Política de Dios, gobierno de Cristo/Parte II/XVI

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Política de Dios, gobierno de Cristo
de Francisco de Quevedo y Villegas
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Cómo nace y para quién el verdadero Rey, y cómo es niño; cuáles son los reyes que le buscan, y cuáles los reyes que le persiguen
La primera virtud de un rey es la obediencia. Ella, como sabedora de lo que vale la templanza y moderación, dispone con suavidad el mandar en el sumo poder. No es la obediencia mortificación de los monarcas; que noblemente reconocen las grandes almas vasallaje a la razón, a la piedad y a las leyes. Quien a éstas obedece bien, manda; y quien manda sin haberlas obedecido, antes martiriza que gobierna. Cristo nuestro Señor, solo y verdadero Rey, nació obedeciendo el edicto de César que mandó registrar todo el orbe (Luc., 2): (sobre cuyo lugar se hizo ya discurso en otro capítulo, de que se puede llamar parte muy esencial éste al mismo propósito). Vino José de Nazareth, ciudad de Galilea, a Bethlehen, ciudad de Judá, a registrarse con María su esposa que estaba preñada. A Cristo antes de nacer le debe pasos la obediencia; y nació obedeciendo donde por el concurso de la gente no tuvo otra cuna sino el pesebre, y creció con tanto amor a la obediencia, y le fue tan sabrosa, que se dijo de él «que fue hecho obediente hasta la muerte», porque fuera en el verdadero Rey gran defecto dejar de ser obediente alguna parte de la vida. Y como antes de nacer obedeció, y obedeció hasta la muerte, pasó la obediencia más allá de los límites del vivir. Y como fue conveniente, después de muerto obedeció al ultraje y a la fuerza, cuando con sangre y agua respondió a la lanzada; que aun después de muerto satisfizo con misterios las iras. San Cirilo (Catech., 13) dice: «Principio de las señales en tiempo de Moisés sangre y agua, y la última de las señales de Jesús lo mismo».



Mucho tienen de enemiga en sí estas proposiciones mías: «Han de ser los reyes obedientes hasta la muerte»; y por otra parte: «Es muerte de los reyes y de los reinos que sean obedientes». Mas la verdad desata esta tiniebla, y amanece a esta noche, para despejar sus horrores a la luz del entendimiento. Obedecer deben los reyes a las obligaciones de su oficio, a la razón, a las leyes, a los consejos; y han de ser inobedientes a la maña, a la ambición, a la ira y a los vicios. No pongo entre estas pestes los criados y los vasallos, porque en todo discurso eso se está dicho. Y son cosas contrarias obedecer el rey al siervo; y cuando se ve, es un monstruo de la brutalidad que produce el desatino humano para escándalo de las propias bestias. Nació pues Cristo cuando mandaba Augusto registrar todo el mundo; y el venir a la obediencia le trajo a nacer en lugar tan humilde, al hielo y al frío. Y en un día, Augusto, rey aparente, registra el universo, y Cristo Jesús le remedia.



Para esto nacen los reyes, para su desnudez y desabrigo, y remedio de todos; no para destruir a alguno, ni desacomodar a nadie. Con cuántas ventajas de elegancia dijo esto aquel prodigio de África, Quinto Septimio Florente Tertuliano161, considerando aquellas palabras del cap. 8, de San Mateo: Quid nobis, et tibi Jesu Fili Dei? «¿Qué hay entre nosotros y entre ti, Jesús, hijo de Dios? Viniste aquí antes de tiempo a atormentarnos». Dice este gran padre, concurrente de los apóstoles162: «Reprendió Jesús al demonio como a envidioso, y en la propia confesión descaminado, y que adulaba mal; como si ésta fuera suma gloria de Cristo haber venido para la perdición de los demonios, y no antes a la salud de los hombres». Los reyes, beatísimo Padre, cabeza primera de nuestra Iglesia que altamente vive en la eminencia del monte para la salud universal del cuerpo místico suyo, no han de nacer, ni heredar, ni venir para destruir y perder y atormentar: su oficio es venir a fortalecer, a restaurar, a dar consuelo. Y es vituperio (que deben sentir sumamente reprenderlo y contradecirlo luego con las obras) que digan viene a atormentar aun a los delincuentes. Los demonios (nadie puede ser peor) le dijeron que venía a atormentarlos; y dice Tertuliano que fue envidia y confesión del enemigo, y que adulaba mal, pues él venía a traer salud y no calamidades; y porque los desmintiese el suceso, les concedió a los demonios luego lo que le pidieron. Al delincuente venga el rey a enmendarle y a reducirle; que atormentar no es blasón, sino vituperio: es mala adulación. Ser tirano no es ser, sino dejar de ser, y hacer que dejen de ser todos. ¡Ah, ah, Pastor vigilantísimo del mejor rebaño! ¡Cuánto padece de calamidad el orbe con las hostilidades injustas que por tantos lados turban su paz, alentadas por el enemigo común con el soplo vivo de la que llaman razón de Estado, ambición y venganza, para la desolación de las repúblicas! Vuestra beatitud, pues se halla en la cumbre de los montes con la altura de la primera silla, fundada en ellos con buena estrella de los hijos de la fe en vuestra elección, mire estas turbaciones públicas, y el estado miserable de los que a gritos las lloran; porque mirarlas y remediarlas, todo ha de ser uno en quien ha sido elegido de Dios para el remedio de todos.



Nace Cristo Jesús en el pesebre, y conténtase, por no desacomodar a los hombres, con el lugar que le hacen las bestias. Quien empieza padeciendo, ¿qué padecerá acabando? Bien pudieran los ángeles que se aparecieron a los pastores, aparecerse a los huéspedes que embarazaban los aposentos; mas el Rey grande, el todo Rey, el solamente Rey, sus ministros los envió a lo que importa a los suyos, no a él. Nace entre los que no tienen razón, que son las bestias, y muere entre los que dejaron la razón, que son los ladrones, porque nace para todos163. «Es luz que alumbra en las tinieblas.» Aquí en el pesebre el profeta dice que alumbró las bestias: «Conoció el buey a su posesor, y el jumento el pesebre de su Señor.» Aquí la luz dio conocimiento a las bestias, y en la cruz al delincuente165: «Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu reino.» Esta luz es real, que luce en las tinieblas, que a la noche añade lo que no tiene, que empieza por las bestias, que pasa por los reyes sin detenerse ni detenerlos, que no se agota en los poderosos, que llega a los ladrones, y los busca, no para servirse de ellos, sino para mudarlos de suerte que le puedan servir. Bien suena que al rey le pida el ladrón que se acuerde de él en su reino; mas triste del rey cuyo reino hubiere menester acordar que se olvide del ladrón. No envió los ángeles a que le dispusiesen mejor alojamiento: enviolos a los pastores antes que a los reyes, porque es Rey que ha de ser pastor; y con él más merece y primero el que vela, que el que sabe. Dice San Lucas: «Y había en aquella región pastores que velaban guardando las vigilias de la noche sobre su ganados.» A éstos envía (santísimo Padre nuestro) la primera nueva; a éstos envía ángeles, porque velan (¡oh causal! ¡En tus experiencias provechosas se libra la salud del pueblo!) y guardan las vigilias de la noche sobre su ganado. Prefiere éstos a los reyes y a los sabios: a aquéllos despachó una seña de luz, a éstos muchos ángeles.



Y es de considerar que en naciendo enseñó cuatro cosas: qué oficio era el de rey, cuáles habían de ser los que escogiese, cómo habían de recibir sus favores y llamamientos, y qué traía a la tierra y al cielo. «Qué oficio era el de rey»: enviando ángeles a los pastores, dijo que era oficio de pastor, y que venía a velar sobre su ganado. «Cuáles habían de ser los que escogiese»: declaró que había de ser gente de vela, y atenta sobre lo que tiene a su cargo. «Cómo habían de recibir sus favores», lo dijo en aquellas palabras de San Lucas, capítulo 2: «Y veis el ángel del Señor estuvo cerca de ellos, y la claridad de Dios los rodeó, y temieron con temor grande.» Ha de ser gente que en las grandes mercedes y favores que el rey les hiciere, teman con un temor grande. No se han de hacer mercedes a los que con ellas se desvanecen y se confían. Ése de la luz hace rayo que le parte. Los que velan y guardan su ganado, y el ángel del Señor los halla despiertos sobre su obligación, temen con temor grande, mas provechoso, las mercedes muy preferidas. El que vela para adormecer al rey, el que vela no por guardar el ganado sino por guardar lo que gana, ése no teme, antes se hace temer y obliga a que la propia luz le tema. «Lo que trae al cielo y a la tierra», declaran las palabras del propio Evangelista: «grande alegría, que será a todo pueblo.» ¡Cómo lo desquita el gran rey Dios todo! A gran miedo gran alegría; no a un pueblo, sino a todos: «porque hoy ha nacido el Salvador.» Sea lícito a costa de los tiranos celebrar las maravillas de Dios. Sacrificio es, no murmuración, abominar a los que le contradicen la doctrina. Rey Salvador -alegría de todos los pueblos: rey condenador- llanto de todos los lugares. ¿Qué te callan tus ojos, si ven anegados en lágrimas los de tus vasallos? Rey de lamentos, rey de suspiros, ¿qué tienes que ver con rey? ¿Qué te falta para desolación?



¿Qué más trae? «Gloria a Dios en las alturas, paz en la tierra a los hombres de buena voluntad.» Tú, que reinas, has de nacer primero para Dios, para gloria de su Iglesia, de su vicario, de sus obispos, de sus sacerdotes, de sus doctores, de sus santos, de sus religiones. Éstos son las alturas de Dios, no el cielo, no las estrellas; pues (como dice Crisóstomo) «no se hizo la Iglesia por el cielo, sino el cielo por la Iglesia». San Pablo, ad Galatas, 4166: «La Jerusalén de arriba libre es; y es nuestra madre.» Y a Timoteo: «La Iglesia de Dios vivo es columna y firmamento de la verdad.» De la altura dice que es esta Jerusalén columna de la verdad y firmamento: fuerza es que esté más arriba del cielo. Crisóstomo, elocuentísimo abogado, boca de oro, en la estimación de la de todos los padres griegos y latinos, en la homilía ad Neophitos, tratando de los doctores de la Iglesia en comparación de las estrellas y de los santos, dice: «Aquéllas con la venida del sol se escurecen; éstas, cuando el sol de justicia se llega más a ellas, tienen más luz. Aquéllas con la confusión de los tiempos se acaban; éstas con el fin del tiempo se muestran más claras. De aquéllas se dijo finalmente: Las estrellas del cielo caerán.» Y de esta mayor perfección de los santos de la Iglesia da la razón, diciendo: «Los ciudadanos de la Iglesia no sólo son libres, sino santos; no sólo santos, sino justos; no sólo justos, sino hijos; no sólo hijos, sino herederos; no sólo herederos, sino hermanos de Cristo; no sólo hermanos, sino coherederos de Cristo; no sólo coherederos, sino miembros; no sólo miembros, sino templo; no sólo templo, sino órganos del espíritu.» Así que las alturas de Dios para quien trae la gloria el Rey verdadero, es la Iglesia, los santos, los doctores, las religiones, los sacerdotes.



En la tierra trae paz: eso es traer a propósito (y muy del tiempo desear esta paz, cuando se arde toda la tierra en armas y sangre). La vida es guerra: Militia est vita hominis super terram. De lo que necesita es de esta paz; mas no la trae a todos, sino a los hombres de buena voluntad. El rey a todos la trae; mas los hombres de mala voluntad no la quieren, porque, como dice San Agustín168: «La mala voluntad es causa eficiente de la obra mala. Mas la voluntad mala no tiene causa eficiente, sino deficiente.» Y gente mala sin causa, no es capaz de paz. Sólo lo son los que tienen buena voluntad; porque, como dice el mismo santo (Lib. 7 de la Ciudad de Dios), «nadie, teniendo buena voluntad, puede ser malo.» Adviertan los príncipes sobre sí propios, Santísimo Padre, y miren si tienen buena voluntad; que si la tienen, a sí se traerán paz, y si no guerra sangrienta. Buena voluntad es con la que el príncipe quiere más el público provecho, que el propio; más el bien del reino, que el suyo; más el trabajo de su oficio, que el deleite de sus deseos. Mala voluntad es con la que quiere desordenadamente el ocio, y la venganza, y la prodigalidad. Mala voluntad es la que resigna en otro hombre, con la que prefiere el interés de uno a la necesidad de muchos. Si él se halla a sí propio con esta voluntad, no es capaz de la paz: batalla es de sí propio; no reina como Cristo, ni en sí, ni en los demás.



Falta ver cómo reinó niño, cosa tan amenazada por el mismo Dios en la Sagrada Escritura «Desdichada la tierra donde reina rey niño.» Despachó, como he dicho, una lumbre del cielo, llamó y trajo a sí los sabios. Propio principio de Rey divino llamar los sabios y traerlos a sí. Eran sabios: así los llama la Escritura. Eran reyes: así los intitula la Iglesia. Aquí veremos cuáles son los reyes que obedecen señas de Dios. Vinieron de Oriente a adorarle, no a perderle, no a sonsacar su niñez, no a usurpar su trono. Llegaron a Herodes (aquí veremos cómo es el rey que persigue a Dios), y preguntáronle: «¿Dónde está el que ha nacido Rey de los judíos? Vimos su estrella, y venimos a adorarle.» Estos reyes imitadores de Cristo y que le siguen, obedecen a la estrella, desprecian las dificultades de la peregrinación por adorar a Cristo. Quien con ese fin viene, halla la verdad del camino en la boca de la propia mentira. Oyolo Herodes, y turbose, y con él toda Jerusalén. El tirano se turba de oír nombrar a Dios, y con él todo su reino. Eso tiene más a cargo el mal príncipe: éstos temen a la verdad y a quien la busca; les es enojosa la pregunta. «Y haciendo una junta de los príncipes, de los sacerdotes y de los escribas del pueblo.» Maña es perniciosa del veneno de los tiranos hacer estas juntas de personas de autoridad para disimular su fiereza. Preguntó dónde había de nacer Cristo; dijéronselo: llamó a los magos en secreto, y preguntoles del tiempo en que habían visto la estrella, disfrazando con celo devoto la envidia rabiosa. Enviolos a Belén. ¡Qué bien los encamina el descaminado! Más certeza debieron del camino a Herodes, que a la estrella; pues los llevó con la mano de la profecía hasta el portal. Díjoles: «Preguntad con diligencia por el Niño; y en hallándole, venídmelo a decir, porque yo le adoré.» Muchos, Santísimo Padre, preguntan de Dios, y dicen que quieren ir a Dios, sólo para hacer instrumentos de su iniquidad a los varones de Dios, a quien lo preguntan. Queríale degollar Herodes, y encargábales a los santos Reyes le buscasen con diligencia y le advirtiesen de todo, porque le quería adorar.



«Entraron en la casa, y hallaron el Niño con su madre María; y arrojándose en el suelo, le adoraron; y abiertos sus tesoros, le ofrecieron a él presentes: oro, incienso y mirra; y respondidos en sueños que no volviesen a Herodes, por otro camino volvieron a su región.» Estos reyes supieron serlo, y que Dios era sólo Rey, y cómo le han de adorar los reyes. «Arrojáronse.» No es humildad para Dios la que hace melindre de alguna bajeza, la que deja algo por hacer. «Abiertos las tesoros.» A Dios así se ha de llegar, sin prevención escasa, sin temor miserable. Los tesoros han de estar abiertos para Dios, y así los han de traer los reyes. ¿Qué serán los reyes que a Dios le quitan lo suyo? «Diéronle presentes: oro, incienso y mirra.» Cierto es que recibió Cristo estos presentes; mas no dice el Evangelista que los recibió. Justo decoro fue dar a entender el logro que se tiene en presentar a Jesucristo. Dios más da en lo que recibe, que en lo que da: él sólo da recibiendo; y así no dijo el Evangelista que lo recibió. ¡Oh buen Melchor! ¡Oh santísimo Gaspar y Baltasar, que vinisteis a adorar al Rey niño, y echados en el suelo le adorasteis; y abiertos los tesoros se los ofrecisteis; y porque vuestro Rey niño viviese, volvisteis por otro camino: vinisteis a adorar, no a divertir; trajisteis, y no llevasteis! Tú, que le adoras; tú que te derribas, tú que le sirves con tus dones, rey mago eres. Tú que presumes, tú que le derribas, tú que prefieres el dinero a la gracia del Espíritu Santo, Simón mago eres, no rey. ¡Oh sumo Rey! ¡Oh solo Rey, que siendo niño no te obligaste del presente, ni de las dádivas para entretener a tu lado, ni acariciar a estos tres santos y sabios reyes! Recibes la adoración, recibes el servicio y el tributo; no ocasionas el entretenimiento. Los sabios que llamó la estrella se vuelvan en adorando y en ofreciendo; que los que te han de asistir no han de ser los que te dan, sino los que te dejan lo que tienen; no reyes, sino pescadores. Con el Rey verdadero nadie confronta la estrella, nadie introduce la caricia, nadie acredita la dádiva: todo lo dispone la elección. Ha sido causa de tantas ruinas en reinos e imperios el tomar los príncipes por achaque la que llaman suma necesidad (en que se hallan más por sus culpas o descuido, que por la defensa común) para enviar ministros escogidos de la codicia a que busquen tesoros entre los vasallos y reinos, para que supla el robo público lo que la prodigalidad necia y el descuido mal atento dejó robar.



Es de tanta importancia este punto, que fue el primero de que Cristo quiso desengañar a los príncipes; pues ningún rey ni monarca del mundo se vio ni verá en necesidad tan grande, como su divina Majestad recién nacido en un pesebre, entre bestias y desnudo al frío. Veamos pues qué ministro envió que le trajese tesoros del Oriente. Envió un ministro celestial de purísima luz, atento sólo a servirle con el decoro que debe una estrella al sol. No se fue a los pobres y desamparados que no sólo comen del sudor de sus manos, sino que beben el mismo sudor de sus venas; trajo reyes, y en ellos buscó los tesoros: no los trajo el ministro, que suelen adolecer de su compañía; adiestró a los mismos reyes que los trajesen; llegaron y ofreciéronselos a Cristo desnudo. Mas como Cristo sabe cuánto se debe estimar la pobreza por los reyes humanos que le sustituyen, y cuán saludables costumbres trae consigo la necesidad, no quiso que el oro enriqueciese a su pobreza, sino que la adorase. Por eso dice que se le dieron, y no se hace mención del uso de él, ni aun en la huida a Egipto, donde parece que era necesario. Vino el oro a llenar la profecía, no la codicia. Pudo Cristo quedar rico en cuanto hombre, y para ejemplo quiso quedar pobre.



Que haya hecho grandes a las repúblicas y a los reinos la pobreza, y que el día que se acabó y se volvió en abundancia perecieron, hasta las bocas profanas lo han dicho. Juvenal no llora por otra cosa la ruina de Roma con aquellas animosas palabras (Sat., 6): Nullum crimen abest, facinusque libidinis, ex quo Paupertas Romana perit.
Señor, este ejemplo de Cristo a los que le han tomado les ha sido gloria y remedio; a los que le han despreciado, enviando ministros por sus reinos, no a que saquen sino a que arranquen, no a que pidan sino a que tomen, premiando al que más sin piedad desuella los vasallos, ha sido ruina, y desolación, y levantamiento universal de las provincias y reinos.
Con buenas canas de antigüedad lo refiere Polibio: «Porque en la guerra pasada, presumiendo tenían para ello justas causas, con mucha soberbia y avaricia habían gobernado los pueblos de África, tomándoles la mitad de todos sus frutos, y doblándoles los tributos, ningún delito habían querido perdonar aún a aquellos que con ignorancia habían pecado. De los magistrados, a aquéllos solos habían premiado, no los que con benignidad y clemencia hubiesen administrado sus cargos, sino que hubiesen amontonado mucho dinero en el tesoro, por más injusticias y tiranías que hubiesen ejecutado contra el pueblo, cual fue este Anón de quien hicimos mención arriba. Con lo cual parecía que los pueblos de África podrían ser inducidos fácilmente a rebelión, no solamente con persuasión de muchos, más aun con un solo aviso. Pues las mujeres mismas que en el tiempo pasado habían visto llevar a sus maridos e hijos hechos esclavos por no haber pagado los tributos, se conjuraron en todas las ciudades, no sólo no ocultando algo de los bienes que les habían quedado, antes dando (lo que parece increíble) de su voluntad hasta sus mismas joyas para pagar los sueldos.»



Temeroso es este suceso; empero el grande Simaco, fulminando palabras en vez de pronunciarlas, no deja necesidad de otra voz ni de otra pluma. Óigalas vuestra majestad, y no permita que las olviden sus ministros: «Destiérrense de la pureza de vuestro tesoro estos aprovechamientos atropellados. El fisco de los buenos príncipes no se aumente con daños de sacerdotes, sino con despojos de enemigos. De semejantes maldades han nacido todos los daños del romano linaje. Permaneció la entereza de este oficio, hasta que los monstruosos mohatreros convirtieron en premio de viles trajinadores los alimentos de la castidad sagrada. A esto se siguió pública hambre, y la mies enferma burló las esperanzas de todas las provincias. No son éstos vicios de las tierras; nada imputamos a los astros: ni a las mieses dañó la niebla, ni la avena ahogó los sembrados; con el sacrilegio se abrasó el año, porque es necesario que a todos falte lo que a las religiones se niega».
Señor, el ministro que fue a buscar vuestro socorro para defender vuestros reinos, y a fuerza de sangre de vuestros vasallos os trae en la ruina de ellos y en su sangre chupada más manchas que tesoros, -ése no sólo no ha de medrar, antes el castigo público le ha de hacer ejemplo y escarmiento. El que os trae poco por dejaros mucho en vuestros pueblos y en vuestros vasallos, y llevó por contadores la piedad y la justicia, y trajo enjuto de lágrimas de los que le dieron lo poco que trajo, ése, Señor, medre y sea premiado: reconózcale vuestra majestad por buen discípulo de la estrella de Belén. Y cuando han sucedido semejantes robos y delitos en las repúblicas, y se les sigue la peste armada de muertes, y las enfermedades habitadas de venenos, y se ve que la naturaleza deja fallecer las plantas y morir de sed por falta de lluvias los sembrados, -grave delito es, Señor, acudir por las causas de estos azotes, los que los merecen de la mano de Dios, a la inocente astrología, y querer que sea causa de tanta ruina la malicia del cielo, cuando lo es la de la tierra. Esto, Señor, es huir del remedio, que es acudir a Dios con la enmienda y satisfacción, y pretender disculparse con malos aspectos y oposiciones de astros; por lo cual todo queda sin remedio, siendo la causa el sacrilegio, como Simaco dice.



Cristo en el pesebre queda adorado y reconocido de los reyes por sabio, por rey y Dios: los reyes van premiados con advertencia divina: Herodes, que preguntó de Dios para ofenderle, quedó burlado. De los reyes cuidó Cristo; de Cristo el Padre eterno, advirtiendo la huida a Egipto con un ángel a José. Herodes sólo quedó en manos de su pecado y de su rabia, y degolló los inocentes, y luego murió; que la vida de estos tiranos no pasa de los límites de su desorden. Rey que no nace para traer gloria a Dios en las alturas, alegría a todos los pueblos, paz a los hombres de buena voluntad en la tierra; el que no viene como los Reyes magos a adorar y a servir a Cristo con los tesoros abiertos, más le valiera no nacer ni venir, pues sólo, como Herodes, hace juntas para saber de Dios, y encarga a los sabios le sepan de él para perseguirle. No logra su malicia, y logra su ira; es cuchillo de los inocentes, y tal que el propio Dios manda que huyan de él, y él propio huye, como se vio, en Egipto.