Realidad de Benito Pérez Galdós


Escena III editar

FEDERICO; OROZCO.


FEDERICO.- (Con sorpresa y espanto, al ver avanzar a OROZCO.) ¡Otra vez!...

OROZCO.- (Con asombro.) Soy yo.

FEDERICO.- (Desvariando, excitadísimo.) Tú... sí... ¿qué quieres?... ¡Otra vez ante mí!... déjame, déjame.

OROZCO.- (Inquieto.) ¿Qué es esto?... ¿Qué te ocurre?

FEDERICO.- Por tercera vez me visitas... Basta, basta. Ya te dije que no quiero, que no puedo...

OROZCO.- (Confuso.) ¡Por tercera vez! ¿Pero cuándo...?

FEDERICO.- Anoche...

OROZCO.- ¡Anoche! Tú deliras... ¡Pobre amigo! Si no nos hemos visto desde anteayer, cuando estuvo tu papá en casa...

FEDERICO.- ¡Que no nos hemos visto!... (Turbado.) Tomás... tú no eres tú; no estás realmente aquí... Lo que veo es tu sombra, tu imagen, hechura de mi pensamiento, de esta idea infame, que habiendo agotado dentro de mí sus formas de suplicio, sale y me atormenta desde fuera.

OROZCO.- ¡Qué disparate! Soy yo... Mírame, tócame. (Le abraza cariñosamente.) Soy tu amigo, que te quiero, que deseo salvarte de la miseria, de la deshonra...

FEDERICO.- ¡Ah!... (Dejándose abrazar, vencido de la emoción.) Perdóname... no sé lo que digo... Estoy enfermo... (Despejándose.) Anoche... efecto sin duda de las dificultades que me agobian... tuve horas de cruelísimo insomnio... después intensa fiebre... te vi... entraste en mi alcoba... salté del lecho... hablamos... te dije...

OROZCO.- Vamos, que he venido a ser tu idea fija...

FEDERICO.- Y al romper el día, después de un breve sueño en este sillón... entraste con la claridad del alba...

OROZCO.- ¡Con el alba yo!... (Jovial.) ¡Qué madrugador me he vuelto! Vaya, chico, no más... basta. Acabarás por marearme a mí también... Conste que no nos hemos visto... realmente, desde anteayer, y que ahora vengo a tratar contigo... ya supondrás de qué...

FEDERICO.- Lo adivino... lo sé... y es inútil...

OROZCO.- (Sentándose a su lado.) Aquel día, después de comer, te manifesté... ya lo sabes. Me respondiste que lo pensarías. Y anoche, Augusta me ha llenado de asombro diciéndome que te mostrabas inclinado a rechazar lo que te ofrecemos.

FEDERICO.- Le dije... yo creí habértelo dicho también a ti... anoche... Pero pues aseguras que soñé... te lo digo ahora. Tomás, no puedo aceptar.

OROZCO.- ¿Pero qué razón...? Dame una razón...

FEDERICO.- Que no quiero, que no puedo...

OROZCO.- Advierte que es una herencia, herencia un poco extraño en la forma...

FEDERICO.- Sí, la forma es hábil, exquisita, como invención de tu ingenio sublime, tan grande como tu generosidad.

OROZCO.- No se hable de generosidad... No saques ahora el fastidioso argumento de tu delicadeza.

FEDERICO.- Es mi razón suprema... y el único capital del pobre.

OROZCO.- Eso es ya ingratitud, orgullo satánico.

FEDERICO.- Es que yo sostengo que Satanás era un ángel... muy delicado.

OROZCO.- Pase como chiste... Ea, al grano. Dime, ¿cómo te rebaja el beneficio otorgado por un amigo, y no te envilecen otras cosas? Tus expedientes angustiosos y degradantes para vivir no te sonrojan, ¡y en cambio...!

FEDERICO.- Es que son hábitos, y ya no puedo vivir sin ellos. Tomás, Tomás, me duele mucho decírtelo; pero te lo diré. Soy vicioso. La idea de una vida sosa y correcta, con el bienestar acompasado de un modesto rentista, me causa horror. No quiero esa vida, no la quiero. El veneno se ha adaptado a mi naturaleza, y ya no puedo existir sin él.

OROZCO.- ¡Palabrería, farsa! ¿Cómo pretendes hacerme creer que prefieres esa vida de sobresaltos...?

FEDERICO.- Créelo, sí. Detesto la tranquilidad. No sé cómo hacértelo comprender. Los conflictos diarios, las angustias, el no respirar, el no vivir, la excitante lucha, prodúcenme placer insano. Soy como el borracho incorregible que se siente envenenado por el alcohol, y lo apetece con todas las energías de su naturaleza. Yo apetezco el mal, el picor terrible de las dificultades pecuniarias, las emociones del azar, con sus desmayos hondos y sus alegrías delirantes.

OROZCO.- Nada de eso pertenece a la realidad. O es un desvarío de enfermo, o tus argumentos sirven para ocultar alguna poderosa razón, que ignoro. Hazte cargo de que tu padre, de un modo inconsciente, es quien...

FEDERICO.- No nombres a mi padre. Obra tuya es esta idea, esta combinación que tiene una cara divina y un reverso diabólico. Te conozco bien. Tomás, despréciame, no hagas caso de mí. Yo no merezco ni que me mires siquiera.

OROZCO.- No salgas ahora por ese registro de las alabanzas para aturdirme. No hables de generosidad. ¿Te molesta mi protección? Pues nada verás en mí que te la recuerde. ¿Quieres mostrarte ingrato? Mejor. A mí me gusta la ingratitud... Y si las anomalías de tu carácter te llevan a pagar este beneficio con alguna acción fea, aunque sea de las más villanas, a mí no me importa... Mejor. Me agrada recibir mal por bien. Así se purifica nuestra voluntad; así se templa nuestro espíritu para adquirir firmeza y vigor, que lo hacen inconmovible ante los peligros de que le cerca la miseria humana; así nos aproximamos un poco a la Divinidad, que si nos parece tan grande, es por la indiferencia con que mira impávida, desde su altura, a los que continuamente la desprecian, la ultrajan o la escupen.

FEDERICO.- (Con exaltación.) Tomás, si te digo que me pareces sobrenatural, no expreso todo lo que siento... Déjame: tengo que añadir que... tu perfección me lastima... Yo también... a mi modo... quiero ser perfecto... yo también quiero acercarme a la divinidad... No me gusta que nadie suba más que yo...

OROZCO.- Pues te dejaré. (Aparte.) ¡Infeliz, qué pena dejarlo así! (Alto.) ¿De modo que no hay manera de reducirte?

FEDERICO.- No, no discurras más. ¿Para qué? Convéncete de que anhelo ser pobre. (Con sarcasmo.) Me ha dado por ahí... La riqueza te sirve a ti de escala para remontarte a la perfección; pues yo quiero que mi escala sea la indigencia. Penuria, vergüenza, mortificación, sufrimientos: eso es lo que necesito para regenerarme.

OROZCO.- (Con humorismo.) ¿Santidad tenemos?

FEDERICO.- ¿Por qué no? ¿Es que quieres tú monopolizarla?

OROZCO.- De ningún modo.

FEDERICO.- ¿Te molesta la competencia?

OROZCO.- (Aparte.) ¡Perturbado está de veras! (Alto.) Dime, ¿te irrita la protección que hemos dado a tu hermana y a su novio?

FEDERICO.- Sí... tal vez... ésa es la causa de que no podamos entendernos.

OROZCO.- Vamos, no sé cómo tengo paciencia para oírte. Lo que a ti te hace falta, bien lo sé yo...

FEDERICO.- Una camisa de fuerza.

OROZCO.- No: reposo, expansión, salir de Madrid. Vaya, te propongo una cosa. Vente conmigo a las Charcas.

FEDERICO.- ¿Al campo? ¿Vas de caza?

OROZCO.- Sí, esta tarde. Pasaremos allí los días de fiesta.

FEDERICO.- ¿Quién va contigo?

OROZCO.- Hasta ahora cuento con Aguado, con Calderón... También va Malibrán.

FEDERICO.- ¿Le has convidado?

OROZCO.- Se ha invitado él mismo. Hace tres días que no me deja a sol ni sombra. En fin, ¿vienes o no?

FEDERICO.- No puedo, no.

OROZCO.- Sí... con los quehaceres que te agobian...

FEDERICO.- Tengo una cita.

OROZCO.- Mujeres... ¡Oh!, siempre en malos pasos.

FEDERICO.- ¿Qué es eso de... mujeres? Habla con más respeto... Es una dama.

OROZCO.- Peor para ti. ¿Ésa es la santidad y ése es el ascetismo de que me hablabas antes?

FEDERICO.- ¿Y qué tiene que ver? El amor no quita los principios... Yo tengo principios.

OROZCO.- Que nadie entiende.

FEDERICO.- Los entiendo yo, y basta.

OROZCO.- Si soy lo que dices, tu idea representada en una sombra, debo entenderlos.

FEDERICO.- (Irritado y nervioso.) Sombra o realidad, tu presencia, tus visitas me mortifican horriblemente. Si me hicieras el favor de marcharte...

OROZCO.- Sí, hombre...

FEDERICO.- Y de no volver...

OROZCO.- Como gustes. (Estrechándole la mano y contemplándole cariñosamente.) Quédate con Dios... (Aparte.) No le entiendo... Carácter indomable, cabeza perdida. (Alto.) Que descanses.

FEDERICO.- Descuida. ¡Descansaré!...