XIX

Entrado Agosto, escribía esto Beramendi:

«Te digo bajo mi palabra de honor, y si quieres lo crees, y si no vete al cuerno, que está nuestro Madrid delicioso. Teatros abiertos no existen, ni nos hacen falta para nada; conciertos no hay más que los que nos dan los mosquitos; la horchata de chufas no ha encarecido a pesar del excesivo consumo; los perros no han empezado a rabiar todavía; en casa te sofocas, en la calle te abrasas, aun de noche; y de día, como salgas, hazte cuenta que te has echado a la cara las llamas del Purgatorio. El Ateneo es un páramo: allí me metí ayer, y sólo encontré a Moreno Nieto, un poco agostado y afligido del calor, siempre amable y ameno. A poco de estar a su lado, hablando de filosofía y refrescando mi entendimiento con el considerable saber del maestro, entró Castelar. Algo picamos en filosofía y en política. Te aseguro que en la compañía de tan altos ingenios encontré un oasis, y que me extasié junto a ellos a la sombra de las palmeras de su elocuencia, cargadas de dátiles dulcísimos... Otra noche que fui no me favoreció tanto la suerte, porque en el desfiladero hacia la estancia interior que llaman cacharrería, me salieron dos krausistas, a los cuales hablé de música clásica para cortarles la vena metafísica, y luego di con un economista, con quien departí de cría caballar y de la edad de piedra. Imponiéndoles la conversación más contraria a sus especialidades, les comunicaba una ficticia excitación y yo me quedaba tan fresco. En estos días calurosos, no debemos entablar otras discusiones que aquellas en que seamos mucho más fuertes que el contrario. No siendo así, te expones a la irritación de la sangre. Dímelo a mí, que el verano pasado, por ponerme a discutir con Severo Catalina de literatura hebraica, cogí un sarpullido y me salieron la mar de diviesos.

»Todo es tristeza y soledad en el Casino, donde languidecen, por falta de lenguas, las cátedras de chismografía. Hasta la cátedra del sacro Monte está en manos de suplentes chambones, por ausencia de los maestros tallantes... No hay animación verdadera más que en la Tertulia Progresista, y esto lo sé por lo que me cuentan, pues yo no voy a esa parroquia. ¡Ay! me entristezco soberanamente. Como en mi casa no hay más que suspiros, temores, médicos y expectación de una muerte inevitable, busco ratos de distracción en la vía pública. Anoche me paré en los corrillos que rodean a Perico el Ciego, que es un magnífico trovador, para que te enteres. Al son de su guitarra, canta, no las proezas de los héroes, porque no los hay, sino las vivas historias de bandoleros y ladrones. Atento público le escucha con simpatía y emoción. Yo me he sentido medieval agregándome a ese público. Anoche hicieron furor dos o tres coplas de Perico, harto ingeniosas. O me engañé mucho, o eran alusivas a nuestra Reina, que anda ya en jácaras de los cantores callejeros. Desengáñate, Manolo: aquí no hay más cronista popular que Perico el Ciego, ni más poetisa que la Ciega de Manzanares. A no ser que tengas por poesía la oda de Olloqui a la Guerra de África, composición premiada por la Academia, donde se dice: Denantes que del Sol la crencha rubia -se esparza, los venciera-, los hijos de la Nubia, los que abortó el Horeb en negra pluvia. ¿Crees que esta es la poesía española de la era isabelina? En tal caso, la tal era sería una era para trillar el buen gusto y el sentido común. Nada, hijo mío, que aquí todo es paja, y tiene que venir Prim, con los demagogos que abortó el Horeb en negra pluvia, para barrerla o aventarla.

»También entro en algún café para pasar el rato. No una, sino muchas noches, me ha embestido el famoso buscón Perico Manguela pidiéndome un duro. Ya comprenderás que se lo he dado. Me inspira más lástima que odio ese infeliz mendicante y pilluelo, y le absuelvo de sus raterías por la gracia con que las hace. Recordarás la cara de aflicción que ponía cuando en el billar te rogaba que le prestases la capa para poder salir y ocultarse de la policía que en la puerta le acechaba. Algunos incautos caían en este timo, y cuando recordaban, ya Manguela volvía de empeñar la pañosa en la más próxima casa de préstamos. Como en verano no hay capas, inventa otros chuscos arbitrios para apoderarse de un napoleón o de un par de pesetas. Habrás observado que Manguela es popular, y que el público se pone siempre de su parte cuando le ve en la calle, acosado por los guindillas... También he tenido el gusto de encontrarme estas noches al pomposo brigadier Posada, pariente de nuestro gran Elector, siempre mascando un puro de estanco que convierte en hisopo, rociando con su saliva a cuantos se le acercan, y promoviendo cuestiones personales con los que se ríen de su facha, de su genio iracundo, de su corpulencia y cómica seriedad, del botón rojo que en el ojal lleva, de su inflada tripa y del levitón negro con las solapas salpicadas de lo que fuma, escupe y habla... He procurado esquivar su presencia, porque es pesadísimo y poco divertido, y en seguida te plantea la cuestión de honor... Otras figuras de neto madrileñismo he hallado en mis caminos nocturnos; pero de ellas te hablaré otro día... ¡Oh, Madrid, metrópoli de vagos y universidad de arbitristas!».

A principios de Septiembre, el corresponsal matritense notificaba al proscripto de Chiva que habían fracasado las negociaciones de arreglo con Prim; a fines del propio mes anunciaba el Marqués la muerte de su suegro, el considerable patricio y cristiano caballero señor de Emparán, y añadía que pasado el novenario saldría con María Ignacia y su hijo para Zarauz. No se alegraba poco Beramendi de perder de vista a Madrid, porque sobre los horrores del verano entró en la Villa la pestilencia de una endiablada enfermedad que por todas las trazas debía de ser el cólera... Con diferencia de pocos días, partieron para el otro mundo el suegro de Beramendi y la tiíta de Tarfe, y bien pudo suponerse que su riqueza no les impidió subir a la morada celestial, porque ambos eran personas de piedad ardiente, y habían terminado su mortal vida en augusta paz, despedidos por innumerables bendiciones e indulgencias eclesiásticas, y por la pomposa solemnidad con que se les administraron los Sacramentos...

Menos dichoso que su amigo, no pudo Tarfe cambiar su residencia, porque la testamentaría le retuvo mal de su grado en Chiva, con frecuentes excursiones a Requena, donde radicaba lo más extenso y valioso de los bienes heredados. En una de sus últimas diligencias de propietario, avanzado ya Diciembre, encontró a Leal y a Teresa disponiéndose a partir. Habló con los dos, ofreciéndose en cuanto pudiera servirles, y nada le dijeron del lugar a donde iban. Por personas de su intimidad en Requena, supo que Leal había recibido dinero de Madrid; que le visitó días antes un caballero desconocido, con el cual conferenció largamente, quedando citados para Ocaña. A Tarfe le dio en la nariz olor de cuartelada; pero no quiso hablar de ello con sus amigos, a quienes despidió, viéndoles partir alegres en un desvencijado coche. Eran los días próximos a Navidad.

Gozosa iba Teresa por perder de vista un pueblo en que había padecido crueles inopias, y displicencias agudas de Leal, hombre que se volvía fiera cuando le faltaban sus dos principales elementos de vida, el dinero y la conspiración. Pobreza y paz no se avenían con su alma, enviciada en la dilapidación y en la hormiguilla revolucionaria. Siguieron, pues, su camino por la tierra baja de Cuenca, con mil privaciones y contratiempos, pues el fementido coche se les hizo añicos al salir de Motilla de Palancar, y hubieron de remediarse con un carro, que los llevó en cuatro largos días a Tarancón, villa famosa por sus uvas y sus Muñoces. Había Teresa encargado expresivamente a su madre que le escribiese a Tarancón, y para mayor sorpresa y dicha, encontró, no la carta, sino la propia persona de Manolita Pez, que allá se fue huyendo del cólera (del cual aún había en Madrid casos esporádicos), y vivía con un pariente suyo, administrador de Riansares, en casa holgada, de buen acomodo... Pues, señor, en cuanto Leal echó la vista encima a doña Manuela, que no era santa de su devoción, torció el morro, frunció las cejas, y entre carraspeos y tosecillas, hizo emisión de algunos términos agridulces en que no se sabía si la presencia de la señora le causaba júbilo o un agudísimo dolor de muelas. Total: que apenas llegado, Jacinto dijo a Teresa: «Pues encuentras en Tarancón la compañía de tu madre, aquí te dejo, vida mía, y yo tomo el portante. Ya sabes que hay prisa». Sin esperar observaciones, alquiló un caballo matalón, y se fue bendito de Dios.

Bien puede afirmarse que si Leal sentía por Manolita una estimación semejante a la que nos inspira una neuralgia facial, la madre de Teresa le pagaba en moneda del mismo cuño, queriéndole como a un tumor maligno. Prueba al canto: al anochecer del mismo día en que hija y madre se vieron juntas, Manolita echó todo este veneno en el oído de Teresa: «No he venido huyendo del cólera, que ya no existe, sino a prevenirte contra él, contra tu morbo asiático, que es Leal. Hija del alma, abre los ojos y convéncete de que seguir con ese hombre es peor que la muerte para ti. Mejor sabes tú que yo su situación. Más tronado está que arpa vieja; a Madrid no puede ir, porque detrás de cada esquina le saldrían siete acreedores furiosos... Si fuera un hombre trabajador o un hombre de idea, podría reponerse con algún negocio. Pero vete con negocios al que toda la vida fue un haragán, y un presumido, y un bruto incapaz de sacramento. Teresa, mi adorada niña, vas a los profundos abismos si no haces caso de tu madre. ¿Qué esperas, qué piensas, qué decides?... ¿A qué vienen esos pucheros? ¿Lágrimas ahora? Cuando se nos quema la casa, lo primero es echar a correr. Tiempo hay luego de sentirlo...».

Siguió la de Pez vomitando ponzoña. Con ser cosa tan mala el no tener Jacinto dinero ni de dónde le viniese, todavía era peor el haber tomado por oficio la conspiración. Bien claro se veía que Prim era un loco, seguido de unos pobres mentecatos o sinvergüenzas... ¿Qué quería Prim, y qué había de traernos si triunfaba? Más hambre, más chanchullos, y motín diario por la mañana y por la tarde. ¿Quién no se reiría de ver ministro a Carlos Rubio, a quien nadie podía dar la mano sin tener que jabonársela después? Y por otro estilo, los demás eran tales que no había por dónde cogerlos. Daba grima pensar que fueran ministros el Becerra, el Sagasta y el Ruiz Zorrilla... En fin, que era un asco el dichoso Progreso, y Prim un busca-ruidos, un salta-barrancos, que debió haberse quedado allá en América con los mulaticos y cimarrones... Pues de Leal, el más tonto de los seguidores de Prim, ¿qué podía esperarse? El mejor día lo fusilaban... y bien merecido le estaría por imbécil... Ya le andaban siguiendo los pasos; ella lo sabía de buena tinta... y no daba un ochavo por su cabeza.

Con estos crueles juicios y siniestros augurios, quedó la pobre Teresa consternada; la terrible madre volvió a la carga con saña y pesadez en los días siguientes, apretándola y cercándola de este modo: «Estoy avergonzada, y no sé qué responder a las personas que me preguntan si te has vuelto loca, o si te ha dado ese bruto algún bebedizo. Nadie comprende cómo una mujer de tu mérito aguanta esa vida, esas escaseces... tantas humillaciones y vergüenzas. Me lo han dicho muchas, muchísimas personas respetables, de circunstancias, de gran posición; personas que te estiman, Teresa, aunque no te lo hayan dicho... Lo que oyes: no acaban de entenderte, y te compadecen de todo corazón, por lo que sufres... y por lo que sufrirás cuando veas a ese bárbaro en un patíbulo».

Llegó Teresa a un grado tal de tribulación y azoramiento, que ni comía ni dormía. A ratos estaba como lela, sintiendo su cerebro vacío de toda razón y discernimiento; a ratos se le crispaban los nervios y se le encendía la sangre; poseída de coraje felino, en sí misma clavaba las uñas y apretaba los dientes. Su respiración era fuego, sus ideas feroces... Hallábase una noche en el humilde cuartito bajo que habitaba, junto al portalón de la casa, cuando tuvo Manolita la mala idea de volver a la carga con redoblada impertinencia y crueldad. Debe decirse, como atenuante de la conducta de la madre, que esta se hallaba en un estado de penuria más lacerante que el de su hija. De Teresa vivía; atendíala esta tarde y mal, por no poder de otro modo. Era el tronicio de doña Manuela furibundo y desesperado. Había venido a Tarancón huyendo, no del cólera, sino del espectro de una miseria degradante. Empeñados todos los objetos de algún valor, había tenido que malbaratar la espada y espuelas de Villaescusa. Para mayor desdicha, los primos de Tarancón habíanla recibido con desabrimiento y grosería, y le pedían que abonase algo por su manutención. Estaba la pobre señora como los gatos hambrientos que en la desesperada embisten a su propia especie, y no reparan en distancias ni obstáculos para satisfacer su ciega necesidad. Acometió a Teresa con formas y apremios más atroces que los que antes usara, y la estrechó furiosamente diciéndole que ya no aguantaba más, que su decoro no era compatible con aquel vivir arrastrado, y que, por fin, quisiéralo o no, su hija tendría que tomar inmediatamente nuevo protector, abandonando al infame y estúpido Leal. La madre, que estaba en todo, le tenía ya preparado el relevo...

No la dejó concluir Teresa, pues la furia insana que en su interior rebullía y pataleaba, no le dio tiempo a pertrecharse de razón y templanza. Con bramido salvaje y zarpazo furibundo, arrojó a su madre sobre el camastro próximo, y le clavó en el rostro las uñas, y le descompuso todo el pelambre recién peinado, y sus roncos acentos remataron la bárbara impensada acción. Palabras de fuego esparcidas en ráfagas y chispas, fueron estas: «¡Bribona, si tú me metiste a Leal por los ojos; si yo no quería, y tú me llevaste a él!... ¡Si decías entonces que era el número uno de los caballeros!... Lagarta, tú dijiste que le querías como a un hijo... ¡Y ahora, porque es pobre... y ahora, porque es conspirador...! Pues lo mismo conspiraba entonces... y tú decías: '¡Oh, qué hombre!... es el primer talento, el primer punto de la Revolución...'. No eres tú mi madre... no lo eres... Toma, toma...».