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Robinson Crusoe
de Daniel Defoe
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Mi isla estaba ahora poblada y me consideré rico en súbditos. Me hacía gracia verme como si fuese un rey. En primer lugar, toda la tierra era de mi absoluta propiedad, de manera que tenía un derecho indiscutible al dominio. En segundo lugar, mis súbditos eran totalmente sumisos pues yo era su señor y legislador absoluto y todos me debían la vida. De haber sido necesario, todos habrían sacrificado sus vidas por mí. También me llamaba la atención que mis tres súbditos pertenecieran a religiones distintas. Mi siervo Viernes era Protestante, su padre, un caníbal pagano y el español, papista. No obstante, y, dicho sea de paso, decreté libertad de conciencia en todos mis dominios.

Tan pronto acomodé a mis débiles prisioneros rescatados y les di cobijo y un lugar para reposar, me puse a pensar cómo conseguirles provisiones. Lo primero que hice fue ordenarle a Viernes que cogiera un cabrito de un año de mi propio rebaño y lo matara. Le corté el cuarto trasero y lo troceé en pequeños pedazos. Viernes los coció y preparó un plato muy sabroso, puedo aseguraros, de carne y caldo, al que le añadió un poco de cebada y arroz. Como cocinaba siempre afuera, para evitar fuegos en mi muralla interior, lo llevé todo a la nueva tienda y allí puse una mesa para mis huéspedes. Me senté a comer con ellos y traté de animarlos lo mejor que pude. Viernes me servía de intérprete con su padre y con el español, que hablaba bastante bien el idioma de los salvajes.

Después de comer, o más bien, de cenar, le ordené a Viernes que cogiese una de las canoas y fuese a buscar nuestros mosquetes y demás armas de fuego, que por falta de tiempo, habíamos dejado en el lugar de la batalla. Al día siguiente, le ordené que enterrase a los muertos, que estaban tendidos al sol y, en poco tiempo, comenzarían a oler. También le ordené que enterrara los horribles restos del festín bárbaro, que eran abundantes, pues yo no tenía valor para hacer aquello, ni siquiera para verlo si pasaba por allí. Siguió mis órdenes al pie de la letra y borró todo rastro de la presencia de los salvajes, de manera que, cuando volví al lugar, apenas tenía una idea de dónde había ocurrido, a excepción del extremo del bosque que lo señalizaba.

Empecé a conversar un poco con mis dos nuevos súbditos. En primer lugar, le pedí a Viernes que le preguntara a su padre qué pensaba sobre los salvajes que habían escapa do en la canoa y si creía que volverían con un ejército tan grande que no fuésemos capaces de combatir. Su primera opinión fue que aquellos salvajes no habían podido resistir, en semejante bote, una tormenta como la que había soplado toda la noche de su huida y, seguramente, se habían ahogado o habían sido arrastrados hacia el sur hasta otras costas, donde, tan seguro era que serían devorados, como que se ahogarían si naufragaban. No sabía qué harían si llegaban sanos a la costa pero pensaba que estarían tan asustados por la forma en que habían sido atacados y por el ruido y el fuego, que le dirían a su gente que no los habían matado unos hombres sino el rayo y el trueno; y que los dos seres que habían aparecido, es decir, Viernes y yo, no éramos hombres armados, sino dos espíritus o furias celestiales que habían bajado a destruirlos. Sabía esto porque los escuchó gritar en su lengua que era imposible que un hombre pudiese disparar dardos de fuego o hablar como el trueno y matar a distancia, sin levantar la mano. En esto, el viejo salvaje tenía razón, pues luego supe que jamás intentaron regresar a la isla por miedo a lo que aquellos cuatro hombres (que, en efecto, lograron salvarse del mar) les habían contado: que quien fuera a esa isla encantada, sería destruido por el fuego de los dioses.


En aquel momento ignoraba esto y, por tanto, vivía continuamente inquieto, haciendo guardias, al igual que el resto de mi ejército. Ahora que éramos cuatro, me atrevía a enfrentarme a un centenar de ellos en cualquier momento. Sin embargo, al cabo de un tiempo, al ver que no aparecía ninguna canoa, fui perdiendo el miedo a que regresaran y volví a considerar mis viejos propósitos de viajar al continente. El padre de Viernes me aseguró que podía contar con el cordial recibimiento de su gente, si decidía hacerlo.

No obstante, tuve que posponer mis planes, después de una seria conversación con el español, en la que me dijo que los dieciséis españoles y portugueses, que habían naufragado y encontrado refugio en esas costas, vivían allí en paz con los salvajes, aunque no sin temer por sus vidas y padecer necesidades. Le pedí que me relatara su viaje y, entonces, supe que viajaba en un barco español fletado en el Río de la Plata con destino a La Habana, donde debía llevar un cargamento de pieles y plata y regresar con las mercancías europeas que pudiesen obtener. Añadió que a bordo viajaban cinco marineros portugueses, rescatados de otro naufragio y que cinco de los suyos habían muerto cuando se perdió la primera embarcación. Los demás, después de infinitos riesgos y peligros, habían logrado llegar, medio muertos, a aquellas tierras de caníbales, donde temían ser devorados de un momento a otro.

Me dijo que tenían algunas armas pero que no les servían para nada, pues no tenían pólvora ni municiones. El mar había estropeado casi toda la pólvora, con la excepción de una pequeña cantidad, que utilizaron al desembarcar para proveerse de alimentos.

Le pregunté si sabía qué sería de ellos o si habían hecho planes para escapar. Me contestó que lo habían considerado muchas veces pero, como no tenían embarcación, ni medios para fabricarla y tampoco tenían provisiones de ningún tipo, sus concilios terminaban siempre en lágrimas y desesperación.


Le pedí que me dijera cómo recibirían una propuesta de huida por mi parte y si esta sería realizable. Le dije con franqueza que mi mayor preocupación era alguna traición o abusos por su parte si ponía mi vida en sus manos, ya que la gratitud no suele ser una virtud inherente a la naturaleza humana y los hombres suelen velar más por sus propios intereses que por sus obligaciones. Le dije que sería intolerable que, después de salvarles la vida, me llevasen prisionero a la Nueva España, donde cualquier inglés sería ajusticiado, independientemente de las circunstancias o necesidades que le hubiesen llevado hasta allí; y que prefería ser entregado a los salvajes y devorado vivo antes de caer en las garras de sacerdotes despiadados y ser llevado ante la Inquisición. Añadí que, aparte de eso, estaba convencido de que, siendo todos los que éramos, podríamos construir una embarcación con nuestras propias manos, lo suficientemente grande para llegar a Brasil, a las islas, o a la costa española que estaba al norte. Mas, si en recompensa, puesto que les daría armas, me llevaban por la fuerza a su patria, estarían abusando de mi generosidad y yo me vería peor que antes.

Me contestó con mucha honradez y sinceridad que su situación era tan miserable como la mía y que habían sufrido tanto, que no podrían menos que aborrecer la mera idea de perjudicar a nadie que les ayudara a escapar. Si me parecía bien, él iría con el viejo a hablar con ellos sobre el asunto y regresaría con una respuesta; que obtendría su compromiso solemne de ponerse bajo mis órdenes como capitán y comandante y les haría jurar sobre los Santos Sacramentos y el Evangelio, que serían leales, que iríamos al país cristiano que yo quisiera y a ningún otro; que se someterían total y absolutamente a mis órdenes hasta que hubiésemos desembarcado sanos y salvos en el país que yo quisiera; y que me darían un contrato firmado a estos efectos.

Entonces me dijo que, antes que nada, él, por su parte, me juraba que no se separaría nunca de mí hasta que yo se lo ordenase y que estaría de mi lado, hasta derramar la última gota de sangre, si sus compañeros faltaban a su promesa.

Me dijo que todos eran hombres civilizados y honestos, que se hallaban en la peor situación imaginable, sin armas ni ropa, sin otro alimento que el que los salvajes les cedían generosamente y sin esperanzas de regresar a su patria. Si yo los ayudaba, podía estar seguro de que estarían dispuestos a dar la vida por mí.

Con estas garantías, decidí enviar al viejo salvaje y al español para tratar con ellos. Mas cuando todo estaba listo para su partida, el español hizo una observación, tan prudente y sincera que no pude menos que aceptarla con agrado. Siguiendo su consejo, decidí postergar medio año el rescate de sus compañeros por la razón que sigue.


Hacía cerca de un mes que vivía con nosotros y, durante todo ese tiempo, yo le había mostrado el modo en que había provisto para mis necesidades, con la ayuda de la Providencia. Sabía perfectamente que mi abastecimiento de arroz y cebada era suficiente para mí, mas no para mi familia, que hora contaba con cuatro miembros. Si venían sus compañeros, que eran catorce, no tendríamos cómo alimentarlos ni, mucho menos, abastecer una embarcación para dirigirnos a las colonias cristianas de América. Por tanto, le parecía recomendable que les permitiera, a él y a los otros dos, cultivar más tierra, con las semillas que yo pudiese darles y que esperáramos a la siguiente cosecha, a fin de tener una reserva de grano para cuando llegaran sus compañeros, pues la necesidad podía ser motivo de discordia o de que sintieran que habían sido liberados de una desgracia para caer en otra peor.

-Usted sabe -me dijo-, que los hijos de Israel al principio se alegraron de su salida de Egipto pero, luego, se rebelaron contra Dios, que los había liberado, cuando les faltó el pan en medio del desierto.

Su razonamiento era tan sensato y su consejo tan bueno, que me sentí muy complacido, tanto por su propuesta como por la lealtad que me demostraba. Así, pues, nos pusimos a trabajar los cuatro, lo mejor que pudimos con las herramientas de madera que teníamos. En menos de un mes, al cabo del cual comenzaba el período de siembra, habíamos labrado y preparado una razonable extensión de terreno. Sembramos veintidós celemines de cebada y dieciséis jarras de arroz, que era todo el grano del que podíamos disponer, después de reservar una cantidad suficiente para nuestro sustento durante los seis meses que debíamos esperar hasta el momento de la cosecha; es decir, los seis meses que transcurrieron desde que apartamos el grano destinado a la siembra, que es el tiempo que se demora en crecer en aquellas tierras.

Siendo una sociedad lo suficientemente numerosa como para no temer a los salvajes, salvo que viniese un gran número de ellos, andábamos libremente por la isla cuando nos apetecía. Nuestros pensamientos estaban ocupados en la idea de nuestra liberación, al menos los míos, pues no podía dejar de pensar en la forma de realizarla. Con este propósito, fui marcando varios árboles que me parecían adecuados para la labor y te ordené a Viernes y a su padre que los cortaran. Al español le encomendé que supervisara y dirigiera estas tareas. Le mostré el esfuerzo ímprobo que me había costado transformar un enorme árbol en una plancha y les ordené que hicieran lo mismo, hasta que produjeran una docena de tablones de buen roble, de unos dos pies de ancho por treinta y cinco de largo y dos a cuatro pulgadas de espesor. Cualquiera puede imaginar el trabajo que costó hacer todo esto.

Al mismo tiempo, me encargué de aumentar todo lo que pude mi pequeño rebaño de cabras domésticas. Con este propósito, el español y yo nos turnábamos diariamente para ir a cazar con Viernes y, de este modo, conseguimos más de veinte cabritos y los criamos con los demás, pues, cada vez que matábamos una madre, cogíamos a los más pequeños y los añadíamos a nuestro rebaño. En eso llegó la época de secar las uvas y colgamos tantos racimos al sol, que, si hubiésemos estado en Alicante, donde se producen las pasas, habríamos llenado sesenta u ochenta barriles. Estas pasas, junto con nuestro pan, constituían nuestro principal alimento, excelente para la salud, os lo aseguro, porque son en extremo nutritivas.


Había llegado el tiempo de la cosecha y la nuestra resultó buena. No dio el mayor rendimiento que hubiese visto en la isla pero era suficiente para nuestros propósitos. De los veintidós celemines de cebada que sembramos, obtuvimos más de doscientos veinte y, en igual proporción, cosechamos el arroz. Esto era suficiente para nuestra subsistencia hasta la próxima cosecha, incluso con los dieciséis españoles y, si hubiésemos decidido emprender el viaje, habríamos contado con suficientes provisiones para abastecer nuestro navío e ir a cualquier parte del mundo, es decir, a América.

Cuando hubimos recogido y asegurado nuestro grano, nos dispusimos a hacer más cestos en los que guardarlo. El español era muy hábil y diestro en este menester y, a menudo, me recriminaba que no utilizara más este recurso pero a mí no me parecía necesario.

Ahora teníamos suficiente comida para los invitados que esperaba y le dije al español que fuera al continente para ver qué podía hacer por los que estaban allí. Le di órdenes estrictas de no traer a ningún hombre que antes no hubiese jurado por escrito, en su presencia y la del viejo salvaje, que jamás le haría daño ni atacaría a la persona que estaba en la isla y que, tan generosamente, le había rescatado; que la apoyaría y la protegerían de cualquier atentado de este tipo y se sometería totalmente a sus órdenes, donde quiera que fuese. Esto lo pondrían todos por escrito y lo firmarían con su puño y letra, mas nadie se preguntó cómo lo harían, si no disponían de tinta ni plumas.

Con estas instrucciones, el español y el viejo salvaje, el padre de Viernes, zarparon en una de las canoas en las que vinieron, los trajeron, más bien, como prisioneros para ser devorados por los salvajes.

Le di a cada uno un mosquete con balas y cerca de ocho cargas de pólvora, encomendándoles que cuidaran muy bien de ellos y no los utilizaran a menos que fuese urgente.

Todos estos preparativos me resultaban muy agradables, pues eran las primeras medidas que tomaba con vistas a mi liberación en veintisiete años y unos días. Les di suficiente pan y pasas para que pudiesen abastecerse durante varios días y abastecer a sus compañeros durante otros ocho días. Y, deseándoles un buen viaje, los vi partir, acordando que, a su regreso, harían una señal para que yo pudiese reconocerlos antes de llegar a la orilla.


Zarparon con una brisa favorable, según mis cálculos, el día de luna llena del mes de octubre. No obstante, he de decir que habiéndola perdido una vez, no llevaba una cuenta exacta de los días, ni había apuntado los años con suficiente precisión como para saberlo a ciencia cierta. Más, cuando verifiqué mis cálculos posteriormente, descubrí que había llevado una cuenta exacta de los años.

No habían pasado más de ocho días de su partida cuando se produjo un incidente extraño e inesperado, que quizás no tenga parangón con nada que hubiese podido ocurrir en esta historia. Una mañana, me hallaba profundamente dormido cuando mi siervo Viernes, vino corriendo y gritó: «Amo, amo, ellos vienen, ellos vienen.»

Salté de la cama y, sin sospechar peligro alguno, tan pronto como me hube vestido, salí por mi bosquecillo que, dicho sea de paso, se había convertido en un espeso bosque. Tal como iba diciendo, ajeno a cualquier peligro, salí sin armas, en contra de mi costumbre. Cuando miré hacia el mar, me quedé sorprendido de ver una embarcación que llevaba una vela de lomo de cordero, como suelen llamarse, a una legua y media de la costa. El viento, que soplaba con bastante fuerza, la empujaba hacia nosotros pero inmediatamente me di cuenta de que no venía de la costa, sino del extremo más meridional de la isla. Entonces, llamé a Viernes y le dije que se mantuviese escondido, pues esa no era la gente a la que esperábamos y no sabíamos si eran amigos o enemigos.

A continuación, fui a buscar mi catalejo, a fin de ver si los reconocía. Tomé la escalera para subir a la colina, como solía hacerlo cuando desconfiaba de algo, y para poder observar sin riesgo de ser descubierto.

Apenas había subido, pude observar a simple vista que habían echado un ancla y estaban a casi dos leguas de donde me hallaba, hacia el sudoeste, pero a menos de una legua y media de la costa. Pude reconocer claramente que era un buque inglés y su chalupa también lo parecía.

No puedo expresar la confusión que sentí, a pesar de la alegría que me causaba ver un navío que, sin duda, estaría tripulado por compatriotas míos y, por consiguiente, amigos. No obstante, y sin saber por qué, me invadieron ciertas dudas que me aconsejaban que me mantuviera en guardia. En primer lugar, me pregunté qué podía traer a un navío inglés a esta parte del mundo, que estaba completamente fuera de la ruta de tráfico. Sabía que ninguna tempestad los había arrastrado hasta mis costas y, si eran realmente ingleses, posiblemente venían con malas intenciones, por lo que prefería seguir como estaba a caer en manos de ladrones y asesinos.


Ningún hombre debería despreciar sus presentimientos ni las advertencias secretas de peligro que a veces recibe, aun en momentos en los que parecería imposible que fueran reales. Casi nadie podría negar que estos presentimientos y advertencias nos son dados; tampoco que sean manifestaciones de un mundo invisible y de ciertos espíritus. Así, pues, si su tendencia es a advertirnos del peligro, ¿por qué no suponer que provienen de un agente propicio, ya sea superior o inferior y subordinado -esto no es lo importante-, y que nos son dados para nuestro beneficio?

Esta pregunta confirma plenamente la sensatez de mi razonamiento, pues, si no hubiese sido cauteloso, a causa de esta premonición secreta, independientemente de su procedencia, habría caído inevitablemente en una situación mucho peor que aquella en la que me hallaba, como veréis de inmediato.

No llevaba mucho tiempo en esta posición cuando vi que la chalupa se aproximaba a la orilla, como buscando una ensenada para llegar a tierra más cómodamente. No obstante, como no se acercaron lo suficiente, no pudieron ver la pequeña entrada por la que, al principió, desembarqué con mis balsas. Se limitaron a llevar la chalupa hasta la playa, a casi media milla de donde me encontraba, lo cual resultó muy ventajoso para mí, pues, de otro modo, habrían desembarcado delante de mi puerta y me habrían sacado a golpes de mi castillo y robado todas mis pertenencias.

Cuando llegaron a la orilla, comprobé que eran ingleses, al menos, en su mayoría. Había uno o dos que parecían holandeses pero no estaba seguro. En total, eran once hombres, de los cuales tres iban desarmados y, según pude ver, amarrados. Los primeros cuatro o cinco que descendieron a tierra sacaron a los otros tres de la chalupa; corno si fuesen prisioneros. Pude ver que uno de los tres suplicaba apasionadamente con gestos exagerados de dolor y desesperación; los otros dos, elevaban los brazos al cielo de vez en cuando y parecían afligidos pero en menor grado que el primero.

Este espectáculo me dejó totalmente perplejo, pues no comprendía su significado. Viernes me dijo; en el mejor inglés que pudo:

-Oh, amo, ver hombres ingleses comen prisioneros también como salvajes.

¿Por qué, Viernes? -1e pregunté-. ¿Por qué piensas que se los van a comer?


-Sí -me contestó-, ellos van a comerlos.

-No, no, Viernes -le dije-, me temo que los van a matar pero puedes estar seguro de que no se los van a comer.

Durante todo este tiempo, no tenía idea de lo que realmente iba a ocurrir pero permanecí temblando de horror ante la escena, esperando a cada momento que mataran a los tres prisioneros. Uno de esos villanos levantó el brazo con una enorme espada o navaja, como suelen llamarlas los marineros, para asestarle un golpe a uno de aquellos pobres hombres y, como esperaba verle caer al suelo en cualquier momento, se me heló la sangre en las venas.

Entonces deseé de todo corazón que el español y el salvaje que había ido con él, hubiesen estado aquí, o que yo hubiese podido acercarme sin ser descubierto y abrir fuego contra ellos para rescatar a los tres hombres, pues no me parecía que estuvieran armados. Pero se me ocurrió otra idea. Después del monstruoso trato que les dieron a los tres hombres, advertí que los insolentes marineros se dispersaron por la isla, como si quisieran reconocer el territorio. Observé que los tres hombres habían quedado en libertad de ir a donde quisieran pero se sentaron en el suelo, afligidos y desesperados. Esto me hizo recordar el momento de mi llegada a la isla. Recordé que había mirado a mi alrededor enloquecidamente y me había sentido perdido; que estaba muerto de miedo y había pasado la noche encima de un árbol por temor a ser devorado por las bestias salvajes.

Así como en aquel momento no sospechaba que, gracias a la Providencia, el barco sería arrastrado cerca de la tierra por la tormenta y la marea, y me proveería tan rica mente durante tanto tiempo, aquellos tres pobres hombres no podían sospechar cuán cierta y próxima era su salvación ni cuán a salvo estaban, justamente cuando más perdidos y desamparados se sentían.

Realmente, es muy poco lo que podemos predecir en este mundo. Por esta razón, debemos confiar alegremente que el Supremo Creador jamás abandona a sus criaturas y que estas, incluso en las peores circunstancias, descubren algo por que darle gracias; y están más cerca de la salvación de lo que podrían imaginar, pues, a menudo, son conducidas a ella por los mismos medios que, al parecer, las llevaron a la ruina.

Aquella gente llegó a tierra en el momento en que la marea estaba más alta, y en parte, porque estuvieron hablando con los prisioneros y, en parte, porque se fueron a inspeccionar el lugar en el que habían desembarcado, permanecieron negligentemente hasta que la marea bajó y el agua se retiró tanto que la chalupa quedó en seco.


Habían confiado la chalupa a dos hombres, que, como pude advertir, bebieron demasiado brandy y se habían quedado dormidos. Sin embargo, uno de ellos se despertó antes que el otro y, viendo la chalupa tan encallada que no podría sacarla solo de allí, comenzó a llamar a sus compañeros que andaban dando vueltas por los alrededores. Alertados por los gritos, acudieron rápidamente a la chalupa, mas no tuvieron fuerzas para echarla al agua, pues era muy pesada y, en esa parte de la playa, la arena era blanda y fangosa.

En esta situación, hicieron como los auténticos marineros, que son la gente menos previsora del mundo: se dieron por vencidos y reanudaron su paseo por la isla. Entonces, oí que uno de ellos le gritaba a otro: «Olvídalo, Jack, flotará con la próxima marea.» Sus palabras me confirmaron que eran paisanos míos.

Durante todo este tiempo, me mantuve muy bien escondido, sin salir de mi castillo ni mi puesto de observación en lo alto de la colina, y me sentí muy contento de pensar en lo bien protegido que estaba. Sabía que la chalupa no podría volver a flotar antes de diez horas y que, para entonces, ya sería de noche, lo que me permitiría observar sus movimientos y escuchar su conversación si es que la tenían.

Mientras tanto, me preparé para el combate, del mismo modo que lo había hecho antes, aunque con más cautela porque sabía que me enfrentaba a un enemigo diferente de los anteriores. Le ordené a Viernes, a quien había convertido en un excelente tirador, que cogiera algunas armas. Por mi parte, cogí dos escopetas de caza y le di tres mosquetes. Mi aspecto era realmente temible. Llevaba puesto mi abrigo de piel de cabra, el gran sombrero, que mencioné anteriormente, la espada desnuda en un costado, dos pistolas en el cinturón y una escopeta en cada hombro.

Como he dicho, no tenía previsto hacer nada hasta que anocheciera pero a eso de las dos de la tarde, que es el momento más caluroso del día, advertí que todos se adentraban en el bosque, al parecer, para tumbarse a dormir. Los tres pobres hombres estaban demasiado angustiados para descansar pero se cobijaron bajo la sombra de un gran árbol, a un cuarto de milla de donde me hallaba y, según imaginaba, fuera de la vista de los demás.

Entonces, decidí descubrirme ante ellos para enterarme un poco de su situación. En seguida me puse en marcha, de la guisa que acabo de describir, con mi siervo Viernes, que iba a una buena distancia detrás de mí, tan formidablemente armado como yo, pero: sin un aspecto fantasmal como el mío.


Me acerque á ellos: tan disimuladamente como pude y les dije en español:

¿Quiénes sois, caballeros?

Se levantaron ante el ruido pero se quedaron muy sorprendidos ante el grosero aspecto que tenía. Estaban completamente mudos y casi dispuestos a huir, cuando les dije en inglés:

-No os sorprendáis por mi aspecto. Tal vez tenéis un amigo más cerca de lo que suponéis.

-Debe ser un enviado del cielo -dijo uno de ellos con gravedad, quitándose el sombrero-, pues nuestra situación es humanamente insalvable.

-Toda ayuda viene del cielo, señor -le dije-. Más ¿querríais indicarle a un extraño la manera de ayudaros? Me parecéis muy desdichados. Os he visto desembarcar y he visto a uno de ellos levantar su sable para mataros.

El pobre hombre temblaba con el rostro bañado en lágrimas y mirándome atónito respondió:

-¿Estoy hablando con un dios o. con un hombre? En verdad, ¿sois un hombre o un ángel?

-No temáis por eso, señor, Si Dios hubiese enviado a un ángel para ayudaros, habría venido mejor vestido y armado de otra manera. Os ruego que os tranquilicéis. Soy un hombre inglés y estoy dispuesto a ayudaros. Ya podéis verlo, solo tengo un criado pero tenemos armas y municiones. Mas decidme francamente, ¿podemos serviros? ¿Cuál es vuestra situación?

-Nuestra situación, señor, es demasiado complicada para contárosla cuando nuestros asesinos están tan cerca pero, en pocas palabras, os diré que yo era el comandante de ese barco y mis hombres se amotinaron contra mí. Han estado a punto de matarme y, finalmente, me han traído a este lugar desierto con mis dos hombres, uno es mi segundo de abordo y el otro, un pasajero. Esperan dejarnos morir en este lugar que creen deshabitado y aún no sabemos, qué pensar.


¿Dónde están esos animales, vuestros enemigos? -le pregunté-, ¿sabéis hacia dónde han ido?

-Están allí, señor -me respondió, señalando un grupo de árboles-. Mi corazón tiembla de miedo de que nos hayan visto y escuchado hablar. Si es así, seguramente, nos matarán.

-¿Tienen armas de fuego? -le pregunté.

-Solo dos mosquetes y uno de ellos está en la chalupa -respondió.

-Pues bien dije-, entonces, yo me encargo del resto. Como están dormidos, será fácil matarlos, aunque, ¿no sería mejor hacerlos prisioneros?

Me dijo que entre ellos había dos locos villanos can quienes no sería prudente tener misericordia alguna pero, tomando ciertas medidas, los demás volverían a sus deberes. Le pedí que me mostrara quiénes eran. Me dijo que no podía hacerlo a esa distancia pero que obedecería todas mis órdenes.

-Muy bien -1e dije-, retirémonos de su vista para evitar que nos oigan, por lo menos hasta que despierten y hayamos decidido qué hacer.

Gustosamente, me siguieron hasta un lugar donde los árboles nos ocultaban.

-Mirad, señor -le dije-, si yo me arriesgo para salvaros a todos, ¿estáis dispuestos a cumplir dos condiciones?

Se anticipó a mis palabras y me dijo que tanto él como su nave, si la recuperábamos, se pondrían incondicionalmente bajo mi mando y mis órdenes. Si no podíamos recuperar la nave, viviría y moriría a mi lado en cualquier parte del mundo donde quisiera llevarlo. Los otros dos hombres dijeron lo mismo.


-Bien -dije-, mis condiciones son dos. En primer lugar: mientras permanezcáis en esta isla, no pretenderéis tener ninguna autoridad. Si os doy armas en algún momento, me las devolveréis cuando yo os las pida, no haréis perjuicio contra mí ni contra ninguna de mis pertenencias y estaréis sometidos a mis órdenes. En segundo lugar: si se puede recuperar el navío, nos llevaréis sin costo a mí y a mi siervo a Inglaterra.

Me dio todas las garantías que la imaginación y la buena fe humanas pudieran imaginar, tanto de cumplir con mis razonables exigencias, como de quedar en deuda conmigo por el resto de su vida.

-Bien -dije-, aquí tenéis tres mosquetes con pólvora y balas. Ahora decidme, ¿qué os parece que debemos hacer?

Me dio todas las muestras de agradecimiento que pudo y se ofreció a seguir todas mis instrucciones. Le dije que, en cualquier caso, era una operación arriesgada pero lo mejor que podíamos hacer era abrir fuego sobre ellos mientras dormían y, si alguno sobrevivía a nuestra primera descarga y se rendía, lo perdonaríamos. Atacaríamos confiando en que la Providencia Divina nos guiaría.

Me contestó con mucha humildad que, de ser posible, prefería no matar a nadie, pero si aquellos dos villanos incorregibles, que habían sido los autores del motín, lograban escapar, estaríamos perdidos, pues regresarían al barco y traerían al resto de la tripulación.

-Bien -dije-, entonces la necesidad confirma mi consejo, ya que es la única forma de salvarnos.

Mas notando que el hombre se mostraba receloso ante un derramamiento de sangre, le dije que fuese con sus compañeros y actuase como mejor le pareciese.


En medio de esta conversación, advertimos que algunos comenzaban a despertar y vimos que dos de ellos se habían puesto en pie de un salto. Le pregunté si eran los hombres, que, según me había dicho, habían organizado el motín y me dijo que no. -Entonces, dejadlos escapar -le dije-, pues parece que la Providencia los ha despertado a propósito para que se salven. Ahora bien, si los demás escapan, será por vuestra culpa.

Animado por esto, agarró el mosquete que le había dado y, con una pistola en el cinturón, avanzó con sus dos compañeros, cada uno de los cuales llevaba un arma en la mano. Los dos hombres que iban delante hicieron algún ruido y uno de los marineros se volvió. Viéndolos acercarse, comenzó a gritarles a los demás pero ya era demasiado tarde, pues, tan pronto comenzó a gritar, abrieron fuego; me refiero a los dos hombres, pues el capitán, prudentemente, reservaba su carga. Apuntaron con tanta precisión a los hombres que conocían, que uno de ellos cayó muerto en el acto y el otro quedó gravemente herido. Este intentó incorporarse y empezó a gritar, llamando a los otros para que viniesen a socorrerlo. Mas el capitán se le acercó y le dijo que era muy tarde para pedir auxilio y que más le convenía pedirle perdón a Dios por su traición. Diciendo estas palabras, lo derribó de un culatazo de su mosquete de modo que no pudo volver a hablar nunca más. Había tres más en el grupo y uno de ellos estaba levemente herido. Entonces, me aproximé y, cuando vieron el peligro y que era en vano resistirse, suplicaron misericordia. El capitán les dijo que les perdonaría la vida si le aseguraban que se arrepentían de la traición que habían cometido y le juraban lealtad para recuperar el barco y llevarlo a Jamaica, de donde habían zarpado. Le dieron todas las muestras de sinceridad que pudieron y, como él estaba dispuesto a creerles y a perdonarles la vida, no me opuse pero exigí que permanecieran atados de pies y manos mientras estuviesen en la isla.

Mientras tanto, envié a Viernes a la chalupa con el segundo de abordo y le ordené que la asegurara y trajera los remos y la vela, En eso los otros tres hombres, que se habían ido en otra dirección (felizmente para ellos) regresaron al escuchar los disparos y, al ver a su capitán, que antes había sido su prisionero, convertido en vencedor, accedieron a ser atados como los demás y, así, nuestra victoria fue total.