Recuento editar

La majada está en el corral: el mayordomo debe venir a contarla, como lo hace mensualmente, para ver si faltan animales, y por esto es que, a pesar de la hora algo avanzada, la puerta queda cerrada.

Algunas ovejas, cansadas de dormir y de rumiar, se levantan, se estiran, se sacuden, dan despacio algunos pasos, se rascan contra los lienzos, topan suavemente una con otra, para desentumecerse y quitarse el frío.

En un rincón, se levantó un carnero; después de sacudir el rocío, se aproxima despacio a las ovejas echadas y juiciosas. Las olfatea al pasar; se para, entreabre la boca, alza el labio superior, mostrando la encía y los dientes, aspira con fuerza el aire, gruñe, agacha la cabeza y con la mano y el aspa, obliga a levantarse una borrega que le gustó. Esta huye, pudorosa, dando vueltas, y el carnero, al seguirla, se encuentra frente a frente con un competidor.

¡Cancha! que van a pelear. Las ovejas se paran; unas miran, al parecer indiferentes; otras se retiran, como desdeñosas de esas brutalidades. Y empieza el combate. Reculan despacio los carneros: vuelven corriendo, y, con un tope tremendo, chocan las cabezas, y otra vez, topan: y otra vez: y siguen los topes, hasta que las frentes coloreen. Los otros carneros vienen a juzgar los golpes, y empiezan todos a topar entre sí, armando un bochinche que, en la vida social ovina, seguramente merecerá el título de sensacional.

Llegó el mayordomo. El puestero y los peones saltan en el corral, y, después de abrir entre dos lienzos una puertita angosta, van aproximando despacio a ella las ovejas, para que salgan de a una.

-«¿No le faltarán animales, hoy, don Pedro?

-No, patrón, no. Anoche, al encerrar, vi que estaban todos los animales conocidos: dos ovejas negras y un capón, dos capones overos, una oveja con dumba y un capón con cencerro.

-En el último recuento eran 1233.

-¡Cabal!»

Recelosas de lo que quieren de ellas, las ovejas avanzan lentamente hacia la puerta, no atinando a ver la apertura pequeña que les han preparado; hasta que una oveja vieja, para la cual la vida ya no tiene secretos, se para, mira el campo por la rendija, se acerca, se vuelve a parar, estira el pescuezo, pasa despacio, haciéndose chica, mezquinando las costillas, y, viéndose libre, se va adelante: y sigue la chorrera, entre el mayordomo y el puestero, que cuentan ambos, con atención, los animales a medida que van saliendo.

No se necesita ser un gran matemático para contar ovejas, pero dudo que un gran matemático alcance, si lo hace por la primera vez, y también por la segunda, a contar cien sin equivocarse.

Pasan a la vez animales chicos y grandes; pisan de a uno, de a dos, de a cuatro; pasan atropellando unos, y corriendo, parándose otros o caminando majestuosamente; se corta el desfile, vuelve a correr; con la tierra en los ojos y el sol, también, si se ha colocado mal, el novicio seguramente llegará a ciento quince o se quedará en setenta y tres, cuando cualquier paisano le cantará cien y que será cierto.

«¡Cien!» dijeron juntos nuestros hombres, y cortando la corriente con el pie levantado delante la puertita, el mayordomo hizo en la cartera una rayita con el lápiz y el puestero una tarja en el lienzo con el cuchillo.

Se echaron atrás las ovejas; pero un borrego que iba a salir con la madre cuando lo hicieron parar, volvió hacia la puertita, ya que quedó libre, y pegando un brinco fenomenal y un balido agudo, salió disparando, seguido por otros, que atropellaron todos juntos, se apretaron en la puerta angosta, cayeron, se levantaron y volvieron a correr para juntarse con la majada, que, ya sujetada por un muchacho a caballo, empezaba a comer.

Un capón grande, el del cencerro, como que era de campanilla, se quiso lucir; tomó cancha, reculando, y como para enseñar a las ovejas de qué era capaz, saltó por la puertita, viniendo a pegar con la frente y con toda su fuerza en un alambre estirado en la punta de los postes; dio vuelta entera, cayó patas arriba, y se quedó de lomo, azonzado, un buen rato.

Las ovejas no se rieron; por lo menos, nadie las oyó.

Entre los últimos animales, llegó un carnero viejo, de aspas abiertas y largas, que de frente no alcanzaba a pasar; tuvo que retroceder; pero volvió otra vez, con la serenidad que da la experiencia; se arrodilló, y con paciencia, poniendo la cabeza sesgada, acabó por franquear el obstáculo.

Y cuando hubo salido toda la majada, no quedó más que una pobre oveja vieja, flaca, manca, a la cual, asimismo, tuvieron que perseguir por todo el corral; que, al querer saltar por encima de los lienzos, quebró un listón, para probar lo cierto del refrán: «Que la oveja más ruin rompe el corral», y que, al fin, salió, tirada de espaldas por encima de los lienzos, por un peón encolerizado.

Se contaron las tarjas, y con el pico resultaron mil doscientas veinte y dos ovejas, lo que después de descontar los cueros, permitió al mayordomo cerciorarse, con la debida satisfacción, de que, según la costumbre inmutable en este puesto, como en todos los puestos de la estancia y los demás de la República, faltaban de la cuenta, desde el último recuento, algunas ovejas.