Curanderos y médicas
Curanderos y médicas
editarEn la galera de Nueve de Julio a Bolívar, subió la pareja, y saludando apenas, se acomodó lo mejor posible en medio de sus canastas y atados, mezquinando las palabras y los gestos con la majestuosa reserva de pontífices en oración.
Él, grave, se sentó, en actitud hierática, tieso, la cabeza descubierta, las manos extendidas sobre el chiripá, las rodillas bien juntas, conservando inmóvil y vaga la mirada, como si su pensamiento estuviese arrebatado en insondable inmensidad; mientras ella, con una modestia matizada de algún orgullo, sentada casi frente de él, dejaba traslucir en sus modales sumisos y afectos, la devoción ciega que profesaba a éste su amo y señor, el famoso médico del agua fría.
Gaucho vividor, el Antonio Somoza aquel, venido no se sabe bien de dónde, pero seguramente de lejos, conocedor que debía ser del refrán que: «ninguno es profeta en su tierra», había conseguido crearse una envidiable situación... medical, en el Sudoeste de la provincia de Buenos Aires.
Su aspecto físico, compuesto con el mayor cuidado, y con una ciencia teatral innata, era su primer elemento de éxito. La melena abundante y rizada, primorosamente repartida en el medio, y que lo menos posible cubría con el sombrero, venía a confundir sus rulos con los de la barba, larga y tallada en punta, como la de Jesús Nazareno, siendo a la vez tan suave y tan severa la mirada de sus grandes ojos, que era fácilmente explicable la impresión que hacía sobre los paisanos ignorantes.
Muy lindo tipo de gaucho era, en verdad, elegante y gallardo, ese Cristo de poncho y de chiripá, de botas finas y de pañuelo punzó; y quizá más temible, con su medicina, que cualquier vástago de Juan Moreira, con su cuchillo.
Su terapéutica, inocente en sí, y hasta bienhechora, hasta cierto punto, en el principio, cuando sólo usaba el agua fría en cantidad medida y prohibía el uso del alcohol, se había vuelto dañina con el éxito y con el entusiasmo que había cundido entre la gente, al ver que no mataba a todos sus clientes. Los que salvaban, cantaban gloria; la protesta de los muertos metía poca bulla; y la fe en el agua fría fue tal, que las copitas de agua acompañadas de palabras sagradas, rumeadas por el médico, se volvieron jarros, y las unciones inocuas se volvieron baños, y los muertos entonces fueron tantos que su protesta empezó a dejarse oír.
El desvalido, en la soledad, alejado de todo recurso el hombre imposibilitado por una herida, paralizado por la enfermedad, acude, en su necesidad de ser auxiliado, a quien puede, y el curandero, macho o hembra, que, sin dárselo de inspirado o de sabio, se contenta con rodear al doliente de cuidados y de atenciones, le presta verdaderos servicios. Le levanta la moral, le infunde esperanza; ayuda la naturaleza con sólo dejarla hacer.
Desgraciadamente, muchas veces, se acaba por convencer a sí mismo de la eficacia de sus remedios y de lo santo de su misión; y cree que si con lavar una herida con agua fría, la mejoró, con mayor razón salvará a un febriciente, envolviéndolo en sábanas mojadas, y que si una copa de agua no le hizo mal a un herido, un buen jarro sanará a la fuerza a mi varioloso. Y así empezó a hacer el amigo Somoza, matando a troche y moche, ayudado en la tarea, por la compañera, cuya especialidad era de acabar de una vez con las mujeres paridas. ¡Y sólo Dios sabe cuantos humildes hogares ha sumido esta en la desolación!
Y como, en el desierto, se crían los bichos dañinos y que la obscuridad favorece la multiplicación de los microbios, en la Pampa despoblada y privada todavía de los faroles de la ciencia, cundieron y se multiplicaron durante un tiempo, los médicos y las médicas del agua fría, de un modo devastador.
Curanderas ha habido siempre en la campaña, y nunca dejará de haber; pues, por prolíficas, que sean las Facultades de medicina de la capital y de las provincias, y aunque críen cada año una numerosa familia de doctorcitos, es difícil hacer comprender a estos que sería más provechoso para ellos y para la humanidad doliente, que fueran a establecer sus penates en los pueblos nacientes de la campaña, donde, -tuertos,- serían reyes, en vez de vegetar ignotos y pobres, entre la multitud de médicos ya establecidos y conocidos que, en las ciudades, les hacen forzosamente estrecho el camino del éxito.
Mientras no lo entiendan así los discípulos recién destetados de Esculapio, tendrán que reinar las curanderas y los curanderos en los pueblitos y en el campo. Es cierto que hay hombres incrédulos que dicen en son de burla que las curanderas dejan morir y que los doctores matan; pero son exageraciones.
No hay duda que obrando de complicidad el boticario con el médico, los remedios, a fuer de más caros, pueden ser más peligrosos que las prácticas sin artificio de la curandera, pero con todo, ya que brotan tantos doctores en los almácigos, ¿por qué no buscarles tierra fértil para transplantarlos?
Lo que si, recomendándoles de tener más moderación en sus exigencias que aquel que, llamado por una modesta familia de hacendados, para cuidar al padre, y habiendo encontrado a este ya despachado por la muerte, quería cobrar una fortunita por la visita, disgustado como si le hubieran sonsacado al cliente.
-«Doña Cándida, me duele la garganta.
-No es nada, hijo, no es nada, y ya que estoy en ayunas, te voy a hacer un remedio infalible.»
Y haciéndolo levantar la manga de la camisa al muchacho, la vieja lo apretó con fuerza el antebrazo, hasta dar con una glándula que aseguró se formaba ahí, al empezar el dolor de garganta, y con su saliva de médica en ayunas, fregó y refregó, hasta que el paciente quedó convencido de que estaba sano.
Con esto no se mata a nadie; ni con otros mil remedios iguales que constituyen el formulario habitual de las médicas campestres. Un collar de piola, medido sobre el pescuezo del perro de la casa y puesto en el cuello del niño enfermo de tos convulsa, fácil es que no lo cure, pero tampoco le puede hacer mucho mal.
Ceniza del pelo del mismo animal rabioso que ha hecho el daño, puesta en la mordedura, es remedio casi tan seguro como la vacuna de Pasteur, y contra el dolor de muelas, se recomienda el uso de escarbadientes hechos con huesos de zapo.
-¡Vaya con los remedios! -No se rían, que, hay muchos así, tan eficaces unos como otros, si los aplican con la fe.
Pero si sus remedios son muchos y muy variados, la diagnóstica de las curanderas es sumamente reducida, y la enfermedad casi única de que se muere la gente en el campo, es el pasmo.
En las heridas, en las llagas, entra el pasmo, en el menor descuido; pasmo de frío, en invierno, pasmo de sol, en verano.
Un atracón de fruta no le da a uno indigestión, sino pasmo; pasmo da la insolación, pasmo da mucha agua fría después de un trabajo fuerte, y esto de romperse una pierna casi no sería nada, si no fuera la amenaza que le entre pasmo.
Los curanderos son más escasos que las curanderas, pero mucho más temibles. No se arredran por el peligro de matar al prójimo y le pegan, no más, sin recelo. En los pueblitos, abundan, ocupando todavía el lugar de los facultativos que vacilan en tomar el puesto. Están con licencia, generalmente, para ejercer; andan de levita, pontifican, dictan recetas complicadas, hablan de ciencia, y extienden certificados de defunción, asegurando a veces en ellos, para que todos entiendan bien, que el motivo de la muerte ha sido una «afección cardiaca del corazón.»
Cosa más atroz, se atreven, en virtud de autorización oficial, a hacer autopsias, en casos previstos por la ley; y es preciso verlos, entonces, aprovechando la ocasión para asombrar al público con su destreza; despedazando, al rayo del sol, en medio de una nube de moscas, en presencia de todo el que quiera mirar, el cadáver de algún pobre suicida, destrozándole las entrañas, aprendices carniceros, para probar lo que ya se sabía, que el hombre ha muerto de un tiro de revólver en la cabeza.
A los desgraciados clientes de estos, se les puede aplicar el dicho del paisano que, contando que sus caballos iban muriéndose todos, de un mal desconocido y fulminante, agregaba:
-«¡Qué! señor; si mueren amontonados, ¡como si se hubieran prestado el médico!»