Escena IV editar

FEDERICO.


FEDERICO.- Se fue... ¡Qué consuelo! ¡Libre de ese hombre! Temo que vuelva. Huiré y me esconderé donde no pueda oír su voz, donde su mirada noble y profunda no me anonade... Imposible vivir así... Yo confiaba ¡menguado de mí!, en que este secreto no se descubriría fácilmente, y ahora resulta que no tardarán en conocerlo todos nuestros amigos, medio Madrid, y él... ¡Pero qué hombre, santo Díos! ¿Por qué lo hiciste de tan rara perfección para ponérmele delante en esta hora crítica de mi vida? ¿Por qué no es un malvado, un egoísta sin entrañas, un envidioso, un falso al menos, siquiera un hombre vulgar, de estos que forman casi toda la trama del tejido social?... (Rehaciéndose.) Valor; esperaré a pie firme hasta que un amigo infame le revele la terrible, la ignominiosa afrenta. Sucederá entonces lo que es de rúbrica: el hombre ofendido me exigirá reparación; se la daré con la estúpida forma del duelo, y... ¡Cuán grotesca es la sociedad! Deberíamos todos embadurnarnos la cara con harina como los clowns, o colgarnos cascabeles de las orejas, como los antiguos bufones, pues somos unos grandes mamarrachos. (Inquietísimo.) No sé qué hacer... No me atrevo a salir. Temo encontrármele en los pasillos... en la escalera... en la calle... No salgo, no. Quiero estar solo. No me agrada más conversación que la mía, como la de un amigo que se despide porque yo me marcho, yo me rindo, yo no puedo vivir así. La vida, tal como la voy arrastrando ahora, es carga superior a mis culpas. Ya merezco el descanso... Ya... (Suena la campanilla.)