Mayordomos modelos


¡Qué buen mayordomo era ese don Eliseo que, tanto tiempo, estuvo en la estancia! ¿Mayordomo? La verdad es que, por el sueldo tan exiguo, más bien era un simple capataz, encargado, sí, de la estancia cuando no estaba el patrón, pero con tan pocas prerrogativas que difícilmente las hubiera podido lucir.

No por esto disminuía, para él, su responsabilidad, y cuidaba de los intereses como si hubiesen sido suyos, quizá más. Era un gaucho humilde, pero de mucha vergüenza y su solo anhelo era de nunca merecer una reprensión.

Por lo demás, parecía hacerlo todo, más por amor a sus patrones que por otra cosa; sentía que lo apreciaban y le bastaba esto para que considerase como sagradas sus obligaciones hacia ellos. En su misma ausencia, sólo de ellos se acordaba y de su bienestar; pues no se contentaba con vigilar la hacienda y el campo, madrugando para ello y haciendo madrugar a la gente, como era debido, sino que también se ocupaba en cosas que había tenido que aprender solo para poderlas hacer, pues, en general, las desprecian los paisanos.

Hombre de campo en toda la acepción de la palabra, enlazador y jinete sin igual, siempre había cuidado hacienda, y nada más. Pero pensó, y con razón, que a todo un mayordomo no le debe bastar que las vacas y los caballos estén gordos, sino que también debe hacer placentera, para el amor, la vida en la estancia.

Y por esto, había empezado a criar en grande gallinas, patos y pavos, y era su gloria poder mandar a su patrón, cuando estaba en la ciudad, algún ave gorda, de las que ni con plata se encuentran en el pueblo. Durante el invierno, amansaba, él mismo y de manera especial para que no se asustaran con los vestidos, caballos de silla para la señora y sus hijas, y para los chiquilines tenía siempre de reserva una punta de petizos mansos, capaces de resistir las tremendas correrías de las vacaciones.

Las frutas del monte también eran objeto de su especial vigilancia. ¡Cuidado con tocarlas!, y bien sabían los peones que si de día era imposible colarse en el monte, de noche era peor y muy expuesto a recibir unos balines de trabuco que, para esto no más, se puede decir, guardaba don Eliseo, siempre colgado en la pared de su cuarto.

Por nada las hubiera tocado él, pero tampoco permitía que otro que el patrón las aprovechara. Pensaba que con la carne, galleta, yerba y sal que el patrón les daba para la manutención, se debían conformar todos, y si, de vez en cuando, dejaba que se hiciese una tortilla de huevos, es que tanto abundaban que, realmente, no se podían remitir todos a la ciudad.

Los peones bien lo trataban un poco, entre ellos, de mezquino, pero, con todo, lo respetaban, pues sabían que no era en provecho propio; y tampoco era hombre de soportar mucho titeo. Poco personal, por lo demás, ocupaba siempre, pensando que menos son los peones, más trabajan. Era enemigo de ese aparato, tan común, en ciertos establecimientos, de mantener una punta de haraganes que, todo el día, se lo pasan haciéndose los muy atareados y que, al fin y al cabo, no hacen nada.

Poca gente había en el patio con él, y menos en la cocina, fuera de las horas de descanso, y las pocas visitas que, por un motivo u otro, caían al palenque, hubieran podido creer que no había más, en la estancia, que la cocinera y el quintero, cuando no estaba el patrón en ella con la familia.

Saltaba a la vista la diferencia que hay, de mayordomo a mayordomo, al que llegaba a la estancia manejada por don Eliseo, después de haber estado en la que regenteaba don Guillermo Esmit, un extranjero todo colorado, alto, rubio, fornido, violento, gritón, comilón y como esponja para el whisky. ¡Ese sí que sabía manejar una estancia a la moderna, aplicar todos los adelantos de la época y estar al día, siempre, con el progreso! No salía máquina nueva que no la probase, y los galpones estaban llenos de sembradoras que no habían sembrado más que media hectárea, pero ¡con qué perfección!, y de segadoras que se habían archivado casi al recibirlas, porque había salido otra mucho mejor, y de bombas enmohecidas que esperaban su colocación, y norias pasadas de moda antes de haber servido, y aparatos de todas clases y aperos de todas formas.

Por los patios, barridos con esmero, por los galpones, edificados a todo costo, por los pesebres, poblados de animales más caros aún que finos, por el jardín y el parque, por la huerta de frutales y por el monte andaban, de un lado para otro, mensuales lentos y bien comidos, engrasando perezosamente huascas, unos; otros estaqueando, a tironcitos y a golpecitos, cueros vacunos; o llevando, con simulación de tremendos esfuerzos, una carretillada de pasto seco, o rasqueteando tan suavemente un caballo que no se sabía si era por miedo de lastimarlo o de cansarse, sin contar los que, entre las sombras del monte, echados sobre el pasto, no tenían más ocupación, para asentar el mate, que de comerse las mejores frutas, antes que, siquiera, estuviesen pintonas.

A don Guillermo, todos lo ponderan por lo bueno que es; no es como don Eliseo, no, ¡tan delicado!, y los vecinos que aprovechan su campo, y los peones que están en su casa como a pesebre, no tienen boca para alabarlo. Y él tampoco pierde ocasión para ensalzar ingenuamente sus peculiares y nativas condiciones del mando y las cualidades de toda su gente, tan cumplidora que no hay otra, según él, igual, en la República. Pero también es que la sabe manejar...

Una mañana, a las nueve, vino a visitarle don Eliseo, quien tenía orden de comprarle algunos toros. Todavía estaba durmiendo; el whisky había sido más fuerte, la noche anterior; y cuando, media hora después, apareció, le largó don Eliseo esta reflexión:

-Pues, señor, si me levantara yo a estas horas, mis peones estarían todavía tomando mate en la cocina.

Compasivo, le preguntó don Guillermo.

-¡Oh! ¿Usted entonces tener personal malo? -y sin dar tiempo a que le contestara don Eliseo, agregó-: Yo tener muy buena, muy buena.

Y llamó, con benévolo énfasis.

-¡Luis! Decir a Pedro traer caballos para que Antonio atar sulky y Juan acompañar a mí.


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