15
Robinson Crusoe
de Daniel Defoe
16

16

Al cabo de un largo viaje, llegamos a Inglaterra el 11 de junio de 1687, después de treinta y cinco años de ausencia. Cuando llegue a Inglaterra era un perfecto desconocido, como si nunca hubiese vivido allí. Mi benefactora y fiel tesorera, a quien había encomendado todo mi dinero, estaba viva pero había padecido muchas desgracias. Había enviudado por segunda vez y vivía en la pobreza. La tranquilice respecto a lo que me debía y le aseguré que no le causaría ninguna molestia, sino al contrario, en agradecimiento por sus pasadas atenciones y su lealtad, la ayudaría en la medida que me lo permitiera mi pequeña fortuna, lo cual no implicaba que pudiese hacer gran cosa por ella. No obstante, le juré que nunca olvidaría su antiguo afecto por mí y así lo hice cuando estuve en condiciones de ayudarla, cómo se verá en su momento.

Me dirigí a Yorkshire; pero mi padre, mi madre y el resto de mi familia había muerto, excepto dos hermanas y dos hijos de uno de mis hermanos. Cómo no habían tenido noticias mías, después de tantos años, me, creían muerto y no me habían guardado nada de la herencia. En pocas palabras, no encontré apoyo ni auxilio y el pequeño capital que tenía, no era suficiente para establecerme,

No obstante, recibí una muestra de agradecimiento que no esperaba. El capitán del barco, al que había salvado felizmente junto con el navío y todo su cargamento, les contó a sus propietarios, con lujo de detalles, la extraordinaria forma en que yo había salvado sus bienes. Estos. me invitaron á reunirme con ellos y con otros mercaderes interesados y, después de muchos agradecimientos por lo que había hecho, me obsequiaron con casi doscientas libras esterlinas.

Me puse a reflexionar en las circunstancias de mi vida y en lo poco que tenía para establecerme en el mundo. Entonces decidí viajar a Lisboa para ver si podía obtener alguna información sobre mi plantación en Brasil y enterarme de lo que había sido de mi socio, que al cabo de tantos años, me habría dado por muerto.

Con esta idea, me embarqué rumbo a Lisboa, a donde llegué en abril del año siguiente. Mi siervo Viernes me acompañaba fielmente en todas estas andanzas y demostró ser el servidor más leal del mundo en todo momento.

Cuando llegué a Lisboa, y después de hacer algunas averiguaciones, encontré a mi viejo amigo, el capitán del barco que me rescató la primera vez en las costas de África. Ahora era un anciano y había abandonado el mar, dejando a su hijo, que ya no era un jovenzuelo, a cargo del barco con el que aún traficaba en Brasil. El viejo no me reconoció y en verdad, tampoco yo pude reconocerlo pero inmediatamente lo recordé, así como él me recordó a mí cuándo le dije quién era.


Después de algunas expresiones de mutuo afecto, le pregunté, como era de esperarse, por mi plantación y mi socio. El viejo me dijo que no había viajado a Brasil en nueve años pero podía asegurarme que la última vez que había estado allí, vio a mi socio con vida, aunque aquellos a los que había dejado a cargo de administrar mis intereses habían muerto. No obstante, suponía que podía recibir cuenta exacta de mi plantación pues, creyéndome muerto, mis administradores habían dado relación de la producción de mi parte al procurador fiscal, que tomaría posesión de ella, en caso de que yo no volviera nunca a reclamarla, dándole una tercera parte al rey y las otras dos terceras partes al monasterio de San Agustín, para ayudar a los pobres y a la conversión de los indios al catolicismo. Mas, si yo la reclamaba o alguien en mi nombre lo hacía, se me restituiría completamente con excepción de los intereses o rentas anuales, que estaban destinados para la caridad y no podían ser reembolsados. Me aseguró que tanto el intendente del rey (de sus tierras) como el proveedor o encargado del monasterio, se habían ocupado de que el titular, es decir, mi socio, les rindiera cuentas anualmente de los beneficios de la plantación, de la cual había apartado, con escrupuloso celo, la mitad que me correspondía.

Le pregunté si sabía cuánto había crecido mi plantación, si le parecía que valía la pena reclamarla o si, por el contrario, solo encontraría obstáculos para recuperar lo que justamente me correspondía.

Me dijo que no podía decirme con exactitud cuánto había crecido mi plantación pero sabía con certeza que mi socio se había hecho muy rico, con solo la mitad y que, según creía recordar, la tercera parte del rey, que, al parecer, le había sido otorgada a otro monasterio o comunidad religiosa, producía unos doscientos moidores al año. En cuanto a la posibilidad de recuperar mis derechos sobre la plantación, estaba seguro de que lo conseguiría pues mi socio, que aún vivía, podía dar fe de mis títulos, que estaban inscritos a mi nombre en el catastro de los propietarios del país. También me dijo que los sucesores de mis dos administradores eran gente honrada y muy rica y que, según pensaba, no solo me ayudarían a recuperar mis posesiones sino que, además, me entregarían una considerable cantidad de dinero por los beneficios producidos en mi plantación durante el tiempo que sus padres la habían administrado antes de la cesión, que debieron ser unos doce años.

Me mostré un poco preocupado e inquieto ante este relato y le pregunté al viejo capitán por qué mis administradores habían dispuesto en esa forma de mis bienes, cuando él sabía que yo había dejado un testamento, que lo declaraba a él, el capitán portugués, mi heredero universal.


Me respondió que aquello era cierto pero que, no estando lo suficientemente seguro de mi muerte, no podía actuar como ejecutor testamentario hasta que tuviese una prueba fehaciente de ella. Además, no había querido inmiscuirse en un asunto que estaba en un lugar tan remoto. No obstante, había registrado el testamento, haciendo constar sus derechos y, en caso de haber sabido con certeza que había muerto, hubiese actuado por medio de un procurador para tomar posesión del ingenio, como llamaban a las haciendas azucareras, y le habría dado a su hijo, que ahora se hallaba en Brasil, poder para hacerlo.

-Pero -agregó el anciano-, tengo que daros otra noticia que quizás no sea tan agradable como las otras y es que, creyéndoos muerto, vuestro socio y sus administradores se ofrecieron a pagarme, en vuestro nombre, los beneficios de los primeros seis u ocho años, los cuales recibí. Mas, como en aquel momento se hicieron grandes gastos para aumentar la producción, construir un ingenio y comprar esclavos, la ganancia no fue tan elevada como después. Debo, daros, empero, cuenta precisa de todo lo que he recibido y de la forma en que he dispuesto de ello.

Al cabo de varios días de conversaciones con este viejo amigo, me trajo la cuenta de los pagos por los primeros seis años de ingresos de la plantación, firmada por mi socio y los administradores, que siempre se efectuó en especias tales como rollos de tabaco, toneles de azúcar, ron, melaza, etc., que son los bienes que produce una plantación de azúcar. Por esta cuenta, descubrí que los ingresos aumentaban considerablemente por año aunque, según se ha dicho, como el desembolso inicial fue grande, las primeras cuentas eran bajas. No obstante, el anciano me dijo que me debía cuatrocientos setenta moidores de oro, aparte de sesenta toneles de azúcar y quince rollos dobles de tabaco, que se habían perdido en un naufragio que sufrió en el camino de vuelta a Lisboa hacía once años.

El buen hombre comenzó entonces a lamentarse de sus desgracias, que lo habían forzado a utilizar mi dinero para cubrir sus pérdidas y comprar una participación en un nuevo navío.

-Empero, mi viejo amigo -dijo el anciano-, no careceréis de recursos y tan pronto regrese mi hijo, quedaréis plenamente satisfecho.

Diciendo esto, sacó una vieja bolsa y me entregó, a modo de garantía, ciento sesenta y seis moidores de oro portugueses y los títulos de derechos sobre el navío en el que había ido su hijo a Brasil, del cual poseía una cuarta parte de las participaciones y su hijo, una más.


Me sentí tan conmovido por la honestidad y la amabilidad del pobre viejo, que no pude resistirlo y, recordando todo lo que había hecho por mí cuando me rescató del mar, su trato generoso y, sobre todo, su sinceridad en este momento, apenas podía contener las lágrimas ante sus palabras. Por tanto, le pregunté, en primer lugar, si sus circunstancias le permitían prescindir de tanto dinero de una vez sin que se viese perjudicado. Me contestó que le quebrantaría un poco pero que el dinero era mío y, posiblemente, lo necesitaría más que él.

Todas las palabras del pobre hombre estaban tan cargadas de afecto, que yo apenas podía contener las lágrimas, Resumiendo, tomé cien moidores y le pedí una pluma y tinta para firmar un recibo. Le devolví el resto y le dije que si algún día recuperaba la plantación, se lo devolvería, como en efecto, hice después. Respecto a los títulos de derechos sobre el navío; no podía aceptarlos bajo ninguna circunstancia pues, si alguna vez necesitaba el dinero, sabía que él era lo suficientemente honrado como para pagármelo y si, por el contrario, recuperaba lo que él me había dado esperanzas de recuperar, jamás le pediría un centavo.

Entonces, el anciano me preguntó si podía hacer algo para ayudarme a reclamar mi plantación. Le dije que pensaba ir personalmente. Me respondió que le parecía razonable pero que no había necesidad de que hiciera un viaje tan largo para reclamar mis derechos y recuperar mis ganancias. Como había muchos barcos en el río de Lisboa, listos para zarpar hacia Brasil, inmediatamente me hizo escribir mi nombre en un registro público, junto con una declaración jurada que aseguraba que yo estaba vivo y era la misma persona que había comprado la tierra para cultivar dicha plantación.

Regularizamos la declaración ante un notario y me recomendó agregar un poder legalizado y enviarlo todo con una carta, de su puño y letra, a un comerciante conocido suyo, que vivía allí. Después me propuso que me hospedara en su casa hasta tanto llegase la respuesta.

Jamás se realizó trámite más honorable que este, pues, en menos de siete meses, me llegó un paquete de parte de los herederos de mis difuntos administradores, por cuenta de quienes me había embarcado, que contenía los siguientes documentos y cartas:

En primer lugar, el informe de la producción de mi hacienda o plantación durante los seis años que sus padres habían saldado con mi viejo capitán portugués. El balance daba un beneficio de mil ciento setenta y cuatro moidores a mi favor.


En segundo lugar, el informe de los cuatro años siguientes, durante los cuales, los bienes habían permanecido en su poder antes de que el gobierno reclamase su administración, por ser los bienes de una persona desaparecida; lo que ellos llamaban, muerte civil. Dado el aumento en el valor de la plantación, el balance de dicha cuenta era de treinta y ocho mil ochocientos noventa y dos cruzeiros, que equivalen a tres mil doscientos cuarenta y un moidores.

En tercer lugar, el informe del prior de los agustinos que había recibido los beneficios de mis rentas durante más de catorce años. No teniendo que reembolsar lo que había sido utilizado a favor del hospital, honestamente declaraba que aún le quedaban sin distribuir ochocientos setenta y dos moidores que me pertenecían. De la parte del rey, nada me fue reembolsado.

Había, además, una carta de mi socio en la que me felicitaba muy afectuosamente por estar vivo y me informaba del desarrollo de la plantación, los beneficios anuales, su ex tensión en acres cuadrados y los esclavos que trabajaban en ella. Al final de la carta, había trazado veintidós cruces como señales de bendición que correspondían a los veintidós Ave Marías que había rezado a la Virgen por haberme rescatado con vida. Me invitaba a que fuera personalmente a tomar posesión de mi propiedad o que, al menos, le dijera a quién entregarle mis efectos si no lo hacía. Finalmente, me enviaba muchos saludos afectuosos de su parte y de su familia y un regalo: siete hermosas pieles de leopardo, que, sin duda, había recibido de África, en algún barco fletado por él y que, al parecer, habían hecho un mejor viaje que el mío. Me mandó, además, cinco cajas de excelentes confituras y un centenar de piezas de oro sin acuñar, un poco más pequeñas que los moidores.

En el mismo barco llegaron, por parte de mis administradores, mis doscientas cajas de azúcar, ochocientos rollos de tabaco y el resto de la cuenta en oro.

Podría decirse que el final de la historia de Job fue mejor que el principio. Resulta imposible explicar mi emoción cuando leí aquellas cartas y, en especial, cuando me vi rodeado de toda mi fortuna y, dado que los navíos brasileños navegan en flotas, los mismos barcos que me trajeron las cartas, trajeron mis bienes, que estaban a salvo en el río antes de que las cartas llegaran a mis manos. En pocas palabras, me puse pálido, me mareé y si el anciano no me hubiese traído un poco de licor, con toda certeza habría caído muerto de la emoción en el acto.


Incluso, al cabo de unas horas, seguía sintiéndome mal y llamaron a un médico que, conociendo en parte la causa real de mi malestar, me prescribió una sangría, luego de la cual, comencé a recuperarme y a sentirme mejor. Creo que si no hubiese sido por el alivio que me causó esto, habría muerto. De pronto, me había convertido en dueño de casi cinco mil libras esterlinas en moneda y tenía lo que podría llamarse un estado en Brasil, que me dejaba una renta de mil libras al año y era tan seguro como cualquier estado en Inglaterra. En pocas palabras, me hallaba en una situación que apenas podía comprender ni sabía cómo disfrutar.

Lo primero que hice fue recompensar a mi antiguo benefactor, mi viejo y buen capitán, que había sido caritativo conmigo en mi desesperación, amable al principio y honesto al final. Le mostré todo lo que había recibido y le dije que, después de la Providencia celestial, que dispone todas las cosas, todo se lo debía a él. Ahora me correspondía a mí darle una recompensa, que sería cien veces mayor que lo que me había dado. Primero le entregué los cien moidores que había recibido de él. Entonces, hice llamar a un notario y le ordené que redactara un descargo, lo más clara y detalladamente posible, por los cuatrocientos setenta moidores que me debía, según lo había reconocido. A continuación, di una orden para que se le entregara un poder como recaudador de las rentas anuales de mi plantación, indicándole a mi socio que llegara a un acuerdo con el viejo capitán para que le enviase por barco, a mi nombre, lo producido. En la última cláusula, ordené que se le pagara una renta anual de cien moidores y otra de cincuenta moidores anuales a su hijo. De esta forma, recompensé a mi viejo amigo.

Ahora tenía que decidir qué rumbo tomar y qué hacer con el estado que la Providencia había puesto en mis manos. En realidad, en este momento eran muchas más las preocupaciones que cuando llevaba una vida solitaria en la isla, donde no deseaba nada que no tuviese ni tenía nada que no desease. Ahora, en cambio, tenía un gran peso sobre los hombros y mi problema era buscar la forma de asegurarlo. No disponía de una cueva donde esconder mi dinero ni un lugar donde pudiera dejarlo sin llave o cerrojo para que se enmoheciera antes de que alguien pudiera utilizarlo. Todo lo contrario, ahora no sabía dónde ponerlo ni a quién confiárselo. Mi viejo patrón, el capitán, era un hombre honesto y el único refugio que tenía.

En segundo lugar, mis intereses en Brasil parecían reclamar mi presencia pero no podía ni pensar en marcharme antes de haber arreglado todos mis asuntos y dejado mis bienes en buenas manos. Al principio, pensé en mi vieja amiga, la viuda, que siempre había sido honesta conmigo y seguiría siéndolo. Mas, estaba entrada en años, pobre y, según me parecía, endeudada. No me quedaba otra alternativa que regresar a Inglaterra llevando mis riquezas conmigo.

No obstante, tardé unos meses en resolver este asunto y, habiendo recompensado plenamente y a su entera satisfacción a mi capitán, mi antiguo benefactor, comencé a pensar en la pobre viuda, cuyo marido había sido mi primer protector. Incluso ella, mientras pudo, había sido una leal administradora y consejera. Así, pues, le pedí a un mercader de Lisboa que le escribiera una carta a su corresponsal en Londres, indicándole que, no solo le entregase una letra a aquella mujer, sino que, además, le diese cien libras en moneda y la visitase y consolase en su pobreza, asegurándole que yo la ayudaría mientras viviese. Al mismo tiempo, le envié cien libras a cada una de mis hermanas, que vivían en el campo, pues, aunque no padecían necesidades, tampoco vivían en las mejores condiciones; una se había casado y enviudado y la otra tenía un marido que no era tan generoso con ella como debía.


Sin embargo, no hallaba entre todos mis amigos y conocidos alguien a quien confiarle el grueso de mis bienes, a fin de poder viajar a Brasil, dejando todo asegurado. Esto me producía una gran perplejidad.

Alguna vez había pensado viajar a Brasil y establecerme allí, pues estaba, como quien dice, acostumbrado a aquella región. Pero tenía ciertos escrúpulos religiosos que irracionalmente me disuadían de hacerlo, a los cuales haré referencia. En realidad, no era la religión lo que me detenía, pues si no había tenido reparos en profesar abiertamente la religión del país mientras vivía allí, no iba a tenerlos en estos momentos. Simplemente, ahora pensaba más en dichos asuntos que antes y, cuando imaginaba vivir y morir allí, me arrepentía de haber sido papista, pues tenía la convicción de que esta no era la mejor religión para bien morir.

No obstante, como he dicho, este no era el mayor inconveniente para viajar a Brasil, sino el no saber a quién confiarle mis bienes. Finalmente, resolví viajar con todas mis pertenencias a Inglaterra, donde esperaba encontrar algún amigo o pariente en quien pudiese confiar. Así, pues, me preparé para viajar a mi país con toda mi fortuna.

A fin de preparar las cosas para mi viaje a casa, y puesto que la flota estaba a punto de zarpar rumbo a Brasil, decidí responder a los informes tan precisos y fieles que había recibido. En primer lugar, le escribí una carta de agradecimiento al prior de San Agustín por su justa administración y le ofrecí los ochocientos setenta y dos moidores de los que aún no había dispuesto para que los distribuyera de la siguiente forma: quinientos para el monasterio y trescientos setenta y dos para los pobres, según lo estimara conveniente. Aparte de esto, le expresé mis deseos de contar con las oraciones de los buenos padres.

Luego le escribí una carta a mis dos administradores, reconociendo plenamente su justicia y honestidad. En cuanto a enviarles algún regalo, estaban más allá de cualquier necesidad.

Por último, le escribí a mi socio, agradeciéndole su diligencia en el mejoramiento de mi plantación y su integridad en el aumento de la producción. Le di instrucciones para el futuro gobierno de mi parte según los poderes que le había dejado a mi antiguo patrón, a quien deseaba que se le enviase todo lo que se me adeudaba, hasta nuevo aviso y le aseguré que, no solo iría a verlo, sino a establecerme allí por el resto de mi vida. A esto añadí unas hermosas sedas italianas para su mujer y sus dos hijas, pues el hijo del capitán me había hablado de su familia, y dos piezas del mejor paño inglés que pude encontrar en Lisboa, cinco piezas de frisa negra y algunas puntillas de Flandes de mucho valor.


Tras poner en orden mis negocios y convertir mis bienes en buenas letras de cambio, aún me faltaba decidir cómo llegar a Inglaterra. -Me había acostumbrado al mar pero, esta vez, sentía cierto recelo de regresar a Inglaterra por barco y, aunque no era capaz de explicar el porqué, la aversión fue aumentando de tal modo, que no una, sino dos o tres veces, cambié de parecer e hice desembarcar mi equipaje.

La verdad es que había sido muy desafortunado en el mar y, tal vez, esta era una de las razones. Pero en circunstancias como la mía, ningún hombre debería desdeñar los impulsos de sus pensamientos más profundos. Dos de los barcos que había escogido para viajar -y digo dos porque a uno de ellos hice conducir mis pertenencias y, en el otro, incluso llegué a apalabrar el viaje con el capitán-, sufrieron terribles percances. Uno de ellos fue tomado por los argelinos y el otro naufragó en Start, cerca de Torbay y todos los que iban a bordo murieron, excepto tres hombres. Así, pues, en cualquiera de estos navíos, hubiese padecido miserias y sería difícil decir en cuál hubieran sido peores.

Acosado por estos pensamientos, mi antiguo patrón, a quien le contaba todo lo que me sucedía, me recomendó encarecidamente que no fuera por mar sino por tierra hasta La Coruña, que atravesara la bahía de Vizcaya hasta La Rochelle, que siguiera por tierra hasta París, que era un viaje seguro y fácil de hacer y, de ahí pasara a Calais y Dover. También podía llegar hasta Madrid y hacer el viaje por tierra hasta Francia.

En pocas palabras, estaba tan predispuesto contra el mar, que decidí hacer todo el trayecto por tierra, con la excepción del paso de Calais a Dover. Como no tenía prisa ni me importaban los gastos, realmente era la forma más placentera de hacer el viaje. Y, para hacerlo más agradable, mi viejo capitán me presentó a un caballero inglés, hijo de un comerciante de Lisboa, que estaba dispuesto a viajar conmigo. Más tarde, se nos unieron dos mercaderes ingleses y dos jóvenes caballeros portugueses, que solo viajaban hasta París. En total éramos seis y cinco criados; los dos mercaderes ingleses y los dos jóvenes portugueses se contentaron con un criado por pareja, a fin de ahorrar en los gastos, y yo llevaba a un marinero inglés para que me sirviera, aparte de mi siervo Viernes, que por ser extranjero, no estaba capacitado para servirme en el camino.

De este modo, salí de Lisboa y, como estábamos todos bien montados y armados, formábamos una pequeña tropa, de la cual tuve el honor de ser designado capitán, no solo por ser el mayor, sino porque tenía dos criados y era el promotor del viaje.

Así como no he querido aburriros con mi diario de mar, tampoco quisiera hacerlo con el de tierra, aunque durante este largo y difícil trayecto, nos acontecieron algunas aventuras que no debo omitir.

Cuando llegamos a Madrid, siendo todos extranjeros en España, decidimos quedarnos algún tiempo para ver las cortes de España y todo aquello que fuese digno de verse. Como estábamos a finales del verano, decidimos apresurarnos y salimos de Madrid hacia mediados de octubre. En la frontera con Navarra, en varios pueblos nos dijeron que había caído tal cantidad de nieve en el lado francés de las montañas, que muchos viajeros se habían visto obligados a regresar a Pamplona, después de haber intentado proseguir su camino con grandes riesgos.

Cuando llegamos a Pamplona, confirmamos lo que nos habían dicho. A mí, que siempre había vivido en un clima cálido, en el cual apenas podía tolerar las ropas, el frío se me hacía insoportable. En realidad, a todos nos resultaba más penoso que sorprendente sentir el viento de los Pirineos, tan frío e intolerable, que amenazaba con congelarnos las manos y los pies; sobre todo, cuando hacía apenas diez días que habíamos salido de Castilla la Vieja, donde no solo hacía buen tiempo, sino calor.

El pobre Viernes se asustó verdaderamente cuando vio aquellas montañas, cubiertas de nieve y sintió el frío, pues eran cosas que jamás había visto ni sentido en su vida.

Para empeorar las cosas, cuando llegamos a Pamplona, siguió nevando con tanta violencia e intensidad, que la gente decía que el invierno se había adelantado. Los caminos, que de por sí eran difíciles, se volvieron intransitables. En pocas palabras, la nieve era tan densa en ciertos lugares, que resultaba imposible pasar y, como no se había endurecido, como en los países septentrionales, se corría el riesgo de morir enterrado en vida a cada paso. Permanecimos no menos de veinte días en Pamplona, donde advertimos que se aproximaba el invierno y que el tiempo no iba a mejorar, pues se trataba del invierno más severo que podía recordarse en toda Europa. Propuse que fuésemos a Fuenterrabía y de allí, tomásemos el barco para Burdeos, que solo era una travesía corta por mar.


Mas, mientras deliberábamos sobre esta posibilidad, llegaron cuatro caballeros franceses que se habían visto obligados a detenerse en el lado francés, como nos había ocurrido a nosotros en el lado español. En el camino, habían dado con un guía, con el que, atravesando la región cercana a Languedoc, habían cruzado las montañas por senderos en los que la nieve no resultaba demasiado incómoda. A pesar de que habían encontrado mucha nieve en el camino, según decían, estaba lo suficientemente dura como para soportar su peso y el de sus caballos.

Fuimos a buscar al guía, que se comprometió a llevarnos por el mismo camino sin peligro de la nieve, contando con que fuésemos bien armados para protegernos de los anima les salvajes, pues, según nos dijo, no era extraño encontrar lobos hambrientos y rabiosos al pie de las montañas cuando caía una gran nevada. Le dijimos que íbamos bien armados para enfrentarnos a semejantes criaturas pero debía asegurarnos que él nos protegería de una especie de lobos de dos piernas, que, según nos habían dicho, rondaban por el lado francés de las montañas y eran harto peligrosos.

Nos aseguró que en ese sentido no teníamos nada que temer, en el camino por el que nos iba a llevar. Inmediatamente acordamos seguirlo y lo mismo hicieron otros doce caballeros, con sus sirvientes, franceses y españoles, que, como he dicho, se habían visto obligados a retroceder.

Así, pues, salimos de Pamplona con nuestro guía el 15 de noviembre. Me llamó la atención que, en lugar de conducirnos hacia delante, nos hiciera retroceder cerca de veinte millas por el mismo camino que habíamos recorrido al salir de Madrid. Después de cruzar dos ríos y llegar a la llanura, nos encontramos nuevamente un clima templado y un paisaje agradable sin nada de nieve. Mas nuestro guía, girando súbitamente a la izquierda, nos condujo hacia las montañas por otra ruta. Y, aunque los montes y los precipicios nos parecían aterradores, nos hizo dar tantas vueltas, serpentear y recorrer caminos tan tortuosos, que sin apenas advertirlo, cruzamos las elevadas montañas, sin que la nieve nos importunase. De pronto, nos señaló las agradables y fértiles regiones de Languedoc y Gascuña, que estaban verdes y florecidas. No obstante, nos hallábamos a gran distancia de ellas y aún nos quedaba un camino difícil por recorrer.

Nos intranquilizamos un poco cuando vimos que nevó todo un día y una noche, con tanta fuerza que no pudimos seguir. El guía nos dijo que nos tranquilizáramos porque en poco tiempo saldríamos de esto y, en efecto, a medida que íbamos bajando, podíamos ver que nos dirigíamos cada vez más hacia el norte. Por lo tanto, proseguimos el camino confiados en nuestro guía.


Dos horas antes de que cayera la noche, nuestro guía iba a tal distancia delante de nosotros que no podíamos verlo. De repente, tres monstruosos lobos y, tras ellos, un oso, saltaron desde una zanja que se prolongaba hacia un bosque muy frondoso. Dos de los lobos se precipitaron sobre él, que si se hubiese encontrado más lejos de nosotros habría sido devorado sin que pudiésemos socorrerlo. Uno de ellos se lanzó sobre su caballo y el otro lo atacó con tanta violencia que no tuvo tiempo ni tino para utilizar sus armas, limitándose tan solo a gritar con todas sus fuerzas. Le ordené a mi siervo Viernes, que estaba a mi lado, que fuera a galope para ver qué ocurría. Tan pronto divisó al hombre, comenzó a gritar con tanta fuerza como aquél:

-¡Oh, amo! ¡Oh, amo! -y valientemente galopó hasta donde estaba el pobre hombre y le disparó en la cabeza al lobo que estaba atacándolo.

Por suerte para el pobre hombre, fue mi siervo Viernes el que acudió a socorrerlo, pues estaba acostumbrado a ver animales de este tipo en su país, por lo que se acercó sin miedo y disparó con puntería. Otro, tal vez, habría disparado de lejos, a riesgo de no herir al lobo sino al hombre. Pero incluso alguien más valiente que yo se habría asustado ante esto, como en efecto sucedió, pues toda la compañía se inquietó cuando, después del disparo de Viernes, comenzamos a oír por todas partes unos tremebundos aullidos que, redoblados por el eco de las montañas, parecían provenir de una descomunal jauría de lobos. Lo más probable es que no fueran pocos, por lo que nuestros temores estaban justificados.

No obstante, cuando Viernes mató al lobo, el otro, que se había lanzado sobre el caballo, abandonó su presa de inmediato y huyó. Por suerte, se había abalanzado sobre la cabeza del caballo y sus fauces se habían enganchado en las bridas, de manera que no le hizo demasiado daño. El hombre, en cambio, estaba gravemente herido, pues el furioso animal lo había mordido dos veces en el brazo y otra en la pierna, por encima de la rodilla, y estaba a punto de ser derribado del pobre caballo espantado cuando Viernes le disparó al lobo.

Es fácil suponer que, al sonido del disparo de Viernes, apuramos el paso por el camino (que era bastante tortuoso) para ver qué ocurría. Apenas pasamos los árboles que nos entorpecían la vista, pudimos ver claramente lo que había ocurrido y cómo Viernes había salvado al pobre guía, aunque no podíamos precisar qué tipo de animal había matado.


Pero jamás se vio una lucha más feroz y sorprendente, que la que se produjo entre Viernes y el oso, que (después de tomarnos por sorpresa y asustarnos) nos brindó un espectáculo inmejorable. El oso es una fiera lenta y pesada, por lo que no puede correr como el lobo, que, en cambio, es ágil y liviano. Por esta razón, generalmente tiene dos patrones de acción. En primer lugar, el hombre no es su presa habitual, y digo habitual porque nunca se sabe qué puede hacer cuando está hambriento, como era el caso en este momento que todo el suelo estaba cubierto de nieve. Digo, pues, que no suele atacar al hombre, a menos que este lo ataque primero; todo lo contrario, cuando alguien se encuentra con un oso en el bosque, si no lo provoca, él no le hará nada; pero hay que ser muy cuidadoso y cederle el camino pues es un caballero muy quisquilloso que no desviará su ruta ni ante un príncipe. Más aún, si se le tiene miedo, lo más conveniente es mirar hacia otro lado y proseguir la marcha, pues si, por casualidad, uno se detiene y lo mira fijamente, lo considerará una ofensa. Si, desgraciadamente, se le arroja cualquier cosa que tan solo lo roce, aunque sea una rama más delgada que un dedo, se sentirá ultrajado y abandonará todo lo que esté haciendo para vengarse, pues querrá resarcir su honra en el acto. Esta es su primera característica. La segunda es que, si le ofendes una vez, te perseguirá día y noche sin tregua hasta vengarse de ti.

Mi siervo Viernes había salvado a nuestro guía y, cuando finalmente llegamos hasta él, lo estaba ayudando a bajar del caballo, pues el hombre estaba herido y asustado, tal vez lo segundo más que lo primero. De repente, advertimos que el oso más monstruoso y descomunal del mundo, al menos el más grande que jamás hubiera visto yo, salía del bosque. Nos quedamos sorprendidos ante su presencia mas, cuando Viernes lo vio, se mostró claramente alegre y arrojado.

-¡Oh, oh, oh! -dijo Viernes tres veces seguidas, apuntándolo con el dedo-. Amo, dame permiso. Le doy la mano y te hago reír.

Me quedé perplejo de ver al muchacho tan animado.

-¿Estás loco? -le pregunté-. Te va a devorar.

-¿Devorar mí? ¿Devorar mí? -repitió Viernes-, yo devorar él. Yo hago reír. Todos se quedan aquí. Yo hago reír.

Se sentó en el suelo, se quitó las botas rápidamente y se puso un par de zapatos que llevaba en el bolso. Le entregó su caballo a mi otro criado y, armado con su fusil, salió corriendo como el viento.


El oso proseguía su camino tranquilamente, sin pensar en atacar a nadie, hasta que Viernes, ya muy cerca de él, se puso a llamarlo como si el animal pudiese entenderlo.

-¡Oye, oye! ¡Hablo contigo!

Seguimos a Viernes a cierta distancia pues, habiendo descendido los montes gascones, nos hallábamos en un valle despejado, en el que solo había algunos árboles dispersos aquí y allá.

Viernes estaba, como he dicho, detrás del oso. Rápidamente, se llegó hacia donde estaba y, tomando una piedra, se la lanzó, dándole en la cabeza pero sin hacerle más daño que si la hubiese lanzado contra una pared. No obstante, logró el efecto deseado, pues el muy bandido, sin el más mínimo temor, tan solo pretendía que el oso lo persiguiera para hacernos reír.

Tan pronto sintió la pedrada y lo vio, el oso se dio la vuelta y comenzó a perseguirlo con unas zancadas largas y diabólicas, moviéndose irregularmente, a la velocidad del trote de un caballo. Viernes comenzó a correr y se encaminó hacia nosotros, como pidiendo socorro, así que decidimos dispararle al oso todos a la vez, para salvar a mi siervo. Yo estaba furioso con Viernes por haber atraído el oso hacia nosotros, cuando el animal no tenía intenciones de atacarnos, y luego salir corriendo en otra dirección. Le grité:

-Perro, ¿es esta tu manera de hacernos reír? ¡Ven aquí y coge tu caballo para que podamos dispararle al oso!

Me oyó gritar y respondió:

-¡No dispares! ¡No dispares! Tranquilos. Se ríen mucho.

Por cada paso del oso, el ágil muchacho daba dos y, así, giró de repente muy cerca de nosotros y nos hizo señas para que le siguiéramos. Viendo un enorme roble, como puesto allí para sus propósitos, se subió a él, dejando el fusil en el suelo a cinco o seis yardas de allí.


Mientras nosotros los seguíamos a cierta distancia, el oso llegó al árbol rápidamente. Lo primero que hizo fue acercarse al fusil y olisquearlo mas no tardó en abandonar lo. Se agarró del tronco del árbol y comenzó a trepar como un gato, a pesar de su tamaño. Yo estaba perplejo ante la locura de mi siervo y no veía el menor motivo de risa hasta que el oso se encaramó en el árbol.

Nos acercamos y vimos que Viernes había alcanzado el extremo de una rama muy gruesa y el oso había avanzado la mitad del camino hacia él. Cuando el oso llegó a la parte más delgada de la rama, nos gritó:

-¡Ah! Mirar que enseño oso a bailar.

Se puso a saltar y a sacudir la rama, ante lo cual, el oso se puso a temblar sin atreverse a avanzar y mirando hacia atrás para ver cómo regresar. Esto en verdad nos hizo reír a carcajadas. Pero aún no había terminado la broma. Cuando Viernes advirtió que se quedaba quieto, volvió a llamarlo como si el oso entendiese el inglés.

-¿No avanzas más? Te pido que acerques.

Dejó de sacudir la rama y el oso, como si hubiese comprendido, avanzó un poco más. Entonces comenzó a saltar nuevamente y el oso se detuvo.

Pensamos que era un buen momento para dispararle a la cabeza y le grité a Viernes que se estuviese quieto para que pudiésemos hacerlo. Más nos respondió enérgicamente:

-¡Oh, ruego! ¡Oh, ruego! No dispares. Yo disparo entonces.

Quería decir después. Pero, para hacer el cuento corto, diré que Viernes bailoteaba de tal forma y el oso adoptaba unas posturas tan graciosas que nos reímos muchísimo. No obstante, todavía no sabíamos cuál era su intención pues, primero pensamos que quería tirar abajo al animal pero el oso era muy astuto y se agarraba tan fuertemente a la rama para no caer, que no teníamos idea del modo en que acabaría la broma.

En el acto, Viernes nos sacó de dudas pues, advirtiendo que el oso se mantenía aferrado a la rama y no estaba dispuesto a avanzar, le dijo:


-Bien, tú no quieres venir cerca. Yo voy cerca. Tú no vienes, yo voy.

Entonces retrocedió hasta la parte más delgada de la rama, que se doblaría con su peso y, deslizándose suavemente, se colgó de ella hasta que casi tocó el suelo con los pies. Dio un pequeño salto y corrió hasta su fusil. Lo preparó y se quedó quieto aguardando.

-Bien, Viernes -le pregunté-, ¿qué pretendes hacer ahora? ¿Por qué no le disparas?

-No disparar -me respondió-. No ahora. Si dispara ahora no mata. Yo espero y hago más reír.

Y en efecto lo logró, pues el oso, al ver que su adversario huía, retrocedió y comenzó a bajar por la rama, con mucho cuidado y mirando hacia atrás a cada paso. Luego apoyó una de las patas traseras en el tronco, se agarró fuertemente y prosiguió su descenso lentamente, apoyando solo una pata a la vez. En el preciso momento en que apoyó la primera pata en el suelo, Viernes se acercó al animal, le puso la punta del fusil en la oreja y le disparó, dejándolo muerto como una piedra.

Entonces, el muy bandido se volvió hacia nosotros para ver si nos había hecho gracia y como vio que estábamos satisfechos, se echó a reír estrepitosamente y nos dijo:

-Así nosotros matamos oso en mi país.

-¿Así los matáis? -le pregunté, pero si no tenéis fusiles.

-No -contestó-, no fusiles pero dispara flecha larga mucha.

Esto nos divirtió mucho pero nos encontrábamos en un lugar desierto, nuestro guía estaba gravemente herido y no teníamos idea de lo que debíamos hacer. Los aullidos de los lobos aún resonaban en mi cabeza y, aparte del ruido que escuché una vez en las costas de África, del que ya he hablado, jamás había oído nada que me inspirara tanto temor.


Esto y la proximidad de la noche, nos alertó. Viernes nos sugirió que le quitásemos la piel a aquel monstruoso animal, pues valía la pena conservarla, pero todavía nos quedaban tres leguas que recorrer y el guía comenzaba a mostrarse impaciente. Lo dejamos, pues, y proseguimos nuestro camino.

La tierra aún estaba cubierta de nieve, aunque ya no tan espesa ni tan peligrosa como en los montes. Las jaurías de lobos salvajes, según nos enteramos después, habían descendido al bosque y a las llanuras, acosados por el hambre, en busca de alimento. De este modo, causaron grandes estragos en las aldeas, donde tomaron por sorpresa a los campesinos y devoraron una gran cantidad de ovejas y caballos e, incluso, algunas personas.

Aún teníamos que cruzar un tramo difícil, según nos informó nuestro guía, y si había lobos en la región, seguro que los encontraríamos allí. Era una pequeña llanura, rodeada de bosques por todos lados, terminada en un largo y estrecho desfiladero, que teníamos que cruzar para poder atravesar el bosque y llegar al pueblo donde debíamos pasar la noche.

Media hora antes de la puesta del sol, llegamos al primer bosque y, al caer la noche, alcanzamos la pequeña llanura. Al principio, no nos topamos con nada, excepto en un pequeño claro, que no tendría más de un cuarto de milla de extensión, donde vimos cinco enormes lobos cruzando el camino, en fila y a gran velocidad, como si estuviesen persiguiendo una presa. Ni siquiera advirtieron nuestra presencia y pronto desaparecieron de nuestra vista.

Ante esto, nuestro guía, que dicho sea de paso era un miserable cobarde, nos ordenó estar alertas, pues creía que vendrían más lobos.

Preparamos nuestras armas y nos mantuvimos en guardia pero no volvimos a ver otro lobo hasta que atravesamos el bosque y llegamos a la llanura que estaba a media legua. Cuando llegamos a ella, pudimos ver claramente a nuestro alrededor. Lo primero que nos encontramos fue un caballo muerto, es decir, un pobre caballo que los lobos habían matado. Había al menos una docena de ellos, royendo los huesos, pues ya se habían comido toda la carne.


No nos pareció prudente molestarlos en medio de su festín y tampoco ellos se fijaron mucho en nosotros. Viernes hubiera querido dispararles pero se lo prohibí terminantemente, temiendo que la situación se nos fuera de las manos. No habíamos atravesado aún la mitad de la llanura cuando comenzamos a escuchar aullidos aterradores que provenían del bosque a nuestra izquierda. Al instante, vimos como a cien lobos que se aproximaban a nosotros en fila, con algunos líderes en la delantera, como un ejército guiado por oficiales expertos. Apenas si sabía qué hacer para enfrentarnos a ellos pero me pareció que la mejor manera de hacerlo era formando un frente cerrado, lo cual hicimos a toda velocidad. Como entre cada ráfaga de tiros no tendríamos mucho tiempo para recargar las armas, di órdenes de que solo disparase un hombre a la vez, mientras el resto se preparaba para la segunda descarga, en caso de que los lobos siguieran avanzando hacia nosotros. Los primeros en disparar no debían demorarse en volver a cargar sus armas, sino echar mano de sus pistolas, pues todos llevábamos un fusil y dos pistolas. De esta forma, podíamos disparar seis veces utilizando tan sólo la mitad de las fuerzas. No obstante, descubrimos que no teníamos por qué preocuparnos pues, al primer disparo, los lobos se detuvieron en seco, asustados tanto por el fuego como por las explosiones. Cuatro de ellos murieron de sendos disparos en la cabeza y otros apenas fueron heridos pero salieron huyendo, dejando las manchas de su sangre en la nieve. Me di cuenta de que se detenían pero no se retiraban y, recordando que una vez me habían dicho que nada ahuyentaba a las fieras como la voz humana, ordené a mi gente que gritara lo más fuertemente que pudiese. Comprobé que el consejo era acertado, pues, en el acto, los lobos comenzaron a retroceder y marcharse. Entonces, aprovechamos la oportunidad para dispararles nuevamente, lo que los obligó a huir y esconderse en el bosque.

Esto nos permitió recargar las armas y, a fin de no perder tiempo, proseguimos nuestra marcha. Más no bien habíamos recargado nuestros fusiles y nos habíamos puesto en guardia, escuchamos un estruendo en medio del bosque hacia nuestra izquierda, un poco más adelante, en el mismo camino que debíamos seguir.

La noche se aproximaba y la luz comenzaba a menguar, lo cual empeoraba las cosas. Como el ruido aumentaba, nos dábamos cuenta de que se trataba de los aullidos de aquellas criaturas diabólicas. De pronto, vimos tres tropas de lobos, una a nuestra izquierda, otra a nuestras espaldas y una tercera delante de nosotros, que nos rodeaban. No obstante, no avanzaban en nuestra dirección y, por tanto, seguimos el camino tan rápidamente como podían nuestros caballos, es decir, a trote, pues el camino era muy escabroso y no nos permitía ir más de prisa. De este modo, llegamos hasta la entrada del bosque por el que teníamos que cruzar, al final de la llanura. Más no bien comenzamos a acercarnos a la senda, nos sorprendió una jauría de lobos, que aguardaba justo a la entrada.

De pronto, escuchamos un disparo que provenía de la otra entrada del bosque. Cuando miramos en esa dirección, vimos un caballo con su silla y sus bridas, que corría como el viento, perseguido a toda velocidad por dieciséis o diecisiete lobos. Los lobos iban pisándole los cascos y el pobre animal, con toda seguridad, sería incapaz de aguantar un galope tan veloz y, finalmente, los lobos lo alcanzarían y lo devorarían; como, en efecto, ocurrió.


Entonces vimos un espectáculo aterrador, pues en la entrada del bosque por la que había salido aquel caballo, encontramos los restos de otro caballo y dos hombres que habían sido devorados por los lobos. Sin duda, uno de ellos era quien había disparado porque, junto a su cuerpo, estaba el fusil descargado. La cabeza y la parte superior de su cuerpo, ya habían sido devoradas.

Esto nos dejó espantados y sin saber el rumbo que debíamos tomar pero los lobos pusieron fin a nuestras dudas, pues comenzaron a rodearnos, para atacarnos. Estoy seguro de que serían más de trescientos lobos. Por suerte, a la salida del bosque, hallamos unos grandes árboles cortados el verano anterior y, seguramente, dejados allí para ser transportados más tarde. Dirigí mi pequeño ejército hacia estos árboles y nos colocamos en línea detrás de uno de ellos. Les ordené desmontar y atrincherarse detrás del tronco del árbol, formando un triángulo para poder atacar por tres frentes y mantener los caballos en el centro.

Así lo hicimos, e hicimos bien, pues jamás se había visto un ataque más feroz que el que nos hicieron aquellas criaturas en ese lugar. Avanzaron hacia nosotros aullando y subieron a los troncos que, como he dicho, nos servían de parapeto, como si fueran a atacar a una presa. Esta furia, al parecer, había sido ocasionada por la vista de los caballos, que estaban a nuestras espaldas y eran la presa que más les interesaba. Les ordené a mis hombres disparar como lo habíamos hecho la vez anterior. Apuntaron tan bien, que mataron varios en la primera descarga. Mas había que seguir disparando, pues avanzaban hacia nosotros como demonios y los que estaban atrás empujaban a los de adelante.

Cuando disparamos por segunda vez, pensamos que se habían detenido un poco y que huirían, pero no fue así, porque otros vinieron al ataque, de manera que nos vimos obligados a disparar nuestras pistolas dos veces más. Supongo que, en las cuatro descargas, logramos matar a diecisiete o dieciocho y herir al doble, pero los animales volvían al ataque una y otra vez.

No quería gastar nuestro último disparo a la ligera, así que llamé a mi criado, no a Viernes, que ya estaba lo suficientemente ocupado, pues con la mayor destreza imaginable había recargado mi fusil y el suyo mientras disparábamos, sino al otro criado, a quien le di un cuerno de pólvora y le ordené que la esparciera a lo largo del tronco más grueso. Así lo hizo y, no bien había regresado, cuando los lobos se dispusieron a atacar por ese lado; algunos, incluso, llegaron a saltar sobre el tronco. Entonces, apuntando con la pistola sobre la pólvora esparcida, disparé. La pólvora se incendió y todos los que estaban encima del tronco se quemaron y seis o siete cayeron, saltaron, más bien, por la intensidad del fuego. A estos los liquidamos en un momento y los demás, se asustaron tanto con el resplandor de la explosión, más intenso por la oscuridad de la noche, que se retiraron un poco.


Ordené disparar el último tiro de nuestras pistolas, después del cual, nos pusimos a gritar. Ante esto, los lobos dieron la vuelta y nosotros nos lanzamos sobre casi veinte de ellos que estaban heridos en el suelo. Los acuchillamos con nuestras espadas y obtuvimos el resultado que esperábamos pues, el resto de ellos, al oír sus lamentos y aullidos, huyeron a toda prisa y nos dejaron en paz.

En total, matamos a unos sesenta lobos y, si hubiera sido de día, habríamos matado muchos más. Despejado el campo de batalla, proseguimos nuestro camino, pues aún nos quedaba casi una legua por andar. A lo largo del camino, escuchamos varias veces el aullido de estas fieras salvajes y en más de una ocasión, nos pareció ver alguno de ellos pero la nieve nos hacía daño en los ojos y no podíamos ver con precisión. Al cabo de una hora, llegamos al pueblo donde íbamos a pasar la noche. Hallamos a todos armados y terriblemente asustados, pues, al parecer, la noche anterior los lobos y algunos osos habían irrumpido en el pueblo, por lo que se habían visto obligados a permanecer en vela toda la noche y todo el día, especialmente la noche, para proteger su ganado e, incluso, a su gente.

A la mañana siguiente, nuestro guía se encontraba tan mal y se le habían hinchado tanto las extremidades a causa de las dos heridas, que no pudo proseguir el viaje, por lo que tuvimos que buscar otro guía que nos llevara hasta Toulouse. Allí encontramos un clima templado y una campiña fértil y agradable, donde no había nieve ni lobos. Cuando contamos lo que nos había ocurrido, nos dijeron que era lo habitual en aquellos bosques al pie de la montaña, en especial, cuando el suelo estaba cubierto de nieve. Nos preguntaron qué clase de guía habíamos contratado que se había atrevido a llevarnos por un camino tan peligroso, sobre todo, en aquella época del año y nos dijeron que debíamos sentirnos muy afortunados de que no nos hubiesen devorado. Cuando les dijimos la forma en que nos habíamos atrincherado con los caballos en el centro, nos criticaron severamente y nos dijeron que las probabilidades de haber sido destruidos por los lobos eran de cincuenta contra una, puesto que su furia había sido incitada por la presencia de los caballos, que eran su presa más codiciada. En cualquier otra ocasión, se habrían asustado con los disparos pero el hambre excesiva y las ganas de alcanzar nuestros caballos, les habían vuelto insensibles al peligro. Si no hubiésemos mantenido un fuego continuo y no hubiésemos utilizado la estratagema de la pólvora, nos habrían despedazado. Ahora bien, si les hubiésemos disparado sin apearnos de los caballos, no les habrían parecido una presa asequible, ya que había hombres montados sobre ellos. Finalmente, nos dijeron que si hubiésemos permanecido juntos y abandonado los caballos, se habrían lanzado sobre ellos y nosotros habríamos podido escapar a salvo, pues éramos muchos y estábamos bien armados.

Por mi parte, jamás me había visto ante un peligro así en mi vida, pues, por un momento, cuando vi aquellos trescientos demonios que venían hacia nosotros con las fauces abiertas para devorarnos y nosotros no teníamos hacia dónde escapar, pensé que estábamos perdidos. En verdad creo que no volveré a cruzar esas montañas nunca más; prefiero viajar mil leguas por el mar, aun con la certeza de tropezar con una tormenta una vez por semana.


Durante el viaje a través de Francia no ocurrió nada fuera de lo común, al menos, nada que otros viajeros no hayan referido mejor que yo. Pasé de Toulouse a París y, tras una corta estancia, llegué a Calais y desembarqué a salvo en Dover, el día 14 de enero, después de un frío viaje.

Había llegado a mi destino y, en poco tiempo, me vi rodeado de mis recién recuperados bienes, pues las letras de cambio que llevaba conmigo, me fueron pagadas escrupulosamente.

Mi principal guía y consejero privado fue mi buena y anciana viuda, quien, en agradecimiento por el dinero que le había enviado, no escatimó en esfuerzos ni atenciones hacia mí. Confíe a ella todos mis asuntos, de manera que no tenía razones para preocuparme sobre la seguridad de mi fortuna. En efecto, hasta el último día, me sentí sumamente satisfecho de la absoluta integridad de esta excelente señora.

Empecé a considerar dejar mis bienes al cuidado de ella y viajar a Lisboa para luego seguir hasta Brasil pero volvieron a acecharme los recelos respecto a la religión. Siempre dudé de la religión romana, incluso cuando me hallaba en el extranjero y, muy particularmente, cuando viví solo. Sabía que no regresaría a Brasil, y menos a establecerme, a menos que estuviese dispuesto a acoger la religión católica romana sin reservas; o, de otro modo, a menos que estuviese dispuesto a sacrificar mis principios y convertirme en un mártir de la religión y morir a manos de la Inquisición. Por lo tanto, decidí quedarme en casa y buscar el modo de disponer de mi plantación.

Con este propósito, le escribí a mi antiguo amigo de Lisboa, quien, a su vez, me contestó que sería fácil realizar el negocio allí mismo, si le otorgaba poderes para presentárselo en mi nombre a dos mercaderes, herederos de mis administradores. Como vivían en Brasil, conocían perfectamente el valor de mi plantación. Aparte de esto, eran muy ricos, por lo que, según le parecía, estarían encantados de comprarla y yo podría ganar, a lo sumo, cuatro o cinco mil piezas de a ocho.

Acepté y le di órdenes de ofrecérsela. Al cabo de casi ocho meses, cuando regresó el navío, recibí una notificación de que habían aceptado la oferta y remitido un pago de treinta y tres mil piezas de a ocho, por mediación de uno de sus corresponsales de Lisboa.


Firmé el documento de venta que me enviaron desde Lisboa y se lo remití a mi viejo amigo, quien me mandó treinta y dos mil ochocientas piezas de a ocho en letras de cambio, reservándose cien moidores anuales para él, y cincuenta para su hijo, según le había prometido. Y así, he hecho el recuento de la primera parte de mi vida aventurera; una vida que la Providencia ha manejado a su capricho; una vida tan variada como pocas se verán en el mundo; que comenzó locamente y concluyó mucho mejor de lo que jamás hubiese esperado.

Cualquiera podría pensar que en este complicado estado de buena fortuna, no volví a padecer infortunios, como en efecto, habría sucedido si las circunstancias así lo hubiesen permitido. Mas yo estaba habituado a la vida aventurera, no tenía familia, ni apenas conocidos, ni mucho menos amigos, a pesar de mi fortuna. Aunque había vendido mis propiedades en Brasil, no había logrado olvidar aquellas tierras y tenía fuertes deseos de regresar a ellas; sobre todo, no podía resistir la enorme inclinación de volver a ver mi isla, de saber si los pobres españoles seguían viviendo allí y qué habían hecho con ellos los bandidos que dejamos.

Mi fiel amiga, la viuda, intentó disuadirme por todos los medios y tanto insistió que durante casi siete años logró impedir que me marchase. Durante este tiempo, me hice cargo de mis dos sobrinos, los hijos de mi hermano. Al mayor, que tenía algunas propiedades, lo crié como a un caballero y lo hice heredero de parte de mi estado, en el momento en que yo muriese. Al otro lo puse a cargo del capitán de un navío y, al cabo de cinco años, viendo que era un joven sensato y emprendedor, le di un buen barco y le envié al mar. Posteriormente, este jovencito me indujo a emprender nuevas aventuras.

Mientras tanto, me había asentado parcialmente en este lugar pues, en primer lugar, me casé, para mi bien y mi felicidad, y tuve tres hijos: dos hijos y una hija. Habiendo muerto mi esposa, llegó mi sobrino de un exitoso viaje a España. Su insistencia y mi natural afición por los viajes me llevaron a embarcarme en su navío rumbo a las Islas Orientales en calidad de mercader privado. Esto aconteció en el año 1694.

En este viaje visité mi colonia en la isla y vi a mis sucesores los españoles. Escuché su historia y la de los villanos que habíamos dejado; cómo al principio maltrataron a los pobres españoles y luego llegaron a un acuerdo, para luego pelearse y volver a unirse hasta que, finalmente, los españoles se vieron obligados a usar la fuerza con ellos; cómo se sometieron a los españoles; y cuán honestos habían sido estos con ellos. En pocas palabras, me contaron una historia llena de episodios interesantes y variados, especialmente, en lo referente a las batallas con los caribes, que varias veces desembarcaron en la isla; las mejoras que introdujeron y el valor con que realizaron una expedición a tierra firme, de la que regresaron con once hombres y cinco mujeres en calidad de prisioneros, por lo que, a mi regreso, encontré una veintena de niños en la isla.


Permanecí allí veinte días y les dejé las provisiones que pudiesen necesitar, en particular, armas, pólvora, municiones, ropa, herramientas y dos artesanos que me había traído de Inglaterra: un carpintero y un herrero.

Aparte de esto, repartí la isla entre ellos y me reservé el derecho de propiedad sobre ella, de manera que todos quedaron satisfechos. Habiendo arreglado estos asuntos con ellos, les hice prometer que no se marcharían y allí los dejé. Luego pasé a Brasil, donde compré una embarcación y se la envié con más gente, aparte de víveres y siete mujeres que me parecieron aptas para servirles o casarse con ellos, según les pareciera. A los ingleses les prometí enviarles inglesas con un cargamento de provisiones si se comprometían a cultivar la tierra; y así lo hice posteriormente. Una vez se les adjudicaron sus posesiones por separado, los hombres demostraron ser honrados y diligentes. También les envié cinco vacas de Brasil, tres de la cuales estaban preñadas, algunas ovejas y cerdos, que se reprodujeron considerablemente, como pude apreciar a mi regreso.

Pero todo esto, además de la narración de cómo trescientos caribes invadieron la isla y arruinaron sus plantaciones; cómo lucharon contra el doble de sus fuerzas y fueron derrotados la primera vez, en la que murieron tres colonos; cómo una tempestad destruyó las canoas enemigas y el hambre hizo morir a todos los demás salvajes; cómo recuperaron la plantación y siguieron viviendo en la isla; todo esto y los asombrosos incidentes que acontecieron durante los diez años de mis nuevas aventuras, lo relataré, acaso, más adelante.