Policía patriarcal
El comisario Soriano tenía aviso de que, a las seis de la tarde, estarían en la orilla de las quintas del pueblo el sargento y su milico, con los tres presos que debían traer de la alcaidía del cuartel séptimo del partido; y a las cinco y media, mandó ensillar su malacara para ir a recibirlos. Gordo, panzudo, en mangas de camisa, por el calor que hacía, con un gran sombrero de paja, pero con la diestra majestuosamente apoyada en su rebenque de cabo de plata, iba, seguido de un soldado armado con carabina, al trotecito, primero, por las calles de la población, al galope, después, una vez en las quintas.
Cuando llegó al punto de cita convenido, encontró, empantanado en el camino, un carro con tres extranjeros, un inglés y dos italianos, que parecían esperar con toda paciencia que los sacasen del mal paso, pero sin hacer, ellos, un esfuerzo para salir de él. Les preguntó qué hacían ahí.
-Esperando, señor - contestó el inglés.
-¿Esperando qué?
-A los compañeros.
-¿Dónde están?
-Allá, señor, en la pulpería del Tropezón.
-¿Y quiénes son sus compañeros?
-Un sargento y un vigilante, señor.
-¿Qué dice?... Y ustedes, ¿quiénes son?
-Somos los presos, señor. ¿Usted será el señor comisario? Bien decía yo que hacían mal en irse. Pero dijeron que nos tenían confianza, que bien pensaban que no los haríamos quedar mal, y se fueron.
-¿Y cuánto tiempo hace?
-Dijeron que ya volvían; pero debe de haber como tres horas que aquí estamos esperándolos.
-¡Buenos gringos zonzos! -murmuró el comisario- ¿Y no pensaron en irse? -exclamó.
-Primero, estos dos medio querían; pero yo les dije que no, y que no permitía que se fueran, y se sosegaron.
-¡Pues, amigo! -volvió a murmurar el comisario-. Se ven cosas que son casos. ¡Fermín!, andate hasta el Tropezón y traete a esos dos bribones, ligero.
El soldado se fue hasta la pulpería y pronto trajo al sargento y al otro, en estado más bien lamentable.
El comisario se había apeado en lo seco, y, recostado en el malacara, se acariciaba la pera, rezongando con rabia, entre dientes. Tronaba, antes de llover.
Amonestó furiosamente a los dos culpables, les meneó unos cuantos rebencazos, que más lo cansaron que lo que les dolieron, agitado, sudando mares, y por fin mandó que entre el soldado que consigo había traído y los tres presos, los estaquearan a cada uno en una rueda del carro, después de desatar los caballos. Tuvieron, para ello, que quitarse todos el calzado y las medias, pues el barro era algo hondo, y una vez bien amarrados los pobres, volvió solo al pueblo Soriano, dejando a Fermín de guardia y ordenando que se dejaran así hasta que volviese él, lo que sería a la madrugada.
Cuando, volvió, como a la siete de la mañana y con sol alto, ya, parecían, realmente, los dos milicos, haber pasado atados toda la noche, pues así los encontró; pero la verdad era que se lo habían pasado mateando con los demás, alrededor del fogón.
Los hizo desatar el buen comisario, dando por purgado el delito, pero abochornándolos con una reprensión erizada de dichos criollos, entre sabrosos y picantes, haciéndoles ver lo vergonzoso que era que las autoridades patrias tuvieran que apelar a los mismos presos... y extranjeros, éstos, para castigar a sus propios agentes.
-La verdad -murmuraban, cabizbajos, los milicos.
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Soriano, desde su juventud, había sido siempre muy metido en la política de su provincia, siempre del lado del palo, nunca del de la escoba; y joven aún había sido nombrado comisario. Entendía que el objeto principal, único, de su cargo era sostener al Gobierno, cualquiera que fuese el partido imperante, consiguiéndole votos por todos los medios a su alcance; y estos medios eran numerosos. No por esto pensaba que debiera descuidar sus intereses personales y tampoco los dejaba abandonados.
Cuando los nombraron, el pueblito era de reciente formación, y no le podía dar el Gobierno más que treinta pesos mensuales, lo que ni para comer, una vez al día, le alcanzaría; pero le había dicho el ministro:
-Cuando produzca algo la comisaría, tendrá usted sesenta.
Había, pues, que hacer producir algo a la comisaría. La instaló en un rincón del depósito de la única casa de negocio que existiera en la localidad, gratuitamente, por supuesto, viviendo ahí con sus dos vigilantes, los cuales establecieron un cuartel y la prisión de delincuentes en la sala de billar.
Existía también en el pueblo una fonda. Soriano mandó llamar al fondero y, sin más ni más, lo multó en diez pesos, por haber despachado bebidas. El fondero se resistió a pagar; Soriano lo hizo prender y encerrar. A las dos horas, consintió el hombre en abonar los diez; pero se le exigió, entonces, por desacato, veinticinco. Al anochecer, aflojó.
Ya tenía Soriano, con esto, templada la guitarra, y no le faltaron ocasiones, del mismo estilo, para cobrar otras multas que pronto le hicieron conseguir, con el aprecio de sus jefes, los sesenta prometidos. Su calabozo, una pieza cualquiera, obscura, tuvo puertas secretas de salida para los que, sin hacerse de rogar, o, a veces, a planazos, sabían el precio de su libertad. Es cierto que no todos tienen plata disponible, pero no todo con plata se paga, en este mundo; cada cual tiene sus medios de desempeñarse, sus aptitudes o sus habilidades. El estanciero rico, el comerciante bien pueden abonar al comisario una pequeña suscripción mensual, para que cuide, con mayor celo, de sus intereses; y el que, de mezquino, no quiere contribuir, tampoco se puede quejar de que los cuatreros le peguen malones; y si lleva, alguno de los damnificados, al comisario, para que vea por sus propios ojos, las panzas y las cabezas de las vacas que, de noche, le han carneado, se quedará éste pensativo, pero calladito, adivinando ya de dónde ese diablo de Fulano ha sacado, para mandárselo, un costillar tan gordo.
¡Cuidadito!, el carnicero que se atreviese a traer a su corral animales mal habidos. Soriano revisaba las guías y las mismas vacas con tanta prolijidad que ni una sola robada hubiera podido pasar... sin pagarle su tributo.
Mientras no hubo juez de paz, era él el árbitro único en esos casos y, siendo muy poca la población, hacía modestamente su negocito, sin grandes ganancias ni tampoco grandes riesgos. Cuando se hubo organizado ya la Municipalidad, fue más difícil, porque había más ojos, indiscretos, algunos, y más manos, codiciosas todas, para vigilar, en provecho propio, y atropellas también cualquier fuente turbia de utilidades. Pero los lobos entre sí no se comen; más cuenta les hace juntarse y, juntos, hacen grandes obras.
Con una policía voluntariamente ciega, un cuatrero puede, impunemente, carnear vacas ajenas, y hasta llevarse algunos animales, pero con una policía cómplice y un juez que otorga con su firma guías falseadas, el comisario, el juez y el cuatrero tienen segura la fortuna.
Soriano conoció días de prosperidad. Lejos estaba el tiempo de los treinta pesos por mes, para lidiar, desamparado, contra gauchos alzados y cuatreros peligrosos, imbuidos de los principios heroicos de Juan Moreira y de Martín Fierro; ya no sacaban del tirador el cuchillo, amansados y civilizados por Soriano, sino pesos; y a cada cual su parte. Así, no hay peleas, no corre sangre, no hay escándalos, ni partidas derrotadas, y las elecciones andan a las mil maravillas.
A veces, sucede que se alza la opinión, sospechando muchas cosas de las que tan bien se tapan; los hacendados se quejan, gritan y hasta se ligan para que algún periodista se atreva a cantar la verdad a las autoridades. Y surge entonces el Liberal del Norte o el Independiente del Sud, o la Verdad del Oeste, impreso, con tipos rezagados, en papel de almacén, escrito en estilo vehemente e incorrecto, pero audaz en sus afirmaciones y demasiado gritón para no llamar la atención de quienes corresponda sobre los frecuentes robos impunes; tanto que, en vísperas de elecciones, se vuelve casi peligroso. Y sucede que, una noche de verano, cerca del periodista tranquilamente sentado en la vereda, a tomar el fresco con algunos amigos, pasa corriendo un hombre quien lo deja muerto de una puñalada.
Desaparece en la sombra el criminal -un gaucho cualquiera-; finge la policía ponerse en movimiento; se alborota el juzgado, y después de muchas indagaciones, informes y partes, queda todo en la nada y sigue el juego.
Por un tiempo, se dejarán descansar las haciendas, y hasta se llegará a prender a dos o tres de los comparsas más humildes, para salvar siquiera las apariencias. Pero hay que vivir, y tanto en el pueblo como en toda la campaña, los juegos de azar, prohibidos por la ley, darán al comisario, sin que necesite repartirlas con otros, amplias y opulentas coimas que le permitirán esperar tiempos mejores.
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