Caballo de tiro

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El patrón llamó a José y le dijo: «Apróntese para ir de chasque, tempranito, mañana, a las «Dos Hermanas», y como tiene que andar de prisa y traerme la contestación sobre la marcha, llevará caballo de tiro».

José era gallego; pero, desde unos seis meses que andaba trabajando de peón en el campo, se había hecho todavía algo desmañado en ciertas cosas, aunque regular jinete; y como conocía el camino de la estancia de las «Dos Hermanas», le pareció cosa fácil y de bien poco trabajo, ir y venir en seguida; en total, eran diez leguas, poca cosa para asustarlo, sobre todo llevando caballo de tiro.

Nunca, es cierto, había tenido ocasión de andar así, pues no poseía más que un mancarrón propio, y, una sola vez, había ido con un compañero, arreando tropilla, lo que también le pareció, y con razón, un lindo modo de viajar. Pero varías veces, había visto cruzar por los caminos o por el campo, o llegar a la estancia, a gauchos que andaban con caballo de tiro, lo que le había parecido lo más bonito y cómodo.

¡Tan bien que iban, y tan ligero; y tan descansados, al mismo tiempo! Daba gusto ver al jinete galopar en el ensillado, con esa regularidad rítmica de paso y esa serenidad que nada turba, mientras que, desnudo y liviano, trotea el de tiro, igualándose bien en la marcha, ambos, y caminando a la par, tan acordes como las dos manos de un pianista, aunque una toquetee ligero la sonata, mientras la otra insiste en el bajo, acompañando. Y al salir el sol, el día siguiente, estaba el amigo José ensillando, con todo esmero, un malacara medio petizón, pero guapo, teniendo atado al palenque con buen bozal y cabestro largo, un caballo rosillo alto, delgado y bastante inquieto.

El capataz, al ver que primero ensillaba al malacara petizón, caballo muy manso y bien adiestrado, estuvo a punto de aconsejarle de hacer lo contrario; pero reflexionó que con esos extranjeros, siempre se ven novedades, y se calló la boca. Hizo bien, pues cada uno, en este mundo, se las maneja como mejor le parece; y José pensaba que le convenía más salir en el más manso y dejar prudentemente que al otro se le fueran pasando los bríos con la caminata, antes de montarlo.

Ensillado el malacara, desató el rosillo y montó, teniendo bien arrollado el cabestro con la mano derecha; pero el rosillo era asustadizo, y al verlo montar, pegó para atrás un tirón que casi lo voltea, volviendo sobre sí y queriéndose encabritar.

El capataz, con un rebencazo, lo llamó a la orden, y José pudo asentarse en el recado, tratando, en seguida, de poner el rosillo a la par para emprender la marcha. Fue imposible; pero tirando fuerte del cabestro, y ayudado primero por el capataz que, de a pie, arreaba al animal, empezó a caminar, medio al tranco, medio al trote, haciéndose seguir por el mancarrón testarudo; y pudo hacer así, mal que mal, unas cuadras, lo que viendo, se retiró el capataz para la cocina.

De repente, y como movido por inquebrantable decisión, el rosillo se detuvo, se sentó y quedó plantado en sus cuatro patas, con el pescuezo estirado, sin que nada lo hiciera mover; y José al acordarse cuan fácilmente andaban los gauchos, con su caballo de tiro a la par y sin esfuerzo, se sentía abochornado.

Dichoso el tordillo de no entender el castellano de los alrededores de Vigo, pues no resiste la terrible avalancha de maldiciones que, siempre tirando del cabestro y agachado en el malacara detenido, le sacudía el hombre enojado. Así quedaron luchando un gran rato, hasta que después del desahogo, vino la resolución; y José, aflojando, corrió hasta el mancarrón, y, rabiando, le pegó un rebencazo tal, que al disparar, éste casi se corta los dedos con el cabestro.

Fue una revelación y el principio de la victoria. «Más bien arrear que tirar», pensó en seguida José, y como era medio filósofo, se acordó que mucha gente había como el rosillo, que, a las buenas, se empaca, y sólo cede a palos; y desarrollando la huasca lo más que pudo, corrió detrás del mancarrón trompeta, pegándole unos chirlos cada vez que lo podía alcanzar, haciéndolo disparar como desesperado y siguiéndolo al galope, dándole, de vez en cuando, unas sacudidas que le hacían entrar la travesaña del bozal en el hocico, hasta que el caballo ya tomó el trote y empezó a comprender que mejor era sujetarse.

Acabó por ponerse a la par del malacara dócil, reglando su trote sobre el paso del compañero, evitando de quedarse atrás, donde lo iría a buscar el rebenque irritado, o de apurar el paso, lo que le hacía lastimar a tirones el cutis del hocico; y todos anduvieron entonces mucho más a gusto: el malacara, que no tenía más que seguir con su galope regular y sereno; el jinete, que dejó de sudar y de renegar y hasta pudo, descansado, prender un cigarro, y el mismo rosillo, más que ninguno.

José, después del trabajo bárbaro que primero le había dado este loco, pudo saborear a su vez, ese lindo modo de viajar con caballo de tiro, como lo había visto hacer a tantos gauchos; y no dejó de pensar que, en la vida, los que más valen no son los que se empacan, ni tampoco los que disparan, sino los que, sin echarse atrás, ni querer atropellar, saben andar a la par.

A la vuelta, fue todavía más fácil, porque se iba para la querencia; de donde sacó en limpio José que debía estar haciendo, en aquel momento, algo parecido a lo que su patrón, hablando de política, llamaba, días antes, gobernar con la opinión.