Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original.
XV


El caballo blanco salió a la pista, y mientras que lo paseaba un sirviente hacía muecas un payaso, que se puso en seguida a enamorar a la bailarina que debía montarlo. Salvo que la artista, rubia también, era una gentil alemana, que gustaba a los jóvenes de las sillas, este número aburrió evidentemente con sus saltos y sus aros de papel que la bella écuyère iba rompiendo.

Pero de pronto el circo quedó a oscuras, porque en el escenario, donde el telón se había levantado, debía bailan serpentinas la hermosa Armida Barton, una de las principales atracciones de la fiesta. Sonó la orquesta en las tinieblas, viéronse en la escena relámpagos de luz Drumont y en dos haces de claridad, enfocada desde los bastidores, apareció, como incendiada en fuegos metálicos, una especie de gran mariposa. El público rompió en largo aplauso frenético, y después se hizo nuevamente el silencio, donde brotaba, como un conjuro, el hilo de aquella música lejana.

Rodrigo hallaba fantástico el cuadro. No se movía. Los reflejos de hoguera, los cambios de colores, los torbellinos de olas rojas, azules, verdes, amarillas, qué envolvían aquel cuerpo esplendente de hada, entrevisto apenas en los giros de su manto fúlgido y volador, le dieron la impresión de un sueño hermoso, de fuegos fatuos en una noche infinita y negra. A lo mejor desaparecía la artista en un jirón de resplandores de grana, en una llamarada rota que se extinguía, y luego volvía a reaparecer en otro ángulo de la escena con los fulgores tenuísimos, fosforescentes como la estela de un astro, creciendo en ráfagas de luz cambiante para abrirse de nuevo en seno de incendiado y furioso mar, cuyo oleaje la arrebataba y la hundía. Así fué un largo rato que le arrobó de encantó.

Cuando desapareció del todo y calló la orquesta y la blanca luz del circo inundó a los espectadores, provocándoles a una rabia desesperada de aplaudir, se alegró Rodrigo, porque esto sí hallábalo extraordinariamente bello y le gustaría que lo repitieran toda la noche, aunque fuese... Mas su afán le engañaba: el público no quería ver sino el cuerpo de la bailarina, no en balde anunciada y célebre como hermosa. Volvió la oscuridad afuera y volvió a la escena la artista, arrebujada en su manto centelleante de gloria bajo el chorro de plata luz. Sonrió, abrió el manto y apareció su cuerpo desnudo, de un rosa translúcido y suave, en la gruta que le formaban las sedas pálidas donde se recogía la claridad nacarina de una colosal madreperla.

Y permanecía así, inmóvil, enseñándose, con su rosetón de pedrería en la diadema de la frente; desnudo, completamente desnudo el cuerpo incomparable.

Es decir, completamente desnudo para Rodrigo y Petra, que no conocían las mallas de matiz de carne con que cubría las suyas Armida. Para Rodrigo, sobre todo, que ya, aturdido y avergonzado, no volvió a palmetear cuando, al cubrirse la mujer, renació el escándalo que exigía mirarla nuevamente. Había que complacer. Era la condición del éxito..., y otra vez después, y otra, y otra, y resonaban besos, y aquello no tenía término..., y hasta la sonrisa y los brazos se le cansaban de extender el manto, en una fatiga humilde para satisfacer la rabia sensual de tantos ojos.

Pero estábase acordando de la novia desnuda que, según Gloria, se mostraba al novio y sus amigos. No le pareció ya tan inverosímil, puesto que esta mujer se mostraba aquí, delante de la gente; Rodrigo, por su parte, acordándose del pecho de Gloria y de los labios de Josefina, cuya respiración en la oscuridad estaba sintiendo, se preguntaba a qué venía esto..., por qué motivo querían verle el cuerpo a una mujer... Y la respuesta bullía en su sangre, en su corazón, en su cabeza ardorosa, como el principio, aún vago e indeterminado, de un contagio de la sensualidad feroz que hacía en aquel instante respirar con violencia a tantos hombres. «¡Oh, por qué, por qué le había besado Josefina y por qué miraba él también, a su pesar, el cuerpo de Armida Barton!»

A brotar terminantemente iba la respuesta, precisa, levantada en clara idea por los instintos quede su ser entero le subían al cerebro, despertados por la femenina desnudez... Iba a brotar, iba a saltar la idea triunfante de un gran misterio más de la vida... Pero cayó el telón para no alzarse, y el misterio sólo quedó quebrantado en el corazón del niño.

La luz blanca del circo le hizo apoyar la frente sobre la mano para descansar.