Prim/XX
XX
Acudieron a la nefanda trapatiesta los Bellidos, marido y mujer, que así se llamaban los primos de Manolita, y con tirones vigorosos separaron a la hija y a la madre, manifestando que en su casa no toleraban tales escándalos. Teresa, recobrada de improviso la razón, libre del bestial coraje que la transfiguró eclipsando su ser pacífico, se deshizo en llanto y dijo que su madre tenía la culpa, por haberla enloquecido y precipitado con los horrores que le propuso... Desde aquel lance quedaron una y otra confinadas en sus aposentos. Pasó Teresa una noche de perros, afligida por el recuerdo de su acción odiosa, y diciéndose que daría parte de su existencia por no haber hecho lo que hizo, o porque resultase un caso de pesadilla... Y en verdad que fue horrendo delito y que no podía justificarse alegando que medió trastorno, de donde vino el impulso inconsciente y mecánico. No había disculpa para una hija, ni aun suponiendo en la madre toda la maldad del mundo.
De doña Manolita cuentan las historias que pasó parte de la noche escribiendo larga epístola a persona que residía cerca de la villa; y hecho esto, se curó y disimuló con afeites los rasguños que su desnaturalizada hija le hizo en la cara; se peino con esmero, poniendo en su lugar los arrancados añadidos y descompuestos moños, y por la mañana tempranito, después de mandar a su destino con un muchacho la carta que había escrito, vistiose de negro, con hábito y correa, y se fue pian pianino al santuario de Nuestra Señora de Riansares, que está como a media legua de Tarancón. En los colmos de su infortunio, la pobre señora no veía quizás más consuelo que encomendarse a la Virgen para que esta le deparase un honrado medio de subsistencia.
Sola y desatendida de sus parientes quedó Teresa en la triste casa, sin tener a su lado persona alguna con quien desahogar su pena, pues Felisa, la fiel criada desde los tiempos del francés Brizard, ya no estaba a su servicio. En Valencia le había salido un novio, buen chico, que comerciaba en vinos y azafrán. Se casaron y fueron a establecerse a Herencia, lugar de la Mancha. Sin madre ya, sin criada y sin amiga, pasó la dolorida mujer casi todo el día en el cuartucho bajo, cosiendo y arreglando algunos desperfectos de su ropa, el pensamiento fijo, más que en la labor, en las enormes y complejas calamidades que llovían sobre ella; y cuando más absorta estaba en su aguja y en sus negras ideas, sintió ruido combinado de caballería y de persona... y oyó una voz que, de no ser tan ronca, le habría sonado como la de Leal. ¿Era o no era? Antes que pudiera salir de esta duda, entró el propio Jacinto en la habitación, abriendo la puerta de golpe y con estruendo. Si de la súbita entrada se asustó Teresa, no le dio menos espanto la cara que traía el hombre, sudorosa y descompuesta, los ojos enrojecidos, con un mirar que parecía de sangre, y toda la facha y ropa en lastimoso descuido y deterioro. Él, tan pulcro y tan mirado, venía hecho un Adán, lleno de porquería. Antes que Teresa pudiese interrogarle sobre su aparición brusca y su mal pelaje, la cogió de un brazo, la sacudió rudamente y le dijo con ronquera y malos modos: «Déjate de preguntas... Traigo mucha prisa, Teresa... No me irrites... Dame todo el dinero que tengas.
-Aguarda, hijo... Vienes muy cansado... ¿Quieres tomar algo?
-Dame el dinero, Teresa, y no me saques la cólera... No puedo entretenerme. Mañana te diré...
-¿Vienes de Ocaña?
-No... Vengo de Villamanrique, ¡fotre!... No me sulfures más, ni me marees con tus preguntas. Dame...
-De lo que me dejaste, no me quedan más que doscientos cuarenta reales. Los necesito para vivir, pues estos generosos parientes nos piden a mi madre y a mí pago de hospedaje.
-¡Mentira, mentira!». La ronquera de Leal, aumentada por su ira y turbación, ya era más bien afonía. Sus palabras sonaban como el bramido de un rumiante furioso... Plantose Teresa en la resolución de no darle el dinero, y él, runflando y despidiendo fuego por los ojos, sustituyó la palabra indecisa con la acción brutal. La escena que en breves instantes se desarrolló fue de lo más repugnante que imaginarse puede. Hizo ademán la pobre mujer de cortarle el paso hacia el cofre donde guardaba el dinero, y él, con tremenda bofetada que restalló en el carrillo derecho, la derribó sobre la izquierda. Chilló Teresa... Nueva bofetada formidable la enderezó, arrumbándola luego del lado contrario... Segundos no más tardó Leal en abrir el cofre y sacar un envoltorio que contenía monedas. Ya sabía el indino dónde estaba. Precipitose luego sobre Teresa, que había quedado de rodillas apoyada en la cama, y con mano trémula tanteó la cabeza... buscaba los pendientes. Atendió la mujer con movimiento instintivo a la defensa de aquellas joyas humildes; pero él apartó las manos de ella, vociferando con rugido: «Deja que te los quite, o te arranco las orejas». Obra fue también de algunos segundos. Después le cogió la mano derecha, en cuyos dedos anular y meñique tenía dos hermosas sortijas... El bruto decía: «Yo te lo he dado, yo te lo quito... Déjame... no hables... tengo prisa». De dos tirones sacó las sortijas, y metiéndoselas en el bolsillo, donde ya estaba el envoltorio del dinero, salió echando resoplidos y taconeando fuerte. A los oídos de la casi desmayada Teresa llegó el trotar del mulo en que Leal partía.
Largo tiempo tardó la pobre mujer en recobrarse del susto y de la indignación, y más aún en traer a su ánimo serenidad bastante para resolver algo y elegir el camino que debía seguir después del infame atropello. Por más vueltas que al problema daba, no veía más que un punto a donde volver los ojos, y este punto era su madre, que al fin resultaba cargada de razón en cuanto le dijo referente a Leal. ¡Y ella, ingrata y desnaturalizada, había puesto sus uñas en el rostro de su consejera y madre, y había deshecho los blancos mechones de aquella venerable cabellera!... Ansiosa ya de verla y de intentar la reconciliación, preguntó hacia dónde caía el santuario de Riansares y a qué distancia estaba. Apenas la enteraron de esto, echose un pañuelo por la cabeza y en marcha se puso por el camino adelante, y sin equivocarse lo recorrió con tan buena suerte, que antes de llegar a la mitad del sendero topó de manos a boca con su afligida y enlutada madre que del santuario volvía. Con entrecortadas frases angustiosas le contó Teresa la terrible escena, y lo mismo fue oírla doña Manuela que sentirse aliviada de sus rencores, y en la mejor disposición para olvidar los arañazos, repelones e injurias con que la maltrató la hija de sus entrañas. Abrazándola y besuqueándola con zalameras babas y cariños extremosos, le dijo que ya podían las dos respirar tranquilas y perdonarse recíprocamente sus agravios, porque Dios les había deparado el alivio de tantas penas y el remedio de la gravísima escasez que padecían. Por más que Teresa la incitó a que hablase con claridad, no quiso la sutil tramposa entrar en más explicaciones. Lo primero era serenarse, olvidar lo pasado, y disponerse para vida de reposo y holgura, libres ya las dos del salvaje dominio de Jacinto Leal.
De regreso a la casa, cenaron hija y madre tranquilamente con los esposos Bellido, a quienes Teresa observó menos adustos que de ordinario. ¡Caso inaudito! Doña Manuela les dio dinero a poco de cenar... Y al verla sacar la bolsa, pudo vislumbrar Teresa de refilón que, pagado el hospedaje, aún le quedaban a la ingeniosa dueña bastantes monises. Retiráronse a dormir, y como la vieja no se clareaba, gran parte de la noche estuvo Teresa devanándose los sesos para encontrar la clave de aquella mudanza que en los horizontes de su destino se aparecía. Este pensar vertiginoso y el quemor de sus mejillas, que aún ardían de las fieras bofetadas que le dio Leal, la privaron del descanso que tan hondamente necesitaba. Por la mañana, después de un profundo aunque no largo sueño, vio claro lo que en su ardiente desvelo no había visto, y atando cabos y descifrando palabras de su madre en los primeros días de convivencia en Tarancón, y entrelazando y entretejiendo diferentes hechos con frases oídas a Bellido y sus criados, vino a poseer la verdad o algo que a la verdad se aproximaba.
Véase, dividida en puntos, la obra de reconstrucción mental. Primer punto: El hombre, señor, caballero o lo que fuese, que por la gestión y altos manejos de doña Manuela resolvería la crisis, entrando en el poder en sustitución de Leal, era don Enrique Oliván, joven campanudo, calvo y pegajoso, de la aristocracia burocrática, que acompañó a Teresa en el tren desde Madrid a Almansa... Segundo punto: Don Enrique estaba a la sazón muy cerca de Teresa, desempeñando una comisión del Ministerio de Hacienda. Hallábase en Uclés, mejor dicho, en la Casa Real de Santiago, cabeza que fue de la famosa Orden de Caballería. No podía precisar Teresa, por lo poco que había oído, la misión del caballero calvo y administrativo; pero ello era cosa de desamortizar o de allegar materiales a la desamortización. Don Enrique revolvía archivos buscando fuentes de propiedad, deslindaba territorios... Para esto llevaba consigo dos oficiales de Hacienda y tres agrimensores... Un coche alquilado le llevaba y traía en sus visitas a los pueblos cercanos, y cuando iba a Tarancón, sólo distante de Uclés poco más de dos leguas, se aposentaba en casa del señor Arcipreste, que fue grande amigo del respetable y coronadísimo don Eduardo de Oliván, padre de Enrique. Tercer punto: ¿En dónde se veían don Enrique y Manolita para tratar de la solución de la crisis? Sin duda para este negocio se dieron alguna cita en el santuario de Riansares, sin perjuicio de las cartas que menudeaban de Tarancón a Uclés y viceversa...
Levantose Teresa no muy temprano, y supo que su madre había salido de madrugada. Apenas la vio llegar, serían las diez, anticipose a darle cuenta de su adivinación. ¡Qué talento de chica! En todo había sido zahorí menos en lo del lugar de la cita: no fue el santuario, que esto le habría sabido mal a la Virgen, sino la casita del sacristán o santero, hombre bondadoso, pío y servicial. Y en esto vio Teresa que su madre disponía presurosa los dos equipajes, como persona que necesita salir ganando minutos a un apremiante negocio. Sin suspender ni un momento la faena febril de recoger y guardar la ropa y adminículos, satisfizo la curiosidad de su hija con breves explicaciones. «Nos vamos a escape, niña del alma. Ya tengo apalabrado el coche. Ese señor, que reúne las dos excelencias de joven y respetable, no quiere que tú y él os veáis en Tarancón. Aquí empezamos a dar que hablar, y estos primos que me ha deparado Dios no son muy discretos que digamos. Don Enrique, como sabes, es casado... quiere a todo trance que se guarde un sigilo muy conveniente para él y para ti... Lo que me encanta más de Oliván es la circunspección... Ya sabes que el respeto a la sociedad ha sido siempre línea de conducta. Con arreglo a estas bases procederemos ahora y siempre». La locución con arreglo a estas bases revelaba que en las conferencias de la casa del sacristán se le había pegado a Manolita el lenguaje administrativo del perfecto burócrata.
Preguntado por Teresa el punto a donde se dirigían, replicó la vieja que era Fuentidueña de Tajo, lugar no lejano, donde esperarían a Oliván. «Ya he puesto hoy en su conocimiento nuestra partida, para que se dé prisa... Él no desea otra cosa que verte y embelesarse con tu presencia. Habitará en Fuentidueña la casa oficina de la Remonta y Depósito de sementales del Estado... Nosotros iremos a la posada, porque allá, como aquí, nuestra línea de conducta no puede ser otra que guardar escrupulosamente las formas... Ya lo sabes todo... y comprenderás la razón de mis prisas, porque... ¿quién te asegura que aquí estamos libres de otra embestida de es bellaco de Leal?». No aventuró Teresa objeción ni reparo a lo dicho po Manolita, porque su voluntad, por fatal imposición de lo hechos, había quedado debajo de la de su madre, mujer de iniciativas y de admirable tino y audacia para realizarlas Partieron, pues, impacientes y precipitadas, como si fueran a extinguir un incendio, y al anochecer llegaron a Fuentidueña, albergándose en la posada de Pastor, de buen trato y no poca bulla, por el mucho tránsito de arrieros y carretería.
El dechado de la sensatez no llegó aquella noche, como se creía, ni a la siguiente mañana. Manolita, del trajín y fieros disgustos de los días anteriores, tuvo que quedarse en el lecho, afligida por una cruel neuralgia que le cogía todo el lado derecho de la cara, tirándole por el pescuezo hasta el mismo omóplato y entronque del brazo. Toda la noche estuvo en un grito. Por la mañana, después de asistirla y darle unturas dejándola sosegadita, salió Teresa al portalón de la posada, y de allí a la carretera, que era calle Mayor o principal del pueblo. Gustosa de observar costumbres y de indagar los medios de subsistencia de la gente campesina, recorrió un trozo de calle. Fuentidueña, a más de la granjería agrícola y ganadera, tenía la industria de preparar y tejer el esparto. En todas las puertas de las casas humildes vio Teresa viejos de ambos sexos y mujeres que trabajaban en la empleita haciendo ruedos, esterillas, serones y otros objetos útiles para personas y animales. Embelesada contempló esta labor humilde, hablando con algunos de los trenzadores, y pensó un momento que sería quizás grato para ella trabajar el esparto a la puerta de su casita, libre de cuidados y sonrojos, comiendo lo que Dios se sirviera darle. Y estando en la vaguedad de estos pensamientos, vio que de una puerta próxima salió un mocetón airoso y alto, comiendo pan y queso... Él la vio y detuvo su paso presuroso; ella le reconoció al instante, y avanzando hacia él hizo con alegre acento esta salutación: «¡Ibero, Iberillo!... ¿Tú por estos barrios?... ¿A dónde vas? ¿De dónde vienes?».
Afable, pero contenido siempre en su rígida seriedad característica, el muchacho le contestó: «No puedo decirle de dónde vengo ni a dónde voy. No me pregunte más, señora». Sin hacer caso de estos propósitos de reserva, insistió Teresa en sus preguntas: «¿Pero qué es de ti?... Cuéntame. ¡Vaya, que estás robusto y sanote!... ¿Y de don Ramón, qué sabes? ¿Sigues con él?». Ibero, respetuoso, se limitó a contestar: «Perdóneme, señora Teresa. Llevo mucha prisa... He parado un instante para comprar algo que comer.
-¡Y vas a pie, pobrecito!... ¿De veras no te cansas?... Antes corrías por la mar, y ahora navegas por tierra.
-Navego por tierras y mares; hago vida libre...
-Tonto, ven acá... Explícame eso. ¿No te parece que rabian de verse juntas la vida libre y esas prisas que llevas? Dime la verdad: tú andas al servicio de los que conspiran. Tú llevas algún parte, órdenes...».
Con un adiós señora, terminante y cortés, se despidió el mozo, tomando con vivo paso el camino que va del Tajo al Tajuña. La mente de Teresa, caldeada y sutilizada por recientes amarguras, había adquirido en aquellos días un singular poder de adivinación. Con los hechos menudos y las palabras sueltas llegaba por inducción al conocimiento de los hechos grandes, como los hábiles naturalistas que construyen un esqueleto con el simple dato de algunos huesos menores. Viendo el paso vivo de Ibero y recordando las escenas de Valencia, pensaba que la maniobra revolucionaria no estaba lejos, y decía para sí con cierto alborozo: «¡Prim, Libertad!».