Ratos de solaz editar

La cristiandad está de luto; conmemora en sus templos, con cantos lagrimosos y lóbregas plegarias, el aniversario de la muerte de Jesús; y Juan Anocibar, nacido y criado en los Pirineos, todo embuido de la fe ingenua que mantiene incólume su reino en aquellas regiones montañosas, cerradas aun a la irrupción del progreso, ni un momento piensa, en ese día del viernes santo, en sustraerse al cumplimiento de los preceptos que le enseñó el cura de su aldea natal: ayunar y holgar.

Holgar no le hace ninguna cuenta, pues ha tomado por un tanto, con dos compañeros, un trabajo de alambrado; y por lo que es de ayunar, con sólo mirarle la cara, un poco antes de las doce del día, se tendrá la seguridad de que hace un verdadero sacrificio a sus infantiles convicciones.

En la Pampa, no hay iglesia sino en los pueblos, y no puede Juan, hacer veinte leguas, y perder tres días o cuatro: «para hacerles el gusto a los frailes», dice, riéndose; pues a pesar de haber conservado para ciertas prácticas un respeto supersticioso, no deja de burlarse un poco, desde que de su tierra salió, de los que, en su niñez, se lo impusieron; y, vistiéndose con su ropa dominguera, temprano se vino a la pulpería.

Allí, espera, fumando, -pues el cigarro no quiebra el ayuno-; y conversando, a ratos, que lleguen la doce para poder, en fin, comer. Y a medida que se viene acercando la hora, parece marchitarse más y más su grande y pesado cuerpo de atleta: su ruidosa alegría de hombrón algo bruto se calla, y rehuye hasta los juegos de manos que tanto le gustan siempre. Los gauchos que ahí están no participan, en general, de sus preocupaciones; comen, beben, y no dejan de hacerle algunas burlas:

-«Mire, don Juan, que mañana, le va a quedar flojo el alambre, si no come hoy.

-¿Qué quiere? Amigo; no puedo; me parece que si, en viernes santo, comiera antes de las doce, me haría mal».

Por fin, en el tosco reloj de la tienda, adelantado subrepticiamente de un cuarto de hora por el pulpero compasivo, han dado las doce; con un puñetazo formidable en el mostrador, se endereza el vasco, y dejando ver, en amplia risa, sus dientes alargados por el hambre, exclama: «¡Ahora sí mozo!»... Pero vacila en su resolución: iba a pedir un chorizo, cuando se acordó que, el viernes santo, la carne es prohibida, y sofrenando sus ganas pide una caja de sardinas, con pan y vino. Las sardinas desaparecen, y el pan y el vino; todavía no conversa don Juan, pero ya vaga sobre sus labios aceitosos y en sus ojos azules una sonrisa de satisfacción. Ha cumplido con su deber de cristiano, y puede comer ahora sin temer de cargar su conciencia con un pecado; y come, -¡mil demonios! -come con un apetito bestial. Después de dos cajas de sardinas, devoró una de ostras; no le gustan mucho, pero hay que comer algo que no sea carne, y no se puede comer siempre sardinas; y al enumerarle el pulpero las demás conservas que adornan sus estantes, oye: «pimientos morrones españoles», y pide una caja, y come a plena boca las picantes frutas coloradas que son, para él, como rayos del sol de su tierra encerrados en una lata.

Dos cajas de pimientos rojos pasan por el rojo trapiche de su boca poderosa, mascados y tragados con gran ruido de labios y mandíbulas.

Se ríe ahora el vasco, gozoso; hazaña les ha parecido el almuerzo a los gauchos que lo miran extasiados; y dele vino para apagar el fuego que dejan tras sí, inextinguible, semejantes manjares.

-«Pues, amigo, dijo uno, ¡qué atracón!»

Para cumplir en algún modo con la regla, todos los que tienen hogar se llevan para su casa un pedazo de bacalao; es una especie de comunión pascual que nada tiene de penitencia, pues al contrario, es un pretexto para variar un poco la comida. Todavía no ha muerto la religión de Cristo.

¡No ha muerto! No; apenas han dado las diez, el sábado, por la mañana, empiezan a chisporrotear las gruesas de cohetes de la India, llenando el aire de ruido alegre, de humo y de olor a pólvora, espantando los caballos atados en el palenque, haciéndolos patalear y tirar de los cabestros.

Es el Sábado de Gloria, y el sol otoñal, glorioso como una resurrección, desparrama por todas partes sus rayos de oro que calientan sin quemar y penetran las almas sencillas del intenso y suave gozo de vivir.


* * *


Muchos otros días de fiesta hay en la Pampa, pero muchos también pasan desapercibidos; no abundan siempre los pesos, y sin plata, la diversión tiene que ser poca.

Así mismo, no se perderá ocasión de correr algunas carreras, o de armar alguna partida de taba o de naipes, y la guitarra convidará al canto y al baile.

En las fiestas populares, dadas en cualquier ocasión, para el santo del patrón o para entablar en debida forma la manada chúcara de los electores, el asado con cuero será el gran atractivo; y la fiesta del Patrono del pueblito no irá sin carreras de sortija, que permitan a la juventud lucir su habilidad y su elegancia.

Por lo demás, cuando se quiere, todo puede ser fiesta; y nada como la marcación, por tal que sea de convite, para ser pretexto a mil diversiones, con acompañamiento de bailes y torta frita.

¡Y la noche de San Juan!, con sus mil fogatas de chala, que iluminan toda la campaña y parecen grandes ojos amigos cambiando guiñadas.

-«¡Mirá! Ya prendió don Pedro.

-»¡No! Es el de la Barrancosa.

-»¡Qué lindo el de doña María!

-»¡Y alla, en la loma!» Y en todas partes, surgen, efímeras y brillantes, las alegres estrellas, y con la languidez de las tibias noches del veranillo, las insulseces de los versitos de confitería parecen verdad a las niñas morochas, Salomés sin crueldad, dispuestas a entregar su corazón, sin exigir, en cambio, la cabeza de ningún Juan.

Navidad poca alegría suele traer. Hace mucho calor en la Pampa, en Diciembre; y Navidad es una fiesta de invierno europeo, fuerte y crudo, fiesta íntima de comilonas opíparas, enormes, en salas herméticamente cerradas y bien calentadas, mientras, afuera, cae y se amontona despacio, en los surcos adormecidos, la nieve silenciosa. En la campaña argentina, le falta forzosamente su principal atractivo.

-«¡Ché!, decía el hijo de un mayordomo francés al hijo del capataz de la estancia, criollito de la misma edad que él, ligeramente ataviado con una bombacha rota y una camisa sin botones, ¡ché!, esta noche pongo mis zapatos en la estufa. ¿Y vos?

-¿Yo?, contestó el chinito sorprendido; en casa no hay estufa, y yo no tengo zapatos».

El carnaval, sí, podría ser lindo y lleno de gracia, por la estación en que cae, si el gaucho supiera reír; pero no sabe. Y durante tres días, hace vanos esfuerzos para persuadirse que se divierte; harapos sucios de telas chillonas, adornos de papel y moños de cintas, caretas insulsas e uniformes de alambre tejido, con los ojos sonsamente azules y sus mejillas de color enfermizo, carritos llenos de guitarras mal templadas y de acordeones desafinados, con hombres vestidos de mujeres, y otros hombres disfrazados de payasos o de no se sabe qué, que recorren leguas, sin otra gracia que la de gritar, en cada palenque, con voz aguda, «¡Te conozco! ¿cómo te va?» y de recibir con la contestación: «Te conozco mascarita», algunos jarros de agua.

Da tristeza el carnaval.