Escena VII

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FEDERICO; AUGUSTA que entra por el fondo al marcharse INFANTE.


AUGUSTA.- ¿Solo ya?

FEDERICO.- ¡Augusta!

AUGUSTA.- Yo, sí... no me riñas... Llegué hace un momento. Dijéronme que tenías visita... Esperé. (Con inquietud.) Dime, ¿qué hablabas con Infante?

FEDERICO.- Nada. Manolo, como siempre, tan bromista... ¡Pero tú... en mi casa!

AUGUSTA.- Sí; ¿te contraría? Imposible dejar de venir... Oye: Tomás, en el momento de salir para la estación con sus amigos, díjome que acababa de separarse de ti, dejándote en un estado lastimoso... que padecías horriblemente, que... Figúrate mi ansiedad... Nada, no he podido contenerme... y aún me costó trabajo esperar a que obscureciera un poco más. Tomé un coche, y aquí me tienes... Dime, dime pronto, ¿qué es esto?... ¿qué te pasa...?

FEDERICO.- (Afectando serenidad.) Nada... si estoy bien... estoy mejor.

AUGUSTA.- ¿De veras? ¡Ah!, Tomás exageraba...

FEDERICO.- Sin duda. Cuando él estuvo aquí no me sentía yo tan bien como me siento ahora.

AUGUSTA.- Cuéntame. Quizás disputasteis. Ya, ya entiendo... la terrible cuestión. Su bondad y tu delicadeza, no pueden concordarse, no ajustan, no casan bien. Yo espero que al fin...

FEDERICO.- Sí, sí, yo también lo espero...

AUGUSTA.- Luego, ya no estás tan intransigente.

FEDERICO.- No... ya no... ¿para qué?

AUGUSTA.- (Con alegría.) ¡Ah!, al fin te sometes a mi voluntad. ¡Qué alegría me das! Te convences de la necesidad de cambiar de vida...

FEDERICO.- ¡Oh!, sí cambiaré de vida muy pronto. El cansancio de ésta es ya intolerable.

AUGUSTA.- Pues mira (Recorriendo la habitación y examinándola rápidamente.) lo primero que tienes que hacer, con la herencia de tu papaíto, es tomar otra casa. ¡Qué mala y qué fea es ésta, querido!

FEDERICO.- La tengo buscada ya.

AUGUSTA.- ¿Y dónde? ¿Como ésta, piso bajo?

FEDERICO.- Sí... más bajo todavía... digo, no... alto, altísimo.

AUGUSTA.- Pero que sea bonito, alegre...

FEDERICO.- Sí, muy alegre... y ahora... verás cómo ya no tendrás que reñirme, ni llamarme orgulloso.

AUGUSTA.- (Recelosa.) ¡Oh!, tú me engañas... No sé qué noto en ti. (Mirándole fijamente.) Federico, mírame.

FEDERICO.- Ya te miro.

AUGUSTA.- No, tú no estás bien. (Suspirando.) ¡Qué sobresalto... cuando entré en esta casa, sentí una angustia...! ¡Ay qué mal vives aquí! (Examinando lo que hay sobre la mesa.) Déjame, déjame revolverte todo. ¡Ah!, ¿qué librito de misa es éste?

FEDERICO.- El libro de oraciones de mi madre. Suelo leerlo cuando siento depresión del ánimo y aburrimiento del vivir. Me consuela mucho.

AUGUSTA.- Es precioso. ¡Pobre Josefina! Bien lo usaba la pobre... ¡qué estropeadito está! (FEDERICO hace un movimiento para tomar el libro de sus manos.) Déjame, déjame que lo examine bien. (Hojea el libro.) Y aquí hay algunas palabras apuntadas por ella con lápiz.

FEDERICO.- Me gusta leer aquí, porque me parece que en estas páginas se esconde, para acecharme, el espíritu de aquella santa mujer. Razón tiene mi padre en decir que salgo a ella... a él no. Mi hermana es la que sale a él. Dime que no me parezco nada a mi padre; dímelo... (Con exaltación.)

AUGUSTA.- Sí, hombre, te lo diré.

FEDERICO.- Cuidado, no se te caigan unas florecitas que hay entre las hojas.

AUGUSTA.- Sí, aquí hay una... mira... una espuelita de caballero. (Mostrando la flor.) ¡Qué monada! ¿Y dices que sueles leer aquí?

FEDERICO.- Sí... alguna vez... cuando estoy triste.

AUGUSTA.- Pues no será muy divertido. Aquí veo latín y castellano... (Lee con entonación solemne.) Ossa arida, audite verbum Domini... Y esto, ¿qué quiere decir?

FEDERICO.- Huesos áridos, oíd la palabra del Señor.

AUGUSTA.- ¡Ay, me da escalofríos...!

FEDERICO.- Refiérese a la resurrección de los muertos...

AUGUSTA.- El día del juicio... sí... (Le da el libro.) Toma.

FEDERICO.- Para mí, este libro es la cosa de más mérito que existe en el mundo. Ni las piedras preciosas de más valor, ni las obras de arte más perfectas se igualan a esta incomparable joya.

AUGUSTA.- ¡Ah!, sí.

FEDERICO.- Pues bien: para que veas si te estimo, Augusta... te lo regalo.

AUGUSTA.- Sí... lo acepto... (Mirándole receloso.) Pero... no sé...

FEDERICO.- Y cuando yo esté ausente, lees en él y te acuerdas de mí.

AUGUSTA.- Pues mira, yo también te haré a ti un regalito.

FEDERICO.- ¿Qué?

AUGUSTA.- Quiero sorprenderte. No te lo digo.

FEDERICO.- Dímelo.

AUGUSTA.- Esta tarde estuvieron en casa unos hombres... ¡qué tipos tan ordinarios y repugnantes! Tomás los citó, y allí dejaron unos papeles llenos de garabatos, con tu firma.

FEDERICO.- ¡Mis pagarés!

AUGUSTA.- Sí; ya estás libre de esas horribles cadenas.

FEDERICO.- Augusta, vida mía, márchate. Yo te ruego que me dejes. (Excitado.)

AUGUSTA.- ¿Por qué?... ¿Temes?

FEDERICO.- Sí; temo que venga...

AUGUSTA.- ¿Quién?

FEDERICO.- (Delirante.) Tomás viene... le siento... le veo.

AUGUSTA.- (Aterrada.) ¿Estás loco?

FEDERICO.- (Señalando a la izquierda.) Por allí... La puerta se abre... ¿Pero no le ves?, ¿no le ves?

AUGUSTA.- ¡Deliras, pobrecito mío!

FEDERICO.- Que entre. Mejor.

AUGUSTA.- No hay nadie... Ni el más ligero rumor se siente.

FEDERICO.- ¡Ah!, lo mismo que anoche. Entró sin hacer ruido. Pero yo le oigo y le veo, aunque no quiera verle ni oírle, porque le tengo aquí (En la frente.) , cara, voz, ojos, cuerpo y vida del hombre que ultrajé, ¡y aquí se juntan su afrenta y mi gratitud, mi infamia y su generosidad!

AUGUSTA.- ¡Por piedad, querido mío!

FEDERICO.- (Con brío, adelantándose hacia la puerta, como para recibir a alguien.) No te vuelvo la cara. Aquí estoy, aquí estamos... Entra... Se retira. Pero sabe que no le temo, y volverá.

AUGUSTA.- Por tu vida, ¿qué dices?

FEDERICO.- ¿Pero no le ves? Sale... va por allí... se aleja, se pierde en la obscuridad... Pero volverá.

AUGUSTA.- (Abrazándole.) Cálmate... No me asustes. Me muero de miedo.

FEDERICO.- (Se desprende de sus brazos, y saca del bolsillo el revólver.) ¡Cuando vuelva, no me encontrará!

AUGUSTA.- (Aterrorizada.) ¿Qué es eso? ¿Qué haces? (Quiere abrazarle de nuevo, y él la rechaza.) Federico, amor mío...

FEDERICO.- Sé lo que debo hacer.

AUGUSTA.- ¿A dónde vas? (Deteniéndole por un brazo.)

FEDERICO.- (Rechazándola.) A donde debo ir. A la paz de mi alma, al descanso de mis huesos. ¡Pido a Dios que me perdone! (Entra precipitadamente en la alcoba, y cierra la puerta por dentro.)

AUGUSTA.- (Corriendo hacia la puerta y tratando de abrirla.) ¿Qué es esto? Cierra. ¡Federico! (Suena un tiro.) ¡Jesús! (Cae sin sentido.)


FIN DEL ACTO CUARTO