Bosquejo cordobés


Bosquejo cordobés

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En cada estación donde paraba el tren, una banda de música mezclaba sus acordes al estrépito de las bombas, y un coro de niños y niñas saludaba con cánticos a su ilustrísima señoría el obispo de Córdoba, en gira episcopal.

Daba gusto ver el cariño verdaderamente filial con que los moradores de cada pueblito o villa naciente venían, unánimes, a recibir la bendición de su Pastor.

Él, de aspecto sencillo y bondadoso, con una sonrisa de afectuosa y paternal satisfacción, distribuía su bendición a los feligreses apiñados en rededor suyo, extendiendo la mano para que, arrodillados, besaran el anillo los numerosos sacerdotes y seminaristas que lo venían a saludar; y esta recepción tan despojada de solemnidad y de ceremonias oficiales parecía todo un cuadro de la iglesia primitiva.

Estas manifestaciones, tan ingenuas y expontáneas, ponen de relieve ciertas diferencias morales que, a pesar del continuo roce favorecido por la multiplicación de los ferrocarriles, existen todavía intactas entre las poblaciones de la provincia de Córdoba y las de las provincias limítrofes.

Puede ser que el centro de la docta ciudad se haya librado algo de estas costumbres añejas; pero no así los suburbios, y menos los pueblos antiguos de la campaña.

En estos, las casas, de construcción colonial y de paredes espesas, con sus seculares adornos sevillanos, discretas y cerradas como conventos; las calles angostas, silenciosas, donde los escasos transeúntes se sienten vigilados, espiados y sondeados por ojos escudriñadores en acecho detrás de las celosías; las iglesias numerosas, cuya vitalidad interior afirma a cada momento el bullicio de las campanas; la frecuente aparición de algún monje o monja; la abundancia de clérigos, todo da la impresión de que allí domina, impera, el espíritu sacerdotal.

A primera vista podría creer el forastero que los habitantes observan una especie de vida monacal y tenerles lástima, sino le fuera dado penetrar en algunas de estas casas, donde reina la calma alegre de familias numerosas, en un cuadro de verduras y de flores encantador y que desdice del todo la apariencia exterior, tan severa, de la morada.

En realidad, si el espíritu sacerdotal ha impreso su sello peculiar a los seres y a las cosas en toda la provincia de Córdoba, no es más que superficialmente.

El terreno era adecuado, la población dispuesta a aceptar sin dificultad y a acatar dócilmente las órdenes de cualquier poder y como no se necesitaba fuerza para imponerse, pues nadie se resistía, ha habido atracción natural y consentimiento mutuo entre los afables dominadores clericales y los mansos dominados voluntarios.

Pero sería de lamentar que cundiese en toda la República el espíritu de esta población, por naturaleza humilde y buena, que, gobernada por un poder de modales siempre suaves y de energía puramente oculta, y dedicada solo a conservar y nunca a progresar, ha guardado intactos sus inofensivos defectos nativos, adquiriendo pocas de las calidades de viril arranque que necesita para adelantar, toda sociedad moderna.

Hasta en la buena clase media, el acento característico, la pronunciación cantante y lenta, se va perdiendo muy despacio, y queda como una queja lánguida contra los cansancios que trae consigo la agitación inútil y fastidiosa de los tiempos actuales. El forastero activo, emprendedor, que cae en una población cordobesa y se empieza a agitar para hacer negocios, se expone a muchos comentarios más bien desfavorables, y poco faltará para que lo consideren como plaga.

Aunque el cordobés, a primera vista parezca practicar la economía, no le faltan ganas de tirar la plata, y será, en caso oportuno, tan gastador como cualquier otro; lo que lo detiene es que siempre se acuerda que para lograr dinero es preciso trabajar, y el trabajo no le gusta mucho.

Piensa filosóficamente que es mejor restringir sus necesidades, que darse el trabajo de conseguir también lo superfluo.

Prefiere el esfuerzo pasivo de la economía que asegura el pan, al esfuerzo del trabajo creador, que hasta el pan arriesga, el sueño de todo cordobés de situación media, es el empleo, el empleo que da poco trabajo y conserva la olla parada: conseguirlo y guardarlo, pues un cordobés destituido es un hombre muerto.

La mansedumbre en los modales, la indulgencia para las faltas sin escándalo, una oficiosidad discreta y bastante efectiva, una paciencia de gente sin apuro, una bondad que parece burlarse algo de sí misma, como si hubiera perdido sus ilusiones sobre la gratitud humana, y una extremada cortesía son las calidades cordobesas dominantes, todas de esencia eclesiástica, y que merecen, por cierto, ser apreciadas, -pues hacen la vida muy llevadera.

Todos tienden con empeño en no vejar a nadie, ni a sus mismos contrarios, y, -otro rasgo eclesiástico,- cuando se haga necesaria la querella, se apelará, no a las armas vulgares, sino a las de la justicia, bajo la forma inquisitorial de la denunciación, peleando a carcelazos.

Pero son excepciones en esta sociedad sumamente amable y culta; suave, pero de perfume algo apagado, como la flor de ciertos rosales desprovistos de espinas.