XVIII

Amaneció el 11 de Junio, revuelto y brumoso, y el aire traía un aliento cálido precursor del Levante. Como domingo, el Grao se adormecía en el descanso de las faenas comerciales. Triste es el día festivo, dígase lo que se quiera, en los puertos de mar; tristes el silencio y quietud de los muelles, las banderas izadas en los barcos sin ruido, los marineros endomingados, las embarcaciones menores, gabarras y botes, metidos todos juntos en estrecha dársena, y apretados unos contra otros dando cabezadas, como el rebaño dentro de las teleras... Así lo pensaba el bueno de Ibero, que después de divagar por los muelles, recorría todo el espigón hasta la farola... Hacia la mar ancha miraba, y no viendo lo que ver quería, tornaba a los muelles y se asomaba a las puertas de los cafetines próximos al puerto. Bien decía su rostro la impaciencia y ansiedad que turbaban su ánimo: buscaba en la mar un barco, en la tierra un hombre, y ni hombre ni barco parecían. Ocurrió que por la mañana bien temprano salió su patrona al patio, despeinada y ojerosa, y con el tono más desconsolado le participó que la cosa había salido muy mal... ¡Qué desdicha! ¿En qué estaba Dios pensando?... A poco llegó el señor Leal, también desgreñado, la boca torcida, borrachos de insomnio los ojos y el pensamiento, tartajosa la palabra, el ánimo espantable; y encarándose con Ibero como si tuviera éste la culpa del fracaso de la cosa, le escupió estos terminachos: «¿Qué haces aquí, gandul?... ¡Oído a la caja... marchen! Cada uno a su puesto... Verás: cojo una estaca y te... Corre y di que atraquen... ¿Está listo el falucho? Que atraquen... Ya estás corriendo... ¿Pero aún estás aquí, bigardo?... ¿A que te rompo en las costillas el palo de la escoba? ¿No me has oído? El falucho... embarcar... corre... Que atraque... playa del Cabañal, fotre; Cabañal, ¡contrafotre!... ¡Corre y vuelve a decirlo, con cien mil fotres!...».

De estas abominables vociferaciones sacó Ibero en limpio que debía dar aviso a Canigó de que arrimara su embarcación a la playa del Cabañal. Nada más fácil que dar esta orden: ya sabía dónde estaba Canigó, pues con él había pasado la noche a bordo de la embarcación, bien arranchada de todo, víveres inclusive. Pero no contaba con el destino adverso que en aquellos días y noches de luna de Valencia desbarataba los planes del primer revolucionario de estos reinos. La embarcación no estaba en el muelle ni a la vista dentro y fuera del puerto, ni Canigó en el café de la Marina, ni las casas, almacenes y barcos en su sitio, porque con la gran turbación y pavura que el caso produjo en la cabeza de Ibero, todo el mundo visible era un Tío vivo que daba vueltas en torno al atontado marinero. Por esto se le vio vagar en el muelle y esparcir sus miradas por el mar alto desde el espigón. Así estuvo casi todo el día, hasta que al fin, al caer de la tarde, vio aparecer a Canigó como si saliera de debajo de la tierra. Llegose a él con la natural ansiedad, y el viejo, después de desahogarse con procaz estilo en San Pedro, San José y otros santos venerables, le dijo que su sobrino Gasparó le había faltado; que su sobrino era un renegado indecente... Pero al fin, a falta del falucho de Gasparó, ya tenía otro, malo y con los fondos podridos, eso sí; pero a falta de pan, tortas... y vuelta a desahogarse en los santos de más alto copete, y a llorar de rabia y a patear el suelo, que no tenía culpa de lo que pasaba. «¡Tripas mías -dijo con bramido-, haceos corazón, y avante, avante!... Arrimaremos al Cabañal cuando cierre la noche... Avisa para que estén listos... Víveres no tengo; el barco navega de milagro. Pero Dios hará el milagro esta noche, y viva Prim, y yo me descargo en Gasparó y en la perra de su madre».

Y cuando descendió la noche, llorosa, destemplada y con raudos celajes que ocultaban la luna, un grupo de hombres de apariencia humilde a buen paso se dirigía desde las casas del Cabañal a la playa cercana. Sin detenerse entraban en el agua hasta media pierna, para ganar una lancha en que se embarcaron presurosos. La lancha se alejó con vivo golpear de remos. Quedaron en la playa tres individuos: don Joaquín Aguirre, Clavería y Vicente Jiménez, inquilino de la mísera casa donde pasó Prim la cruel, angustiosa noche del 10 al 11; hombre modesto y de pocas palabras, de alma bien templada para el sacrificio. Todo el día 11 anduvo la policía en la persecución de los conspiradores, buscándolos en los cafés, casas particulares y de huéspedes. Jiménez, con astucia y sagacidad admirables, desvió la acción policíaca de la persona y guarida del General, y consiguió embarcarle sin el menor tropiezo. ¿Dónde estaban los carabineros, cabos de mar y polizontes? Nadie lo sabía. Se dijo que el propio Villalonga arregló la salida de Prim por un lado, mientras la policía echaba los ojos por otro. Años adelante, hablando de esto con sus amigos, Prim lo negaba rotundamente, y toda su gratitud era para el valiente y obscuro Vicente Jiménez.

Los que en la playa quedaban aguardaron atentos hasta que vieron al falucho dando al viento sus velas rotas, y arando las olas con su quilla podrida. Allá iba Prim, el infatigable revolucionario, a merced de las aguas revueltas y de los vientos furibundos, en retirada de una empresa fallida, y ya pensando en otra, sin que le arredraran los reveses ni en su grande ánimo decayeran la idea destructora y la pasión ardiente que le impulsaban. Allá iba en un barco roto, sin víveres ni abrigo, valiente, inflexible, temerario. Resucitaba en nuestro tiempo la andante caballería, desnudándola del arnés mohoso y vistiéndola de las nuevas armas resplandecientes que van forjando los siglos.

Los demás auxiliares de la conspiración desaparecieron el mismo día, o al promedio de la noche. Cada cual buscó su escondite o cogió la ruta que creía más segura contra persecuciones, y ninguno sabía del paradero de los demás. Teresa y Leal, que escaparon en una tartana poco después de darse a la vela el falucho, no supieron decir a un amigo si Carlos Rubio había embarcado con Prim o se ocultaba con Aguirre en espera de favorable coyuntura para marcharse a Madrid.

Como almas que lleva el diablo iban hacia Requena Teresa y Jacinto, este dado a los demonios, maldiciendo la hora en que vino al mundo. Lo que sufrió Teresa en aquel viaje no es para dicho. Y no era lo peor que fueran desconsolados, desavenidos, iracundos, sino que iban sin dinero, pues lo que ella trajo de Madrid se lo gastó Jacinto en pitos y flautas, dejando de añadidura en Valencia trampas engorrosas, y en aquella triste fuga no tenían santo ni demonio a quien poder encomendarse. Pero como Dios da su amparo a los buenos, y aun a los malos cuando estos van más desesperados de socorro, sucedió que, al parar la tartana en Chiva, se les apareció como bajado del cielo Manolo Tarfe, que vegetaba en aquellas tierras al cuidado de sus viñas y de una tía tan vieja como rica que había testado en su favor. Providencia fue el simpático caballero para los fugitivos, pues generosamente, y antes que se lo pidieran, les proveyó de lo más necesario, y les dio la compañía y guardia de dos criados suyos para que les acompañasen hasta Requena y allí les albergaran en lugar seguro.

Aburridísimo estaba el buen Tarfe en la soledad de Chiva, villa triste habitada por carlistas, campo feraz de robusta vegetación media en que se dan la mano la manchega y la valenciana. Poco aficionado a la vida rústica, trataba de acomodarse a ella, contemplando a su tía medio perlática y los hermosos olivares y viñedos que poseía. De su tedio le consolaban dos veces por semana las cartas que recibía de Beramendi con noticia sabrosa del teje-maneje político y entremeses picantes de gacetilla social. A mediados de Junio le escribió el amigo que aterradas doña Isabel y su camarilla por la intentona de Valencia, los ángeles o diablos tutelares de la soberana acordaron despedir a O'Donnell y llamar a Narváez. Leía Tarfe estas gratas correspondencias al pie de un algarrobo o de un peral, en las fértiles heredades cercadas de aloes, y allí espaciaba su espíritu en el comento silencioso de los sucesos transmitidos por la escritura.

Decía la carta: «Aunque lo de Valencia ha sido otro mal parto, en Palacio tiemblan y dicen: a la quinta o a la sexta va la vencida. Bien se ve que el ejército se cuartea con la continua sacudida subterránea, y se desmoronará si una mano fuerte no acude a su reparación y fortaleza. Esta mano no puede ser otra que la de O'Donnell... Ya tienes el Espadón en la calle, y a don Leopoldo en el Ministerio de la Guerra y Presidencia del Consejo, con su inseparable Gran Elector, y con Zabala, Calderón Collantes, Alonso Martínez, Cánovas, etc... Pásmate de lo que voy a decirte. La Reina, que ve las orejas al lobo, consiente en reconocer el Reino de Italia. ¡Cuando la señora se decide a reinar por sí, apartando con atrevido gesto la férula de Pío IX, figúrate qué procesiones andarán por dentro! Las damas que incluyen en sus programas de elegancia el Poder temporal del Papal, están que trinan, y la llagada Patrocinio nos prepara uno de los más sorprendentes milagros de su repertorio. Pero es dudoso que podamos verlo, porque el Gobierno (lo sé de la mejor tinta, de la propia boca de don Leopoldo) ha resuelto exportar a la Madre, mandándola a Roma con el Padre Claret para que puedan allí milagrear libremente... ¿Logrará O'Donnell amansar a la revolución? Yo lo dudo. Me consta que se ofrecieron carteras a Sagasta y Fernández de los Ríos, y que estos las rechazaron. Tendremos amnistía, libertad de imprenta, reformas electorales, y no sé qué otros anzuelos con que se quiere enganchar a los desmandados peces de la Libertad. ¿Picarán? Yo creo que no, porque con todas esas concesiones a lo que mi hermano Gregorio llama el espíritu del siglo, Italia reconocida, la monja y el obispo mandados a freír espárragos, la política llevada por mejores vías, con todo eso y más que hubiera, aún queda en pie la muralla de la China, o sea los obstáculos... ¿Y de Prim, qué sabes?».

En otra carta escrita en pleno verano, le decía: «¡Ay, Manolo de mi alma, qué feo está Madrid! Por tu vida, no vengas acá, no abandones tu geórgico apartamiento, duerme tus siestas bajo un olivo, lejos de este infernal freidero. Si ahí te acribillan las moscas, aguántalas con paciencia, y acuérdate de los que aquí sufrimos las picadas de los tontos que en este nefando Madrid con el calor se multiplican y aguzan sus penetrantes aguijones. El verano ahuyenta despiadado a los pocos discretos, y embota las facultades de los que se quedan aquí. La enfermedad de mi señor suegro ha trastornado todos nuestros planes. María Ignacia no se determina a salir, y yo digo como aquel bruto: Ni se muere padre ni cenamos.

»La Corte se ha ido a La Granja; la política duerme una lúgubre mona; ausentes los llamados hombres públicos, los vagos de Madrid nos entretenemos vaticinando la próxima sedición militar. El pueblo la siente en su corazón con latido enérgico y profundo... Desde la famosa noche, ¡ay, mamá!... del bendito San Daniel, el temor y el gusto de una jarana ruidosa alientan en todas las almas. El pacífico vecino de esta Villa y Corte podrá meterse en la cama sin persignarse, no sin frotarse las manos diciendo: 'de mañana no pasa'. Un secreto instinto dice al pueblo que las aberraciones existentes no pueden continuar. Rara es la casa en donde la señora no manda a su doméstica, los más de los días, por provisiones extraordinarias: en el momento menos pensado será peligroso salir de casa. ¿Óyese un rumor callejero de granujas revoltosos?... pues hay carreras, y la gente despavorida se mete en los portales. ¿Suena el chasquido de una fusta?... ya que han empezado los tiros.

»Comprenderás, querido Manolo, por los brochazos de realidad que te transmito, que he descendido de mi globo para recrearme pintando las chapucerías pedestres de esta vida ramplona. Mis vesanias son temporales, alternas, rítmicas, y ahora estoy en la humorada de arrastrarme por el bajo suelo, todo baches y polvo. Además, mi buen Confusio, que es quien con su dislocada imaginación me saca de paseo por los espacios, hállase estos días algo turbado de sus excelsas facultades, y no acierta, según dice, con el desarrollo y secuencias de los extraordinarios sucesos archi-lógicos que refiere. Quéjase de que la soberana lógica se le pone de uñas; vese obligado a frecuentes enmiendas de su labor, a rectificar lo escrito y a desandar unos caminos para entrar en otros; en fin, que el hombre se ha hecho un lío, y es como una araña que se enreda en sus propias urdimbres... Antes que se me olvide, Manolo, ya he sabido de Prim. Está en Vichy tomando las aguas. Me lo ha dicho Muñiz, que ayer tuvo carta del grande hombre. Por más que apreté a Ricardo para que me dijese en qué lugar del planeta trabajan ahora estos tejedores de la revolución, no he logrado saber nada. Por latidos o vibraciones que llegan hasta mí, sé que hay todavía en el Gobierno esperanzas de inteligencia con Prim, y que se le ha indicado que venga para celebrar entrevista con O'Donnell. ¿Vendrá? ¿Se entenderán? Creo que esto no lo sabe ni el mismo Confusio, entendedor supremo de las cosas que no han pasado y deben pasar, o de lo que debiendo ser no es».