Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original.
XIV


Llegaba el momento de gran expectación para Rodrigo. Los timbres anunciaban el principio de la segunda parte, cuyo primer número pertenecía a Elia. Fijándose bien, pudo ver su melena rubia entre el tropel de criados y artistas a la puerta de la cuadra, donde un gran caballo blanco en panneau asomaba la cabeza.

Emprendió la música un galop, se formaron las filas de sirvientes, y corriendo, de improviso, aparecieron en la pista un clown gigantesco y otro minúsculo, de frac granate y calzón flojo de seda, tocando los violines y persiguiendo el gigantón a la niña. El público prorrumpió en un aplauso a Elia, y Rodrigo la encontraba muy graciosa con sus movimientos continuos de electrizada y su sonrisa en la mancha bermellón de los labios. El también la aplaudía. Pero no podía verle la pequeña artista, que no paraba un segundo, sin cesar rodando o corriendo con Grossi, mientras que los violines seguíanle a la orquesta su ritmo desenfrenado. Era un vértigo, un agitarse diablesco de remolinos en pasos de baile inglés, con zapatazos sobre la tabla, en saltos y contorsiones, en encuentros, a cuyo tropiezo rechazábanse rodando para erguirse y correr otra vez sin cesar la música, cada vez más viva, más apremiante... Y, tocando siempre, tan pronto se veía a miss Elia en marcha triunfal por las piernas y el pecho adelante del clown, tendido al modo de Gulliver en sueño, como a él de pie y esperando que por el muslo se le encaramase encima para arrojarla desde los hombros en salto mortal, o ya persiguiéndola y escapándose la clownesa por lo alto de la barrera, tirándose mutuamente los violines, que les caían al vuelo clavados bajo la barba, alcanzándola y colgándosela al brazo para que tocase cabeza abajo, despidiéndola y haciéndola caer de pie como los gatos, hasta que, por último, la recibió sobre la cabeza, espaldas arriba, y música, y galop, y Grossi y miss Elia desaparecieron, cual habían entrado, en un torbellino de sorpresa, que no dió tiempo al público más que para aplaudir y reírse locamente.

Palmoteaba Rodrigo, uniendo su gozo a la aclamación general; Grossi y Elia volvían, saludaban tranquilos ya, sin violines. Y una, dos, tres veces, fué Rodrigo, el niño, ¡qué bien lo advertía Josefina!, quien recibió los besos llenos de gracia de la menuda artista, entusiasmada de triunfo.

«¡Caramba, claro que podía saltar tapias sin escalera!»

Y puesto que Petra y Josefina parecían interrogarle acerca de aquellas preferencias, que habían hecho volver la cabeza a algunos, tuvo que explicar:

— Sí, somos amigos. Vive en el hotel y nos hemos visto en la azotea. ¡No tiene madre la pobre!

— ¡Aaah!... ¡Bien, bien, niño! — prorrumpió la mujer del diputado largamente, quedándose pensativa.

Empezaba otra cosa.