Recordación Florida/Parte I Libro VIII Capítulo II

Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original.


CAPÍTULO II.

Del modo y orden con que, desde el tiempo de la gentilidad hasta el presente, crían los indios de este Valle á sus hijos, y lo mismo que destos, de quienes se trata, debe entenderse generalmente de los demás de este Reino.


A la manera que los cretenses, lacedemonios y espartanos con suma y admirable providencia criaban y educaban á sus hijos,[1] procurando con incomparable solicitud y denuedo que no se criasen regalones y afeminados; criándolos en aquellos greyes ó pupilajes donde la república los sustentaba; pasando de esta á otra congregación, cuando eran de más provecta edad, sin que hubiese separación entre los nobles y los plebeyos; gustando todos igualmente de unos mantenimientos; siendo discreta y importantísima máxima, porque así los de ilustre prosapia se acostumbrasen á lo ordinario y grosero de los manjares, para no extrañarlos en los trabajos, y los plebeyos en los de más generosa estirpe aprendiesen y se radicasen en las buenas costumbres, enseñadas por los preceptores ó ayos de aquellos seminarios; no gozando la juventud de aquellas naciones de las caricias maternas más de siete años, porque era ley que cumplida esta edad los pasasen luégo á la clausura de aquellos seminarios, donde el descanso y cama que estos jóvenes tenían eran de carrizos, cortados y tejidos los lechos ó catres por sus propias manos.....

De esta misma manera muchos indios de Goathemala,[2] sin haber tenido noticia, para el ejemplo, de los lacedemonios, espartanos y cretenses, tenían sus seminarios, unos para la educación y crianza de los hijos varones, y otros para las hembras, á cargo de personas maduras y experimentadas, conocidas y reputadas por de buenas costumbres: y aunque hoy no prevalecen estos colegios, cada padre de familia procura, con el mayor y más esmerado desvelo, educar y perficionar á sus hijos en todo aquello que les parece ser justo y digno del empleo y orden racional; sino que, como son pobres, humildes y miserables, sus obras no aparecen, y si se ven, no se reparan, teniéndolos muchos por bárbaros y brutos.

No solos estos de Goathemala, pero también los del reino de México,[3] crían á sus hijos con el propio estilo y rigor indispensable; con que, sin duda generalmente todos, si no en el todo en parte, convienen en este género de naturaleza ó costumbre. Ya dejo dicho lo que hacen con la delicadeza de sus inocentes niños luégo que nacen, bañándolos y purificándolos en los ríos que están más cerca de sus habitaciones; pero pasando á referir lo que con ellos ejercitan después de nacidos, es de advertir que jamás se ha visto que el niño reciba por alimento otra leche que la de la propia madre, no tomando otro pecho extraño sino es por accidente grave de enfermedad, ó muriendo su propia madre: observancia digna de que nuestras españolas la imitaran, para mejora de sus propios hijos; pues vemos que no sólo en las leches se introduce la corrupción y contagio de los humores, sino la corruptela de las costumbres y lo torcido de las inclinaciones. Porque, ¿qué quiere una madre generosa y noble que participe su hijo de la leche que mama de una villana, sino pensamientos villanos y ruines inclinaciones? Pero ello corre así, y no tiene fácil enmienda. Danles el pecho sus madres á los indios hasta que, por lo menos, cumplen tres años. Rehusan mucho el que les vean los hijos, creyendo que cualquiera que les vea puede fascinarlos, y asi los traen con un cendal ó redecilla en el rostro. Jamás los guardan en las inclemencias del hielo, sol, aire ni agua; pues ofreciéndoseles hacer camino de unas partes á otras, los llevan consigo, colgados á las espaldas, como llevo dicho. No se embarazan las madres con ellos para hacer sus haciendas, porque satisfaciéndolos y llenándolos de leche, mientras muelen su maíz ó lavan sus trapejos, los acuestan, sin más reclinatorio que el suelo, ó, cuando mucho, colgados á las espaldas lavan y muelen, sirviéndoles el movimiento de la madre de blando y suave arrullo. No los abrigan ni guardan, antes bien los crían desnudos y casi en carnes, aunque sean hijos de señores, discurriendo que así se crían fuertes y sin achaques; criándose, cuando mucho, con una camiseta de manta hasta que pueden salir á los campos y montes á cortar forraje, que llaman sacat, ó cargar su hacecillo de leña, que esto es de cinco años, y entonces los abrigan algo más, por la honestidad, con unos calzoncillos de sayal; pero no en los indios de la costa, que adultos, hombres y pequeñuelos no usan más vestido que el del maztlate, que es un paño que, entrando por la horcajadura ó entrepiernas, cubre las partes verendas.[4] Luégo que empiezan á andar, así los varones como las hembritas, los cargan con cosas acomodadas á su edad y fuerzas, llevándolos la madre de la mano á ver á los abuelos ó parientes, para quienes llevan aquel regalillo de su carguío. Quitados del pecho, desde que los desmamantan, aunque sean hijos de caciques ó ahaguaes, no permiten que coman otro manjar que el pan de maíz, tamal ó tortilla, ni la madre, mientras los cría, come ni gusta otro manjar, aunque tenga carnes de vaca ó de venado, tepesquintle, ó otras, y cuando mucho, añade á el apetito una poca de sal ó el revoltillo de chile y tomate, que llaman chílmole. En competente edad los padres industrian á los varones en la caza, pesca, labranza, uso del arco y flechas, danzas y otras cosas, poniendo muchos de ellos especial cuidado, además del que tienen los ministros eclesiásticos, en que aprendan la doctrina cristiana. Las madres á las hijas las habitúan, de muy pequeñas, á que muelan maíz, teniendo para ello piedrecillas acomodadas; enséñanles á desmotar y hilar algodón y pita, y á tejer toda suerte y género de telas y mantas. Hácenlas bañar muy á menudo, tanto, que hay días que las llevan á los ríos dos y tres veces. Amanece en ellos muy temprano la malicia, y así, en llegando estas mujeres á la edad de ocho años, no dan un paso fuera de el umbral de la puerta de sus casas sin compañía; y con más especialidad se observa esta loable costumbre entre la gente principal. En su antigüedad gentílica, cuando tenían los hijos en seminarios, si el padre iba á verlos, era en presencia del ayo, ó de la matrona que tenía á cargo á las hijas; y el padre pedía cuenta á los hijos de lo que habían aprendido en el tiempo que habían estado en aquel pupilaje. Pero habiendo de ir los hijos á casa de sus padres, iban guiados y á cargo de estas personas ancianas, y sus padres mandaban sentar á los chiquillos en el suelo (que esta es su usanza), y allí estaban con tanto reposo y silencio como si fueran unas personas de mucho seso, sin pasar á ver ni trastear cuarto ni cosa de la casa, como si fueran unos niños muy extraños; ni hablaban, ni respondían á lo que sus padres hablaban, estando en la visita como personas mudas ó como unas estatuas, puesto que no se reían ni hacían movimiento alguno, y sólo á la entrada usaban de la salutación ordinaria y breve, y á la salida de una despedida muy sucinta; y hasta hoy observan este respetuoso recato y silencio venerable para con sus padres. En los palacios de los reyes que hubo en estos países, había dentro de ellos el mismo orden; y si las niñas, cuando salían á espaciarse á los jardines y huertas se divertían, y se separaban de la compañía de las otras que iban á cargo de la guarda ó madre mayor, las castigaban severamente, aunque fueran infantas, con ramas de ortiga que llaman chichicastle. Hoy se tiene con ellas mucho cuidado y recato, digo en las principales, que de las mazeguales ó plebeyas las más se pierden. Los mancebos de esta nación trabajan al sueldo, ó en sus inteligencias, milpas, cacaguatales ó otras cosas, y acuden con todo lo que ganan á sus padres, y están á sus expensas hasta que estos jóvenes toman estado, y entonces corren por sí; y hacen con ellos sus hijos lo mismo que ellos observaron con sus padres. Y el traer á sus hijos á la vista y siempre á su lado, es porque se recelan y temen que con las compañías de los otros se perviertan ó desmanden á travesuras que no les convienen, de donde resultan muchas desgracias, y entre los padres de unos y otros muchos y notables disgustos. Los juegos de los chiquillos se reducen á cosas muy caseras, templadas y en que no pueden recibir daño; como en sembrar y cuidar una milpilla de veinte á treinta pies de maíz; tejer matatillos, esto es, cebaderas y hondas de cabulla; jugar con pelotas de ule, que pica y salta con gran pujanza, y otros semejantes divertimientos.[5] Este, en suma, es el orden de criar y educar á la juventud de esta nación que parece bárbara, sin otros requisitos menudos que se omiten, por proceder con estilo breve y no molestar con prolijas circunstancias.

  1. Strabón, lib. X, Geogr. Plutarco, In vita Licurgi.
  2. Torquemada, segunda parte, cap. XXVIII, folio 507.
  3. Torquemada, ib., cap. XXVII, folio 506.
  4. Torquemada, parte segunda, folio 506.
  5. Torquemada, segunda parte, cap. XLIII, folio 663.