XVII

Y he aquí que el buen Leal, que a todo atendía, dijo a Bero: «Hasta mañana nada tendrás que hacer... En tanto, vete a casa; duerme, come, y de allí no te muevas hasta que se te den órdenes». Obedeció el marinero, y aquella noche durmió en la casa de Leal. Al día siguiente se le dio de comer todo lo que quiso. Obediente a la consigna, el hombre no se movió del patio, y pasaba las horas sentadito en un poyo, o acariciando a un perrillo que con él hizo francas amistades. Llegose a él la patrona, movida de intensísima curiosidad, primer estímulo del alma de mujer, y con semblante risueño le sometió a un proceso verbal muy minucioso.

«Tú eres Santiago Ibero.

-Sí, señora.

-Tú te escapaste de la casa de tus padres.

-No, señora: de la casa de un primo de mi padre, don Tadeo Baranda.

-Es lo mismo. ¡Valiente pillo estás! ¿No te da vergüenza de ser tan loquinario y tan andariego?

-No, señora.

-Y parece como que se alaba... ¿Habrase visto...? Tú corre que corre por esos mundos, y tus padres muertos de pena... y el pobre Clavería medio loco buscándote... ¿Pero dónde diablos te habías metido?».

Puso en esta pregunta Teresa todo el fulgor de su mirada, queriendo turbar así la seriedad estatuaria del mocetón. Las respuestas de este caían de sus labios opacas y frías.

«Parece que estás lelo... Y esos ojos de azabache, ¿para qué los quieres? ¿Para no decir nada? Vaya, que no he visto marmolillo igual... Bueno: pues dígnate ahora contestarme con más alma a esta otra pregunta: ¿eras el paisano que con otro paisano y un sargento fue preso en Leganés?

-Sí, señora: yo fuí.

-Según eso, no te embarcaste para la Habana.

-No, señora.

-Ya... ¿Con que te prendieron?... ¿Y a dónde te llevaron?

-A Melilla.

-Y allá estarías cautivo meses y meses... y te trataron como a un perro, y... ¿Dices que sí?... Pero lo dices sin indignación. ¿Eres de piedra? Padeciste hambre, malos tratos... ¡Pobrecillo! ¿Y cuándo y cómo saliste de allí?

-El cuándo no puedo decirlo... No tenía yo almanaque para saber eso... Sé que era invierno, que hacía frío...

-¿Fuiste absuelto; te dieron la libertad?

-No, señora: me escapé.

-Vamos, vamos... No te costaría poco trabajo... ¿Y te escapaste solo?... ¿No? Te fugarías con otros presos. ¡Vaya una familia! Asesinos, secuestradores... El que menos habría matado a su padre.

-Sí, señora...

-Ya me contarás otro día cómo fue esa escapatoria. Me gustan mucho las novelas no escritas, sino contadas... Dime otra cosa: ¿qué idea llevabas cuando dijiste al cura 'tío, buenas noches', y te fuiste a Madrid?

-Llevaba la idea de hacer alguna cosa grande, como las que yo había leído en la historia de Méjico.

-¡Cosas grandes! -exclamó ella con vago aturdimiento, dejando volar su mirada más allá del espacio que ocupaba la figura que tenía delante. Y al regresar de aquella escapada por el espacio, traía su espíritu esta inflexión burlesca-: Cosas grandes son... las pipas en que se guarda el vino... las velas de los barcos, los rabos de las cometas... ¿A fabricar esto querías dedicarte?... No lo creo. A ti se te habían metido en la mollera otras grandezas... Lo que hay es que te caíste de un nido, y al estrellarte se te rompió la cabeza, como se rompe una hucha, y las ideas grandes se te salieron y se te desparramaron por el suelo. Consecuencia: que no has podido hacer lo grande, porque el mundo no está para eso, ni lo chico ni nada, porque toda la fuerza se te ha ido en querer cosas imposibles... Al fin sonríes... Gracias a Dios, ya veo alguna luz en esa cara, que tiene el color y el viso del café tostado... ¿Te sonríes porque me oyes decir las verdades?... Pues oirás otras... ¿Puedes decirme a dónde fuiste a parar cuando te fugaste de Melilla?

-Anduve por la costa... me escondía de noche en cuevas que hay... orilla de la mar... comía lapas... Una tarde vi lanchas... una muy cerca... y en ella hombres que pescaban... moros ellos de Argelia... Grité... me recogieron y me llevaron a un pueblo que llaman Nemours... De allí fui a Orán. En Orán me contraté en un jabeque español que iba al contrabando de Gibraltar... Fui a Gibraltar, metimos el contrabando y fuimos a echarlo en Estepona... Digo que fuimos; pero no que lo alijamos, porque nos salió una escampavía... Era una noche más negra que el morir... ¡con una mar...! No se ría usted, señora, que el caso no es de risa.

-Deja que me ría (cantando). '¡Ay, mamá, qué noche aquella!...'.

-La escampavía nos largó un cañonazo... Corría más que nosotros... nos cogía; casi estábamos cogidos... El patrón y dos marineros echaron al agua la lancha mayor. Yo con otro hombre... se llamaba Periandro y era griego de nación... nos metimos en el chinchorro, y bogamos mar afuera, bogamos, bogamos, con toda el alma en los puños...

-¿Y os salvasteis?...

-La obscuridad quería salvarnos, y la mar furiosa nos quería tragar. Bogábamos sin decir palabra... No había que decir más que una: 'boga, boga...'. Pero el maldito Periandro, que entró en el chinchorro borracho perdido, soltó de pronto el remo, y me mandó achicar. La embarcación hacía agua como un cesto... Yo achicaba... el diablo del griego me dijo que yo pesaba mucho, y que nos ahogaríamos... Yo le dije que yo no me ahogaba... Le vi con intención de echarse sobre mí para tirarme al agua.

-¡Ay, pobrecito! -gritó Teresa piadosa y asustada-. ¿Y tú...?

-Nada, ¿qué había de hacer? Antes que me matara lo maté yo a él... y lo tiré al agua... Un día y media noche más me aguanté en mi chinchorro, hasta que me cogió don Ramón.

-¡Jesús, que peso me has quitado de encima!... Yo creí que te habías ahogado... ¡Demonio de griego!... ¿De veras no te mató? ¿De veras no te tiró al agua?... Esto parece cuento... Con que un día y media noche... y sin comer... y muertecito de frío... A ver, cuéntamelo otra vez.

-Con una basta.

-Don Ramón te trataría muy bien. ¿Verdad que es un hombre buenísimo don Ramón?

-No hay otro como él... ¡Y lo que sabe! ¡Y las tierras y personas que ha visto!... ¡Y las cosas tremendas que le han pasado!... ¡Y lo que ha leído, y las palabras buenas que le dice a uno, sacando el ejemplo de lo malo que él ha sufrido!».

Notó Teresa que el rostro curtido de Ibero y sus ojos negros, luminosos, adquirían singular expresión de arrobamiento hablando de su capitán. Después de repetir los elogios del valiente marino y propagandista liberal, prosiguió así: «A él debes la vida y el pan que comes, y el ser un hombre útil y honrado, aunque sin pasar de simple marinero». Declaró entonces Ibero que su capitán le había enseñado todo el trajín del oficio de mar y el manejo de los instrumentos náuticos, instruyéndole asimismo en el saber de las estrellas que en la bóveda del cielo guían a los navegantes, y en el giro de los planetas en derredor de nuestro sol. A más de esto, habíale hablado del grande sufrimiento de los pueblos oprimidos por leyes injustas, y de la obligación en que estamos todos de ayudar a sacudir el yugo... Espejo y norte de todos era Prim. Lagier veía en él como un enviado de Dios; Ibero, la encarnación de un pueblo que lucha por desatarse de ligaduras cuyos nudos estaban endurecidos por los siglos. Él no se daba cuenta del cómo y porqué de estas ligaduras; pero las sentía en sus muñecas y en sus tobillos, y los efectos de ellas veía en cuanto le rodeaba.

«Se conoce que quieres mucho a Prim -le dijo la patrona-. Bien, hombre, bien. Déjame que te haga otra pregunta... Si te parece que soy demasiado curiosa, no contestes, y en paz. Vamos a ver: tú sabes que a don Ramón le hicieron una trastada los frailes de Marsella... En un colegio de aquella ciudad, dirigido por un señor Oliver u Olivieri, puso a sus dos niñas, Teresa y Esperanza, y a un niño pequeño. Las dos niñas fueron arrastradas con manejos hipócritas a su perdición... el niño murió. Sabrás por el mismo don Ramón esta historia negra... Lo que el buen señor padeció viendo aquel desastre de sus criaturas y no hallando en los Tribunales quién le hiciera justicia, también lo sabrás... Él mismo nos ha contado que estuvo a punto de perder la razón, y que su dolor no se calmaba con nada de este mundo. Para distraerse de su pena, se metió más en los trabajos de la mar y en lecturas de cuantos papeles caían en sus manos. Leyendo, leyendo, llegó a dar en unos libros que... no sé si enseñan verdadera ciencia o cosa de magia... Ya comprenderás lo que quiero decir... Ello es que don Ramón se apasionó por lo que leía, y que tuvo por verdadero cuanto dicen los tratados de aquella ciencia, religión, magia o lo que sea. ¿No se llama eso el Espiritismo?

-Sí, señora.

-¿Y a ti te ha enseñado Lagier esas cosas, y crees en ellas?

-Sí, señora.

-Según parece, los que creen eso llaman a los espíritus, y estos acuden dando golpecitos con las patas de las mesas... También se les llama con un querer fuerte: vienen las almas de los que se murieron, y habla uno con ellas como yo estoy hablando contigo.

-Sí, señora...

-¿Y tú crees, tú has hablado...?

-He hablado con mi padrino don Beltrán de Urdaneta, un caballero noble, que sabía mucho, y era en todo generoso y grande.

-¿Y qué te ha dicho?

-¡Ah! muchas cosas. Me ha dado ejemplos de su vida noble para que los imite, y me ha dicho que obedezca al capitán Lagier en todo lo que me mande.

-¿Y el capitán te manda...?

-Por de pronto, que vaya a ver a mis padres...

-Te llevará él en su vapor. Ese pueblo tuyo, Samaniego, ¿es puerto de mar?

-No, señora: no hay mar en mi pueblo. Yo iré por tierra. El capitán me ha dicho que si el general Prim sale triunfador en esto que llaman la cosa, me ponga en camino para mi pueblo. Después que me vea con mis padres, iré a San Sebastián o a Bilbao, donde me recogerá el capitán.

-Me parece a mí -dijo Teresa risueña y maliciosa-, que lo que tú quieres es corretear un poco tierra adentro... Dime la verdad: ¿tienes por ahí alguna novia, y quieres verla?

-Sí y no... Novia tengo; pero no es mi intención verla por ahora, ni está en el camino de aquí a mi pueblo».

La sinceridad inocente, casi salvaje, que echaron de sí los ojos negros, profundos y leales del buen Iberito, cautivó a Teresa, dejándola un poco suspensa y desconcertada. Fue su intención interrogarle más, pedirle pormenores de aquella novia, que resultaba inverosímil por tratarse de un hombre que apenas salía del vapor en que marineaba... Porque no había de ser sirena, ni ninguna otra especie de ninfa oceánide, sino mujer efectiva, habitante en poética isla o en algún oasis del litoral. Pero no pudo pasar la mundana de los primeros disparos del interrogatorio, porque llegó Jacinto con tres desconocidos, dos de los cuales eran carabineros, y después Clavería. Para todos fue menester preparar comistraje, y allí estuvieron horas largas dando y recibiendo órdenes, con lo que la casa al mismo infierno se asemejaba... Sobre los afanes y el delirio de los conjurados descendió la noche, que por más señas era serena y alumbrada de un espléndido creciente. Aquella noche traía bajo sus alas de luminoso azul la empolladura de la revolución tantas veces anunciada y nunca salida del misterioso huevo.

Hallábase Prim, como se ha dicho, en una casa de Valencia, cercana al cuartel, acompañado sólo de Acosta, pues los demás nada tenían que hacer allí, y el entrar y salir de gente habría infundido sospechas al vecindario. A media noche vistió el General su uniforme, ciñó la espada vencedora, y se puso en el pecho las placas que comúnmente usaba. Corrían los minutos perezosos. El tiempo, remolón, simulaba una inmovilidad burlona y traicionera. Cuando se creía que estaban próximas las dos, los relojes, como instrumentos sobornados por un destino adverso, no querían pasar de la una y media. Prim era la impaciencia misma; sus nervios vibraban; su bilis amarilleaba el blanco de sus ojos, y ponía en su boca el amargor de la pura quina... Pasos la calle anunciaban que alguien venía con la noticia de salida de tropas; pero lo que venía era el desengaño tras extinción gradual de los pasos calle adelante.

La casa era ruin, pequeña, con un solo piso alto, solado de baldosines sobre vigas endebles; la escalera de palo, al aire; vivienda frágil, temblona, tan conductora de los ruidos propios y de los de la calle, que no cesaban de sonar en ella golpes, rasguños, estallidos o lastimeros ayes de seres invisibles. Por la mañana vio Prim al dueño de la casa, llamado Vicente Jiménez, hombre incorruptible, según le dijo Acosta. Hablaba poco, y era de humilde condición. En el resto del día no volvió a verle; a prima noche vio una niña flaca, un anciano, gatos y perros... y durante la noche oyó pasos tenues y lejanos, voces indecisas de algún diálogo soñoliento, y hasta el toque rítmico de la pata de un perro que, al rascarse las pulgas, daba contra las tablas del suelo o de un tabique. Todo se oía menos los pasos y voces de los que tenían que venir a notificar que la revolución yacente se había puesto en pie.

Si al grande hombre, desairadamente escondido en aquella casa de Valencia en la noche del 10 al 11 de Junio de 1865, hubiera dado Dios un oído cien veces más extensivo que el que disfrutamos los mortales, habría percibido: primero, la voz del soplón que dijo al Gobernador civil, hallándose este en el teatro, que se preparaba un alzamiento de gente de la huerta apoyado por fuerzas del ejército; después la voz del Gobernador civil transmitiendo el soplo al Capitán General, Villalonga; habría comprendido, por las medias palabras de este, que no daba importancia a la delación... Villalonga manda llamar al General Segundo Cabo, Larrocha, y le ordena recorrer los cuarteles... Llega el Gobernador militar al cuartel donde se alojaba Borbón, y lo primero que se echa a la cara es la oficialidad, toda en traje de marcha, y el coronel Alemani, dispuestos para salir con la tropa... La escena fue sencilla y cómica, pues rivalizando en timidez Larrocha y Alemani, el primero se limitó a decir al Coronel: «Véngase usted conmigo a ver al Capitán General», y el segundo no tuvo arranque para decir al otro: «Por lo pronto, quédese usted aquí preso, y luego veremos a dónde vamos». Momento decisivo fue aquel para la sublevación. La blandura con que procedía Larrocha, dando motivo a que se sospecharan condescendencias de Villalonga; la debilidad o turbación de Alemani, que se dejó llevar mansamente, en vez de arrojarse a la resolución temeraria que el caso imponía, descompusieron en un minuto lo que en luengos y laboriosos días se había tramado. Contó Larrocha después a sus amigos que fue al cuartel con la idea de que sería encerrado en el cuarto de banderas. Bien claro se vio que la sublevación palpitaba en el alma del ejército, y que el toque consistía en saber romper con unánime impulso las formalidades de la disciplina. A poco de salir el Coronel, vino una orden llamando a los oficiales a la Capitanía General, donde quedaron detenidos. Creeríase que un Rector bondadoso trataba de apaciguar una rebelión de colegiales.

Clavería y un ayudante de Borbón, encargados de notificar a Prim lo sucedido, temblaban relatándolo; la cara del héroe se ponía verde, y sus ojos arrojaban un fulgor lívido. De pronto se encaró con Acosta, y echando por delante sus manos, que abofeteaban el aire, le soltó esta rociada: «Yo he venido aquí, yo... yo... he venido aquí porque ustedes me han llamado: usted, Acosta y Alemani, Crespo y Rada... Los cuatro Coroneles me han llamado... Yo vine aquí creyendo tratar con coroneles del ejército español, y ahora veo que he tratado con monjas... Esto no se puede sufrir... España no merece más Gobierno que el que tiene, y ustedes hicieron mal en no estudiar para curas... Ya sabían que las revoluciones son actos de violencia. El que no tenga corazón, el que agallas no tenga, que se ponga a rezar el rosario... ¡Ea!, hemos concluido».

Aún no se había perdido todo, ¡cáspita! según dijeron Leal y Carlos Rubio, que llegaron presurosos cuando Prim esparcía los rayos de su cólera sobre las cabezas de Clavería y el ayudante; aún quedaba disponible Burgos, cuyo coronel, Rada, no estaba detenido. Los oficiales proponían sublevarse a las ocho de la mañana, en el acto de salir a misa. Era domingo: en vez de dirigirse a la iglesia, marcharían a la Capitanía General, para libertar a los de Borbón y Extremadura detenidos, y apoderarse de Villalonga... No cautivaron el ánimo del de Reus estas fantasmagorías palmariamente ojalateras. El plan de los de Burgos se consideró desatinado, y más cuando se supo que su coronel no lo patrocinaba... Corrieron allí de boca en boca iracundas recriminaciones contra Rada. Él había sido el soplón, que vació en la oreja del Gobernador el secreto de la cosa. Prim no dijo nada: su ira era contra todos... De súbito echó mano a la faja y deshizo el lazo en menos que se dice; se desabrochó la levita con tanta furia, que saltaron los botones como proyectiles: unos fueron a chocar en la pared, otros en las barrigas de los allí presentes. «Me voy... ¡Otra vez huir, huir siempre!... Que me traigan esos andrajos... A ver, ¿dónde están mis andrajos?». Cuando esto dijo, amanecía...