describir la confusión que sintieron al verla en seco, pues la marea había bajado, y no hallar a sus dos compañeros. Llamaban a uno y otro de una forma que daba pena y se decían que se encontraban en una isla encantada; que si estaba habitada por hombres, serían asesinados, y si lo que había eran demonios o espíritus, serían raptados y devorados.

Se pusieron a gritar nuevamente y a llamar a sus compañeros por sus nombres pero no obtuvieron respuesta. Poco después a pesar de la poca claridad, pudimos ver que corrían de un lado a otro, retorciéndose las manos, como enloquecidos. Se sentaban un momento en la chalupa a descansar y luego volvían a la playa, y así estuvieron mucho rato.

Mis hombres estaban deseosos de que les diera la orden de atacarlos, aprovechando la oscuridad, pero yo quería esperar la ocasión más ventajosa, a fin de que muriera la menor cantidad de gente posible. En particular, quería proteger a mis hombres pues sabía que los marineros estaban bien armados. Decidí esperar, por ver si se separaban y, para protegernos de ellos, acercamos nuestra emboscada. Le ordené a Viernes y al capitán que se arrastraran a gatas, lo más agachados que pudieran para no ser descubiertos y se aproximaran al enemigo antes de atacarlo.

Llevaban poco tiempo en esta posición cuando el contramaestre, que había sido el líder del motín y ahora se mostraba corno el más cobarde y desesperado de todos, se acercó hasta donde se hallaban mis hombres con dos miembros de la tripulación. El capitán estaba tan impaciente de ver casi en su poder al principal culpable, que apenas podía esperar a acercarse para asegurar el golpe. Hasta ese momento, solo habían podido escuchar su voz pero cuando los tuvieron a tiro, Viernes y el capitán se pusieron en pie de un salto y abrieron fuego sobre ellos.


El contramaestre cayó muerto en el acto; el segundo cayó muy mal herido cerca de él y murió al cabo de una o dos horas; el tercero pudo escapar.

Cuando sonaron los disparos, avancé enseguida con todo mi ejército, que ahora se componía de ocho hombres: yo, que era el generalísimo; Viernes, que era mi teniente general, el capitán con sus dos hombres y los tres prisioneros a los que les habíamos confiado armas.

Nos acercamos a ellos en la oscuridad, de modo que no pudiesen ver cuántos éramos. Al hombre que habíamos encontrado en la chalupa, que ahora era uno de los nuestros, le ordené llamarlos por sus nombres para intentar llegar a un acuerdo con ellos, lo cual ocurrió tal y como lo deseábamos, pues resulta fácil imaginar que, en la situación en la que se hallaban, no les quedaba otra alternativa que capitular. Así, pues, el marinero llamó a uno de ellos con todas sus fuerzas:

-¡Tom Smíth, Tom Smith!

Tom Smith respondió al instante.

-¿Eres tú, Robinson? -pues le había reconocido la voz.

-Sí, sí -respondió Robinson-. En nombre de Dios, Tom Smith, entregad las armas y rendíos porque si no, todos seréis hombres muertos.

-¿A quién debemos rendirnos? -preguntó Smith-. ¿Dónde están?

-Están aquí -dijo Robinson-. Aquí está nuestro capitán, acompañado de cincuenta hombres y os viene persiguiendo desde hace dos horas. El contramaestre está muerto, Will Frye está herido y yo estoy prisionero. Si no os rendís, estaréis todos perdidos.

-¿Se nos dará cuartel si nos rendimos? -preguntó Tom Smith.


-Voy a preguntarlo, pero si prometéis rendiros -respondió Robinson.

Se dirigió al capitán que les gritó:

-Tú, Smith, ya conocéis mi voz. Si os rendís inmediatamente y entregáis las armas, os aseguro las vidas a todos, excepto a Will Atkins.

En seguida, Will Atkins gritó:

-En el nombre de Dios, capitán, concededme cuartel. ¿Qué he hecho yo? Todos son tan culpables como yo.

Mentía a este respecto pues, al parecer, Will Atkins había sido el primero en tomar prisionero al capitán cuando se amotinaron y lo había tratado injuriosamente, amarrándole las manos e insultándolo. No obstante, el capitán le dijo que se rindiese a su propia discreción y confiara en la misericordia del gobernador. Se refería a mí, pues todos me llamaban gobernador.

Acto seguido, depusieron sus armas y rogaron por sus vidas. Envié al hombre que les había hablado primero con otros dos compañeros para que los atasen. Entonces, mi formidable ejército de cincuenta hombres, que con aquellos tres, sumaba ocho, avanzó hacia ellos y se apoderó de la chalupa. Yo me mantuve alejado con uno de ellos, por razones de estado.

Nuestra siguiente tarea era reparar la chalupa y tomar el barco. El capitán, que ahora tenía tranquilidad para hablar con ellos, les recriminó su villanía y las posibles consecuencias funestas de su proyecto, pues, con toda certeza, los habría podido llevar a la miseria y, a la larga, a la horca. Todos ellos se mostraron sumamente arrepentidos y suplicaron que se les perdonase la vida. Mas el capitán les dijo que no eran sus prisioneros sino del gobernador de la isla; que había pensado que los abandonarían en una isla desierta pero, con la ayuda de Dios, la isla estaba habitada y su gobernador era un hombre inglés; que este podía hacerlos ahorcar si le parecía, pero, como les había dado cuartel, suponía que los enviaría a Inglaterra para que fuesen juzgados como lo exigía la ley, con la excepción de Atkins, a quien el gobernador había dado órdenes de ahorcar a la mañana siguiente.


Aunque todo esto era una ficción, surtió el efecto que esperaba. Atkins cayó de rodillas y le suplicó al capitán que intercediese por él ante el gobernador. Los demás le pidieron en nombre de Dios que no los enviase a Inglaterra.

Se me ocurrió entonces que el momento de nuestra liberación había llegado y que resultaría muy fácil hacer que aquellos hombres rescataran el navío. Me retiré a la oscuridad, para evitar que se dieran cuenta de la clase de gobernador al que estaban sometidos, y llamé al capitán para que se acercase hasta donde yo estaba. Como me encontraba a gran distancia, uno de los míos se ocupó de llevarle la orden.

-Capitán -le dijo-, el gobernador os reclama. El capitán respondió:

-Decidle a Su Excelencia que voy de inmediato.

Esto les sorprendió y, sin duda, creyeron que el comandante estaba allí con sus cincuenta hombres.

Cuando el capitán se me acercó, le expliqué mi plan para tomar el barco. Le pareció estupendo y decidió ponerlo en práctica a la mañana siguiente.

Más, para ejecutarlo con mayor eficacia y asegurarnos el éxito, le dije que debíamos dividir a los prisioneros. Atkins y otros dos de los más peligrosos debían ser atados y llevados a la cueva donde se encontraba el resto. Esta tarea le fue encomendada a Viernes y a dos de los hombres que habían desembarcado con el capitán.

Los llevaron a la cueva, como si fuese a una prisión, que, ciertamente, era un lugar terrible para unos hombres en semejante condición.

Ordené que los otros fueran encerrados en mi casa de campo, como solía llamarla, la cual he descrito en detalle. Como estaba cerrada y ellos estaban atados, resultaba muy segura, teniendo en cuenta que debían comportarse bien.


A la mañana siguiente, envié al capitán a hablar con ellos; en otras palabras, a sondearlos y luego informarme si le parecía que podíamos confiar en aquella gente para enviarlos a abordar el navío por sorpresa. El capitán les habló de la injuria que habían cometido contra él y de la situación en la que se hallaban. Les dijo que, aunque el gobernador les perdonaba la vida por el momento, si eran enviados a Inglaterra, sin duda los colgarían con cadenas. Mas, si se sumaban a una empresa justa, como lo era recuperar el navío, le pediría al gobernador que les perdonara la vida.

Cualquiera podría adivinar el entusiasmo con que estos hombres, que se hallaban en tan terrible situación, aceptaron la propuesta. Se arrodillaron ante el capitán y le jura ron que le serían leales hasta derramar la última gota de sangre; que siendo deudores de sus vidas, lo seguirían a cualquier parte del mundo y lo considerarían como un padre mientras viviesen.

-Bien -dijo el capitán-, iré a informar al gobernador de lo que decís y veré si puedo lograr su consentimiento. Me contó sobre el estado de ánimo en que se hallaban los hombres y me afirmó que creía realmente que se mantendrían leales.

No obstante, para asegurarnos, le dije que regresara, escogiera a cinco de ellos y les dijera que tan solo escogería a cinco asistentes y que el gobernador se quedaría con los otros dos, además de los tres que habían sido enviados corno prisioneros al castillo (mi cueva), en calidad de rehenes. Si no ejecutaban su misión como era debido, los cinco rehenes serían colgados en la orilla.

Ante la severidad de estas palabras, quedaron convencidos de la determinación del gobernador. No obstante, no tenían otra alternativa que aceptar la proposición. Ahora les correspondía a ellos, tanto como al capitán, convencer a los otros cinco de cumplir con su deber.

Nuestras fuerzas se organizaron para la expedición de la siguiente manera; 1. El capitán, el segundo de abordo y el pasajero; 2. Los dos prisioneros del primer grupo, a quieres había puesto en libertad y entregado armas por la confianza que les tenía el capitán; 3. Los otros dos que estaban atados en la casa de campo y que acababa de liberar, por recomendación del capitán; 4. Los últimos cinco hombres liberados. En total, sumábamos doce, aparte de los cinco que permanecían en la cueva, en calidad de rehenes.


Le pregunté al capitán si estaba dispuesto a aventurarse a abordar el barco con esta gente, pues no me parecía bien que mi siervo Viernes y yo nos marcháramos, dejando a siete hombres detrás, y que estaríamos bastante ocupados vigilándolos y proveyéndoles alimento.

Decidí dejar amarrados a los cinco que estaban en la cueva y Viernes iría dos veces al día a llevarles lo que les hiciera falta. Los otros dos, acarrearían las provisiones a cierta distancia, donde Viernes iría a recogerlas.

Cuando me presenté ante los dos rehenes, el capitán les dijo que yo era la persona a la que el gobernador había encomendado su vigilancia; que el gobernador había decretado que no fuesen a ninguna parte, a menos que yo se lo indicara; y que si escapaban serían perseguidos y atados con cadenas en el castillo. Como no queríamos que supieran que yo era el gobernador, me presenté como si fuera otra persona y les hablé del gobernador, las guarniciones, el castillo y todo lo demás.

El capitán no tenía otra dificultad que aparejar sus dos chalupas, tapar el agujero que tenía una de ellas y comandarías. Le dio el mando de una a su pasajero, que iría con cuatro hombres y él con su segundo de abordo y cinco más tripularían la otra. Calculó su plan a la perfección. Llegaron al barco a medianoche y tan pronto estuvieron lo suficientemente cerca como para que pudiesen escucharlos, le ordenó a Robinson que los llamara y les dijera que regresaban con la gente y la chalupa pero que les había tomado mucho tiempo encontrarlos. Así los entretuvo hasta que los otros, que venían detrás, se acercaron al barco. Entonces, el capitán y el segundo de abordo entraron con sus armas y derribaron de un culatazo al que estaba de segundo y al carpintero, fielmente secundados por el resto de sus hombres. Aseguraron el alcázar y cerraron todas las escotillas para impedir que salieran los que estaban abajo. Los que iban en la otra chalupa subieron por las cadenas de proa y aseguraron el castillo de proa y la escotilla que conducía a la cocina, donde capturaron tres prisioneros.

Cuando hubieron terminado y se hallaron seguros en cubierta, el capitán les ordenó al segundo de abordo y a otros tres hombres irrumpir en el camarote principal donde se hallaba el nuevo capitán rebelde. A la primera señal de alarma, este había recogido unas armas y se había atrincherado allí con dos marineros y un grumete. Cuando el segundo, valiéndose de una palanca, echó abajo la puerta, el nuevo capitán y sus hombres abrieron fuego contra ellos. Al segundo le hicieron una herida de mosquete en el brazo e hirieron a dos más pero ninguno resultó muerto.


Mientras pedía ayuda, el segundo, herido como estaba, entró en el camarote principal y le disparó al nuevo capitán. La bala le entró por la boca y le salió por detrás de la oreja, de modo que no volvió a pronunciar palabra nunca más. Ante esto, los demás se rindieron y el barco pudo recuperarse sin que se perdieran más vidas.

Tan pronto recuperaron el barco, el capitán ordenó que se dispararan siete cañonazos, que era la señal acordada para informarme del éxito de la empresa. Podéis estar seguros de que los escuché con gran placer, dado que estuve en vela, sentado en la playa, desde las dos de la madrugada.

Cuando escuché la señal, me recosté y, como aquel había sido un día agotador, me dormí profundamente hasta que me sorprendió el estrépito de otro cañonazo. Mientras me ponía en pie, oí la voz de un hombre que me llamaba «Gobernador, Gobernador» y de inmediato reconocí la voz del capitán. Subí rápidamente hasta la punta de la colina y lo hallé, apuntando hacia el barco. Me abrazó y me dijo:

-Mi querido amigo y salvador, ahí está vuestro barco; es todo vuestro, con todo lo que lleva a bordo y todos los miembros de su tripulación.

Miré hacia la nave y la divisé a un poco más de media milla de la playa, pues, tan pronto como la hubieron recuperado, levaron anclas y, aprovechando el buen tiempo, la llevaron hasta la embocadura de la pequeña ensenada, donde volvieron a anclarla. Como la marea estaba alta, el capitán había traído la chalupa hasta el lugar donde yo había llegado con mis balsas y había desembarcado justamente frente a mi puerta.

Al principio, estuve a punto de desmayarme de la emoción, pues veía mi liberación claramente en mis manos. Todo parecía favorable y tenía un gran barco listo para llevarme a donde quisiera. Durante un tiempo, no fui capaz de decirle una palabra y cuando me abrazó, me sujeté a él fuertemente para no caer al suelo.

Advirtió mi conmoción e, inmediatamente, sacó una botella de su bolsillo y me ofreció un trago de un licor que había traído expresamente para mí. Lo bebí y me senté en el suelo pero, a pesar de que me hallaba más calmado, no pude decirle ni una palabra.

Entonces, yo le abracé como a mi salvador y nos felicitamos mutuamente. Le dije que le veía como a un enviado del cielo para mi salvación y que todo lo ocurrido me parecía una cadena de milagros; que estas cosas eran testimonio de que la Providencia rige al mundo con mano secreta y evidencia de que los ojos de un poder infinito podían ver hasta en el lugar más recóndito de la tierra y ayudar a los miserables cuando Él lo deseaba.


No olvidé elevar al cielo el agradecimiento de mi corazón, pues, ¿qué corazón se resistiría a bendecirle a Él, que había socorrido milagrosamente a alguien que se encontraba en una situación tan desoladora? De Él provenía toda salvación y todos debíamos darle gracias por ello.

Después de conversar un rato, el capitán me dijo que me había traído algunas de las provisiones que había en el barco y que habían podido rescatar del prolongado saqueo de los amotinados. De inmediato, llamó a los que estaban en la chalupa y les ordenó que trajeran los regalos destinados al gobernador. Semejante regalo no parecía destinado a alguien que iba a embarcarse con ellos, sino a cualquiera que fuese a permanecer largo tiempo en la isla.

En primer lugar, me trajeron una caja de botellas do un excelente licor, seis botellas de dos cuartos de vino de Madeira, dos libras de un excelente tabaco, doce trozos de carne, seis trozos de cerdo, una bolsa de guisantes y casi cien libras de galletas.

También me trajeron una caja de azúcar, otra de harina, una bolsa de limones, dos botellas de zumo de lima y un montón de cosas más. Aparte de esto, me dio algo mil veces más útil: seis camisas nuevas, seis corbatas estupendas, dos pares de guantes, un par de zapatos, un sombrero, un par de calcetines y una de sus chaquetas, que había usado muy poco. En pocas palabras, me vistió de pies a cabeza.

Era un regalo generoso y agradable para alguien en mis circunstancias. No obstante, al principio, cuando me puse las ropas me parecieron incómodas, extrañas y desagradables.

Después de las ceremonias, y cuando todas estas cosas maravillosas fueron transportadas a mi pequeña vivienda, comenzamos a debatir qué hacer con los prisioneros, pues teníamos que decidir si los llevaríamos con nosotros, en especial a dos de ellos, que eran incorregibles y obstinados en extremo. El capitán dijo que eran unos bandidos y que no teníamos ninguna obligación hacia ellos, por lo que, si los llevábamos, sería encadenados, como a malhechores, para entregarlos a la justicia en la primera colonia inglesa que tocáramos. No obstante, me di cuenta de que el capitán se sentía intranquilo con la idea.


A esto le respondí que, si lo deseaba, yo me atrevía a ir a por los dos hombres de los que hablaba y preguntarles si estaban dispuestos a quedarse en la isla.

-Esto me parece muy bien -dijo el capitán.

-Bien -le dije-, mandaré a buscarlos y hablaré con ellos en su nombre.

Mandé a Viernes y a los dos rehenes, que habían sido puestos en libertad por la buena gestión de sus compañeros, a que fueran a la cueva, condujeran a los cinco hombres prisioneros hasta la casa de campo y los retuvieran allí hasta que yo llegara.

Al poco rato volví hasta allí, vestido con mis nuevas ropas y habiendo tomado otra vez el título de gobernador. Cuando estuvimos todos reunidos y con el capitán a mi lado, ordené que trajeran a los prisioneros ante mí y les dije que estaba al tanto de su malvada conducta hacia el capitán y de la forma en que habían tomado el barco con la intención de cometer nuevas fechorías, si la Providencia no los hubiese hecho caer en el mismo foso que habían cavado para otros.

Les dije que el barco había sido tomado por órdenes mías, que por eso estaba en la rada y que dentro de poco verían la recompensa que había recibido su rebelde capitán, que estaba colgado del palo mayor.

Les pregunté si tenían algo que alegar para que yo no ordenase su ejecución cómo piratas cogidos en el acto del delito, conforme con la autoridad que me había sido conferida.

Uno de ellos contestó, en nombre del resto, que no tenían nada que alegar, salvo que el capitán les había prometido perdonarles la vida cuando los tomó prisioneros, por lo que, humildemente, imploraban mi clemencia. Les dije que no creía que debía tener ninguna clemencia con ellos pero que había decidido abandonar la isla con todos mis hombres y embarcarme con el capitán rumbo a Inglaterra. Como el capitán no podía llevarlos a Inglaterra si no era encadenados como prisioneros para ser enjuiciados por el motín y el hurto del barco, tan pronto llegasen allí, serían condenados a la horca, como bien sabían. Les pregunté si estarían dispuestos a quedarse en la isla, lo cual me parecía lo mejor para ellos, y les comuniqué que no me importaba que lo hicieran, ya que yo tenía libertad de abandonarla. Puesto que me sentía inclinado a perdonarles la vida, si ellos pensaban que podían sobrevivir aquí, lo haría de grado.


Se mostraron muy agradecidos por esto y dijeron que preferían quedarse en la isla antes que ser conducidos a Inglaterra para ser ahorcados, de modo que accedí en este tema.

No obstante, el capitán comenzó a presentar ciertas objeciones, como si no se atreviese a dejarlos aquí. Me mostré un poco enfadado con el capitán y le dije que eran prisioneros míos y no suyos; que habiéndoles perdonado, no podía faltar a mi palabra; que si no estaba de acuerdo con esto, los pondría en libertad, tal cual los había encontrado; y que si esto no le parecía bien, podía arrestarlos si lograba capturarlos.

Ante esto, todos se mostraron muy agradecidos. En consecuencia, los puse en libertad y les dije que se retiraran al lugar del bosque de donde habían venido y que yo les daría armas, municiones e instrucciones para vivir cómodamente, si esto les parecía bien.

Entonces, comencé a prepararme para subir a bordo del barco. Le dije al capitán que deseaba pasar la noche en la isla para arreglar mis cosas pero deseaba que él permaneciera en el barco, para mantener el orden y, al día siguiente, me enviara una chalupa. Mientras tanto, debía colgar al capitán rebelde del palo mayor para que los hombres pudieran verlo.

Cuando el capitán se hubo marchado, hice venir a esos hombres a mi vivienda y entablé con ellos una conversación muy seria sobre su situación. Les dije que, según mi criterio, habían tomado la decisión correcta porque, si el capitán los llevaba, sin duda serían ahorcados. Les mostré al capitán rebelde colgado del palo mayor del barco y les aseguré que no podían esperar nada mejor.

Después de cerciorarme de que estaban dispuestos a quedarse en la isla, les dije que deseaba contarles la historia de mi vida en aquel lugar, a fin de facilitarles un poco las cosas. Por consiguiente, les hice una detallada descripción del lugar y de mi llegada. Les mostré mis fortificaciones, la forma en que hacía mi pan, sembraba mi grano y secaba mis uvas; en pocas palabras, todo lo necesario para que estuvieran cómodos. También les conté la historia de los dieciséis españoles, por cuyo regreso estábamos aguardando y les dejé una carta, haciéndoles prometer que lo compartirían todo con ellos.

Les dejé mis armas, a saber: cinco mosquetes, tres escopetas de caza y tres espadas. Aún tenía más de un barril y medio de pólvora, pues, después del segundo año, utilicé muy poca y no desperdicié ninguna. Les hice una descripción del modo en que cuidaba las cabras y les di instrucciones para ordeñarlas y alimentarlas y para hacer mantequilla y queso.


En pocas palabras, les conté todos los detalles de mi historia y les dije que le pediría al capitán que les dejara otros dos barriles de pólvora y algunas semillas, las cuales en otro momento me habría gustado mucho tener. También les di la bolsa de guisantes que el capitán me había regalado y les aconsejé que los sembraran y los cultivaran.

Habiendo hecho todo esto, al día siguiente los abandoné y subí a bordo del barco. Nos preparamos inmediatamente para zarpar pero no levamos anclas esa noche. A la mañana siguiente, dos de los cinco hombres que se habían quedado llegaron a nado hasta el barco, quejándose lastimosamente de los otros tres y suplicando por Dios, que los lleváramos en el barco, pues, de lo contrario, serían asesinados. Le rogaron al capitán que los dejase subir a bordo aunque solo fuese para colgarlos inmediatamente.

El capitán dijo que no podía hacer nada sin mi consentimiento y después de algunos inconvenientes y solemnes promesas de enmienda, se les permitió subir a bordo y se les azotó fuertemente, después de lo cual se comportaron como hombres honestos y tranquilos.

Tras de esto, con la marea alta, una de las chalupas fue enviada a la orilla con las cosas que les había prometido a los hombres, a lo cual, por intercesión mía, el capitán agregó sus cofres y algunas ropas, que recibieron con sumo agrado. Además, para animarlos, les dije que, si en el camino encontraba algún navío que pudiera recogerlos, no me olvidaría de ellos.

Al abandonar la isla, traje conmigo algunas reliquias como el gran gorro de piel de cabra que me había confeccionado, la sombrilla y el loro. También traje el dinero, del que hablé al principio, que, como había estado guardado durante tanto tiempo, se había oxidado y ennegrecido y apenas habría podido pasar por plata, si antes no lo hubiese limpiado y pulido. Traje, además, el dinero que había encontrado en el naufragio del barco español.

Y fue así como abandoné la isla el 19 de diciembre de 1686, según los cálculos que hice en el barco, después de haber vivido en ella veintiocho años, dos meses y diecinueve días. De este segundo cautiverio fui liberado el mismo día del mes que había escapado por primera vez de los moros de Salé en una piragua.