Las travesuras de la llanura


Las travesuras de la llanura

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Toda inmensidad impone: el mar, el desierto, la Pampa hacen al hombre pequeño; y será por esto, quizás, que siempre sueña él con franquear la siempre renaciente sucesión de horizontes con que defienden su misterio.

La Pampa es, de todos los desiertos, el más fácil de vencer; ofrece recursos; tiene pastos y aguadas; está libre de los indios, y bien pocos son los animales feroces o ponzoñosos que viven en ella: su resistencia es puramente pasiva y cede con facilidad; pero no por esto deja de tener sus resabios de redomón mal domado, para rechazar las atrevidas acometidas del hombre.

Y hasta en las partes donde ya no tiene nada que ocultar, donde los ranchos y los montes la tienen como salpicada de hitos, todavía, a veces, se vuelve burlona, y maliciosamente se entretiene en engañar al novicio.

-«La casa de Fulano, por favor, ha preguntado.

-Allá, derechito, se ve de aquí»; le han contestado, enseñándosela en el horizonte.

Y se fue, galopando. Y el viento, viejo criollo travieso, le ha volteado el sombrero, haciéndole a la Pampa una guiñada. El novicio, impaciente, paró el caballo, le hizo dar vuelta, se apeó, agarró el sombrero y volvió a montar; y siguió... derechito. Y después de largo galope, llegó a una casa, persuadido que era la de Fulano; pero le dijeron que no, que allá, a sus espaldas, derechito, era. Hay que fijarse muy bien, en la llanura, para no errar.

También tiene la Pampa brillazones y espejismos engañosos y neblinas espesas; pero más que todo, tiene su cansadora inmensidad, su uniformidad y su silencio. Infunde el peor de los terrores, el de lo desconocido, que no le permite a uno atinar como defenderse.

Únicamente el gaucho le conoce bastante las mañas a la Pampa desierta, para poder vivir en ella y de ella, con relativa seguridad. Su sobriedad, preciosa y única herencia de sus famélicos padres; su aguante, adquirido en las faenas continuas de su vida; la paciencia, virtud nata del pobre; la previsión, que fácilmente adquiere él que sólo puede contar con sí mismo; la astucia, que le enseñan las mismas alimañas del campo; la vista penetrante, aguda, intensa, que dan los vastos horizontes; la observación sagaz que le hace adivinar lo que sólo ve a medias; la sangre fría que ataja los peligros y el valor que se los hace mirar de frente, son sus armas.

El gaucho desdeña la brújula, y hace bien, pues mejor que ella, su solo instinto lo lleva al punto lejano donde tiene que ir, aun por una mañana de cerrazón o por una noche, obscura; mientras que al quererla usar, pronto enredado en las indicaciones del instrumento, tendría que volver renegando con la bruja esa, obra, por cierto, de Mandinga, para engañar a los hombres y hacerles perder el rumbo.

Tiene sus astros familiares que le sirven de guía; y con consultar el viento y las formas de las nubes, la cara ceñuda de la luna creciente o la amable sonrisa de la luna llena; el aspecto tan diverso del sol saliente y del sol poniente, sabe lo que más le interesa, si lloverá o no. Y si tiene que viajar en noche obscura, estudiará a la luz del cigarro el pasto, para distinguir una mata de otra, conociendo su camino por las singulares revelaciones de su botánica especial.

Tampoco tiene el pampeano muchas necesidades: agua, carne y fuego; pero para conseguirlos y conservar así su vida e impedir que la sed le desparrame los caballos, ¿de cuántas precauciones no se rodeará? ¿de cuántos medios no se tendrá que valer?

En la memoria conserva el recuerdo de que en tal punto, hay agua; en tal otro, buenos pastizales; que ha habido vacas allá, hace poco, y que habrá por consiguiente leña, o que en el médano tal, hay raíces combustibles; y allí irá en derechura, y acampará, desprendiendo de la cincha del caballo la pavita que pronto cantará, colgada de la cruz del facón plantado de sesgo sobre un fuego de leña de vaca, para cebar el confortante mate, con la yerba traída en los dobleces del pañuelo. La perdiz, muerta, de un rebencazo, o la mulita, se asa de cualquier modo, y basta con esto para que no se muera un cristiano.

La madrina está bien maneada, con cuidado especial; las huascas son fuertes y bien sobadas; el crédito descansará, atado a soga, cerca del amo, a mano, por si acaso. Y confiado, se estira el gaucho en su recado, envuelto en su poncho, y duerme...

Bastará, a veces, que el maneador bien engrasado baya tentado al zorro hambriento, para que el caballo suelto y espantado dispare, punteando para la querencia, dejando al jinete presa segura del hambre y de la sed.

Las leguas en la Pampa, con un buen caballo gordo y guapo, parecen siempre pocas y cortas; con caballo flaco, lerdo o cansado, se alargan y se multiplican; pero, a pie, se vuelven infranqueables; y la llanura burlona se ríe de la desesperación del hombre impotente, festejando, muda, como inocente travesura, su crueldad de madrastra.