XVI

Carlos Rubio, tuerto y picado de viruelas, vestido como un pordiosero, era el contraste más rudo que puede imaginarse entre una facha y una inteligencia. Diógenes no parecía su maestro, sino su discípulo. Aborrecía el agua tanto como adoraba los ideales de Libertad y Justicia. Los que no conocían de él más que su prosa brillante, un poco lírica y sentimental, le habrían dado en la calle un ochavo moruno, si el lo pidiera. Así como otros pregonan con la efigie su importancia, a veces su talento, él no pregonaba más que su extremada modestia. ¿Y qué mejor pregón de patriotismo que aquel pergenio de mendicidad? ¡Pobre Carlos Rubio! Jamás existió quien tan desinteresadamente trabajase por el bien de su patria, a la que no pedía más que un pedazo de pan para comer y un trapo de desecho para cubrir sus carnes. Si España necesitaba de él servicios patrióticos en determinado momento de su historia, y él los prestaba, ¡cuán baratos le salían! Envuelto en su miseria como en una toga, era digno, altanero, incorruptible.

Según dijo Leal a su compañera, con el anuncio de la llegada del General los militares comprometidos se mostraban más animosos, y los mismos guindillas hacían la vista gorda: también ellos, los pobres, se plantaban a verlas venir. Supo además Teresa que todos los Cuerpos de Infantería estaban en el ajo: eran Burgos, Borbón, San Fernando y Extremadura. Los coroneles Alemani, Rada, Crespo y Acosta se crecerían, alentados por la efectiva presencia del invicto Prim. La Caballería se agregaba al movimiento; la Artillería repugnaba pronunciarse, pero saldría de Valencia, que era como dar un mudo consentimiento.

La fecha aproximada del arribo del General sólo la sabía don Joaquín Aguirre, que se alojaba con nombre supuesto en la fonda del Cid. Era este señor una excelente persona, catedrático de Disciplina Eclesiástica en la Universidad de Madrid, hombre más abonado para empresas de legislación y de paz, que para los trotes guerreros y sediciosos en que le habían metido. No creyéndole seguro en la fonda, lleváronle a una casita pobre entre el Grao y el Cabañal, habitada por familia marinera de absoluta confianza, y allí quedó el buen señor, disfrazado con un chaquetón grueso de patrón de lancha, botas de mar y una barretina vieja. No se compaginaba con el disfraz el rostro del profesor de Cánones, tristón, afilado y con grueso bigote gris. Por mareante no podía pasar. Disfrazáranle, a ser posible, de carabinero, y el equívoco habría sido perfecto. En la fonda del Cid continuó alojado Pavía, que tenía medios de justificar su presencia en la ciudad, y en una casa humilde de la calle Trinquete de Caballeros, se aposentaban Clavería, Carlos Rubio y otros progresistas que vinieron de Madrid.

¿Y Prim cuándo llegaba? Pronto, pronto... Del 8 al 9 de Junio lo esperaban; el 9 recaló un vapor francés, y a las tres de la tarde fondeaba en el puerto. Allí estaba... Silencio, disimulo. El General no desembarcaría hasta que cerrara la noche. Poco faltaba ya... Por Dios, que si era valiente el hombre, a perseverante y cabezudo no había quien le ganase, pues apenas fracasado en una tentativa de pronunciamiento, ya estaba metido en otra, sin perder su brío ni la ciega confianza en estas arriesgadas aventuras. Entre la primera de Valencia y la que a la sazón se preparaba, hubo otra desdichadísima, en Navarra. Vestido de aldeano atravesó el Pirineo a pie, desde San Juan de Pied-de-Port a Roncesvalles, y arreando bueyes penetró hasta Burguete, donde le esperaba Moriones para decirle que las fuerzas de la guarnición de Pamplona, que se habían comprometido a dar el grito, se llamaban Andana. ¡La historia de siempre, el eterno balanceo de las almas guerreras entre el ardimiento y la ética militar! Colérico, mas no abandonado de su vigorosa constancia, volvió Prim a traspasar el Pirineo. Los reveses le enojaban, pero no le rendían. Dijérase que su desbordada bilis amargaba su voluntad dándole una consistencia irresistible. Era de un temple tal que si mil veces fracasara en aquel propósito, engendro de una convicción profunda, otras tantas pondría toda su alma en realizarlo. El Destino se cansaría, el hombre no.

Y a los pocos días de repasar la frontera navarra, recorriendo después gran parte de Francia para volverse a Vichy, ya estaba otra vez el caballero de la revolución armado de punta en blanco para lanzarse a nueva empresa lejana y peligrosa. Cambiando su nombre, volaba a Marsella; avistábase allí con su amigo el capitán Lagier; este, no pudiendo llevarle a Valencia, por expresa negativa de su armador, le agenció el flete de un vapor francés, que figuraría despachado con carga general para Orán y escala en puertos españoles. El tiempo que se tardó en diligencias reservadas y en arranchar el buque, lo empleó Prim en dar conocimiento a don Joaquín Aguirre, por correspondencia cifrada, de la fecha de su llegada al Grao, y en comunicarle las últimas y definitivas instrucciones para el alzamiento. A su salida de Marsella, tomó un sencillo disfraz para el momento del embarque, pues a bordo no lo necesitaba, hallándose en cordialísima inteligencia con el capitán francés, por obra y gracia del Grande Oriente Universal, del Rito Escocés... Pero si en la salida convenía tomar algunas precauciones por el acecho vigilante de la policía francesa, al desembarcar en el Grao el peligro era mucho mayor y las precauciones habían de ser extraordinarias. Tratado el asunto con el fiel amigo Lagier, determinó este que en el viaje acompañasen a Prim dos hombres de mar, los cuales no se separarían de él en el acto de tomar tierra española, y a su disposición quedarían luego para lo que pudiese ocurrir, en el caso de que los acontecimientos impusieran una retirada mar afuera.

Ingenioso era el artificio ideado por Lagier. Los acompañantes de Prim eran un marinero viejo llamado Canigó y otro joven que respondía por Bero, y ambos figuraron con nombre francés en el rol del barco fletado. Al presentarlos al General, don Ramón respondía con su cabeza de la lealtad de entrambos. El viejo era un experto mareante levantino, pariente de otro que en Valencia poseía dos buenos faluchos, y en ellos hacía con superior destreza el contrabando. El principal cometido de Canigó era disponer en el Grao una embarcación muy velera en que el General pudiera reembarcarse si ocurrían sucesos desgraciados. No era esto probable; pero todo debía preverse... En cuanto al muchacho, no dijo más Lagier sino que era valiente hasta la temeridad, leal hasta el sacrificio de la propia existencia, rudo hasta el salvajismo, y de tan pocas palabras que parecía mudo de nacimiento.

Durante la feliz travesía no salió Prim del camarote del capitán, que le colmaba de finezas y obsequios. Al llegar al Grao, se izaron en el mesana tres banderitas del telégrafo, señal convenida por el General con los de tierra para decirles que había llegado, y que al anochecer fuesen a buscarle a bordo. Cumpliose sin tropiezo esta parte del programa. En una lanchita con dos remeros, llegaron al costado del buque francés don Joaquín Aguirre, con el disfraz ya descrito, y Carlos Rubio, que bien enmascarado iba con su facha de pobre, o de gancho, de esos que en todo puerto andan a la husma de pasajeros. Bajó a la escala Canigó a decirles que podían subir a bordo, pues no había en ello ningún peligro. El General les esperaba en el camarote del capitán, vestido con un sencillo traje azul de maquinista.

Llevaba don Joaquín Aguirre la proclama que se había de lanzar al pueblo y al ejército en el momento de la sublevación. Prim la firmó sin leerla. Todo le parecía bien con tal de que las tropas estuvieran bien decididas y no vacilaran en el momento preciso. Al venir a Valencia, contaba con que las vacilaciones, los miedos y los escrúpulos, que ya tantas veces habían dado al traste con sus esfuerzos, no se repetirían. «Lo que es ahora, espero que mis buenos amigos Alemani, Acosta y Crespo no me dejarán a la luna de Valencia». Dijo esto gravemente, sin reír el chiste, con aquella voz un poquito parda, de timbre lleno, expresivo sin estridencia, como el dulce sonido del oro... Hallábanse los tres españoles en el estrecho camarote del capitán, alumbrados por un farol cuya luz rojiza daba al rostro de Prim un tono de cálida encarnadura, que alteraba su habitual tinte amarillo bilioso. El óvalo imperfecto de su faz, ancho en los pómulos, afilado en la barba; las ojeras que declaraban sus insomnios, la mirada viva, el pelo mal distribuido en mechones sobre la frente y las sienes, formaban con la ropa de maquinista una figura melancólica, absolutamente distinta de lo que aquel hombre representaba en la realidad.

A las preguntas del de Reus acerca de las disposiciones de la guarnición, contestó don Joaquín que estas eran excelentes; sólo que los coroneles habían acordado una modificación del plan primitivo de alzamiento concertado con el General antes de que este saliera de Vichy. Se había convenido en que, a la señal de que el General estaba en el puerto del Grao, se echarían las tropas a la calle, acudiendo a determinado sitio, donde aguardarían la presentación del Jefe... Pues ya este plan no parecía práctico a los señores coroneles. Proponían que lo primero debía ser que Prim desembarcase, y luego que en tierra estuviera dispuesto a ponerse al frente de las tropas, estas saldrían de sus cuarteles y... Tan mal le supo al Caudillo esta enmienda de su plan de campaña, que sin acabar de oír lo que Aguirre le decía, se levantó bufando y soltó varias interjecciones catalanas, a las que siguieron estas castellanas quejas: «Siempre he de encontrar hombres tímidos, cuando busco hombres de corazón que arriesguen el grado y el pellejo. ¿Pues qué, don Joaquín, se pescan estas truchas con las manos secas y las bragas enjutas? No he de venir yo jugándome la vida una y otra vez para estrellarme ante... ante la comodidad de estos señores. ¿Quieren que yo desembarque y dé la cara para dar ellos después la suya? Si la dan en efecto, y no salimos con otro fiasco, menos mal. Vamos a tierra». Despidiose del capitán, que en francés le dio parabienes anticipados por el éxito de la empresa, y con sus amigos y los dos marineros bajó a la lancha. Antes de llegar a la escala, le había dicho Carlos Rubio que el desembarco sería con toda seguridad y sin ningún recelo, porque Leal y Clavería lo tenían arreglado con los carabineros y cabos de mar. Hombre de ardimiento y de previsión, Prim no olvidaba ningún detalle en el complejo organismo de aquellas empresas. Antes de saltar en tierra, reiteró a Canigó, en catalán, el encargo que ya Lagier le había hecho, de tener dispuesto y arranchado de todo un falucho muy marinero, de los dedicados al contrabando. Respondió concisamente el lobo de mar que antes de tres horas estaría lista la embarcación. En ella quedaría él esperando órdenes, y el General podría comunicarlas por Bero, que con este fin estaría en tierra.

La del Grao pisaron Prim y los suyos con franca facilidad. Nadie les dijo nada, y algún carabinero los miró vagamente como si fueran lo que parecían. Ya cuando iban cerca del café de la Marina, se les aproximaron Clavería y Leal, y hablando todos, para mejor disimulo, de cosas insignificantes, se encaminaron a la casa pobre del Cabañal en que Aguirre moraba. Ya en ella y sin testigos, el héroe cogió un berrinche de los suyos, cuando le notificaron que por aquella noche no habría nada. La cosa, como solían decir en su fabla concisa los conspiradores, sería mañana. «¡Mañana! -exclamó el General, tocando con las manos, y no es figura, el techo de la menguada estancia-. ¡Mañana! ¡Y yo estaba en que esta noche! ¡Veinticuatro horas de ansiedad! ¿Pero qué falta? ¿No estoy yo aquí?». Trataban Aguirre y Carlos Rubio de aplicar emolientes a su ardoroso ímpetu, cuando entró Acosta, coronel de Extremadura, y las explicaciones que dio, seguidas de la seguridad de triunfo, desbravaron un tanto el furor del de los Castillejos. Luego dijo a este que de acuerdo con Pavía había resuelto instalarle en el casco de Valencia, a muy corta distancia del cuartel donde moraban los regimientos de Burgos y Borbón. Allí encontraría su uniforme, espada y cruces; allí hablaría fácilmente con los coroneles; allí, en fin, si no podían ofrecerle gran comodidad, le proporcionaban la ventaja inmensa de estar casi en contacto con los que pronto habían de ponerse a sus órdenes.

Accedió el de Reus, disponiéndose a entrar en la tartana que había traído Acosta; pero no lo hacía de buen talante, porque habría preferido que le aposentaran en el propio cuartel de las fuerzas dispuestas a sublevarse... Esto, según dijo Acosta, ni él ni Alemani lo creían prudente... Tanta prudencia y tanto ir y venir y requisitos tantos, eran ya inaguantables, ¡voto va Deu!... Y por Dios, que se le acababa la paciencia... El 3 de Mayo de 1864 había dicho solemnemente que antes de dos años y un día arrollaría los Obstáculos Tradicionales, y el tiempo corría, ¡caray!... se deslizaba lento, fatídico, burlón...