Política de Dios, gobierno de Cristo/Parte II/XIX

XVIII
Política de Dios, gobierno de Cristo
de Francisco de Quevedo y Villegas
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De qué manera entre el rey y el valido en su gracia se cumplirá toda justicia; y de qué manera es lícito humillarse el rey al criado. (Matth., cap. 3.)
«Entonces vino Jesús de Galilea al Jordán a Juan para que le bautizase. Juan se lo prohibía, diciendo: Yo he de ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí? Respondiendo Jesús, le dijo: Deja ahora: así conviene que nosotros cumplamos toda justicia. Entonces le dejó. Y bautizado Jesús, al punto salió del agua. Y veis se abrieron los cielos, y vio el Espíritu Santo de Dios bajar como paloma, y que vino sobre él. Y veis una voz del cielo, que decía: Éste es mi Hijo amado, en el cual me agradé». Fue tan grande esta acción, que se repartieron los misterios de ella por los tres evangelistas. Quiso cada uno tener parte en tan grande sacramento. Marc., 1, dice: «Vio los cielos abiertos, y al Espíritu Santo que bajaba como paloma». Y añade esta grande palabra, que añuda esta acción con lo que dijo Isaías: «Y que se quedaba en él». Lucas, cap. 3, dice: «Fue empero como si bautizase todo el pueblo, y Jesús fuese bautizado»; y añade: «Y estando orando, se abrió el cielo».



En la consideración de este capítulo parece que se agota todo lo importante del oficio del príncipe, y todo lo peligroso del oficio del privado. Cumplir el rey toda justicia es hacer todo su oficio: humillarse al criado el señor, es todo el riesgo. Era San Juan Bautista grande privado de Dios, y el que venció todas las malas andanzas del puesto. No ha habido ni habrá mal paso en la privanza que él no le padeciese y le santificase con su humildad y con su vida y con su muerte. La aclamación del pueblo engañada le ofreció la adoración de Mesías, le rogó con el cargo de su señor: el séquito de las gentes hizo diligencias contra su oficio; su grande santidad equivocaba la fe de los judíos para su persecución. En uno de los capítulos antecedentes ponderé sus diligencias y sus respuestas. Y como él sabía cuán sabrosa perdición y cuán forzoso peligro es éste de la privanza, no por sí, que era hombre enviado de Dios, y no de la ambición; por todos los que serían en el mundo privados habló tales palabras: «Éste es el que ha de venir en pos de mí, que ha sido antes de mí: de quien yo no merezco desatar la correa del zapato».

¡Oh privados, oh reyes! Tened respeto los unos hasta la correa del zapato de vuestro príncipe, los otros haced reverenciar hasta vuestro calzado. Yo con toda humildad y reverencia admiro en estas palabras las interpretaciones de los santos que sirven al misterio. Vosotros, todos los que mandáis y aspiráis a mandar, atended a mi explicación. Juan, primero privado escogido, cuando ve vacilar en el reconocimiento del Señor verdadero, de su Rey eterno, del Rey Dios y hombre, en estas palabras dice todo lo que se ha de decir, y todo lo que no se ha de hacer: «No soy digno de desatar la correa de su zapato». Pues, Santísimo Padre, si Juan privado no es digno de desatar la correa del zapato de su Rey, ¿qué será del criado que intentare atar con la del suyo a su rey?



¿Qué cosa es atar el criado al señor? Eso no se ha de presumir de toda la perdición del seso ambicioso de los hombres; es menester para tan sacrílega osadía toda la desvergüenza del infierno. No sólo no ha de atar el criado ni el ministro al rey, mas ha de conocer y confesar que no merece desatar la correa de sus pies. Lo que el rey añuda, nadie, si no es Dios, y la razón, y la verdad, lo puede desatar sin delito. Majestad tienen los reyes hasta en los pies: digno es de reverencia su calzado. Pues si no es lícito desatar la correa del zapato, ¿cómo será lícito desatar al rey de su alma, al rey de sus reinos, al rey de su oficio, al rey de la religión, al rey de Dios? Esto el que lo hace, el que desata al rey de estas cosas, no es ministro, no es privado, no es vasallo, no es hombre: lo que es dígalo por el Bautista el evangelista San Juan, que yo no me quiero atrever a decirlo, ni caben en mi autoridad sus palabras, que son dignas de él sólo. Oigan los reyes y los emperadores al águila, que es autor de coronas imperiales y blasón propio suyo: «Y todo espíritu que desata a Jesús, no es de Dios, y éste es espíritu de Anticristo». El un Juan lo dice, que el que desata a Cristo es espíritu de Anticristo; y el otro Juan, que vino antes de Cristo y fue enviado de él, cuando dice estas palabras no sólo confiesa que no ha de desatar a Cristo, sino que no merece desatar la correa de su zapato. Y el uno que lo hace fue el privado, y el otro el querido. Y el que no los imitare, si desata a su rey, ¿qué será? Ya lo ha dicho San Juan. Y si le atare (lo que no se puede creer), será Judas. Ése le vendió y entregó por dineros a la cárcel y a los cordeles. Con razón, pues, Cristo se viene al Jordán a buscar tal criado, a honrarle, y a ser bautizado de él.



El mérito de San Juan nos ha llegado al discurso del capítulo: con sus palabras nos introducimos en sus obras; y este ejemplo no pierde por descender de Cristo, Dios y hombre, a los reyes hombres; que pues los reyes son vicarios de Dios, y reinan por él, y deben reinar para él, y a su ejemplo e imitación, ningún lugar tiene el desahogo de la lisonja, ni lo dilatado de la explicación ambiciosa y negociadora, en estas palabras: «Vino Cristo de Galilea al Jordán para que Juan le bautizase». Todo va bien: el rey va al criado, no el criado al rey; él se vino a Juan, no le trajo Juan. ¡Gran decoro de monarca! ¡Grande y discreta y segura fidelidad de criado! «Juan se lo prohibía. Hace lo que debe su humildad y conocimiento, lo que conviene a su oficio, que Dios hará lo que conviene a la obra, al gobierno y al misterio. No sale de sí Juan, grandes márgenes deja a la dignidad de Cristo; no compite jamás ni con su sombra. No parece lícito contradecir ni prohibir nada el criado al señor: no parece lícito, porque los atrevidos vuelven la cara hacia otro lado por dejar pasar la verdad. Santísimo Padre, en las honras propias y mercedes excesivas que se les hacen a ellos, lícito les es el prohibirlo, el rehusarlo. Mas los mañosos, que la doctrina la ajustan al talle de su pretensión, prohíben las mercedes de los otros, que luego que no son para ellos, son excesivas; y las propias, aunque sean demasiadas, se admiten con queja por pequeñas, y a veces la insolencia del ministro obliga al príncipe que le ruegue para que acepte lo que no pudo el criado codiciar sin delito, ni conceder el príncipe sin afrenta. «Prohibióselo diciendo: Yo he de ser bautizado por ti».



En el agua, con favores y honras grandes, ejercitó los dos mayores ministros con acciones y palabras bien parecidas. Juan, viniendo Cristo a que le bautizase, se lo prohibía diciendo: «Yo he de ser bautizado por ti». Pedro parece que repite este suceso y palabras, y le dice: «¿Tú me lavas a mí los pies?», y se lo quiso prohibir como Juan. A Juan respondió: «Déjalo ahora: así conviene que nosotros cumplamos toda justicia». A Pedro en la respuesta le juntó alguna amenaza: «Si no te lavo, no tendrás parte en mi reino». Con novedad, Santísimo Padre, examino yo la diferencia de estas respuestas en una propia acción. Juan en el desierto rehusó por su humildad la acción que servía a los misterios de Dios sin testigos, y así bastó la advertencia del fin para que Cristo se humillaba a su criado. Pedro replicó entre todos los apóstoles y delante de Judas, cuando él hacía aquella acción para ejemplo y para que le imitasen. A la repugnancia en el misterio y a solas basta advertencia; a la repugnancia al ejemplo entre los que le han de tomar para darle, provechosa es la amenaza. No se ha de temer que el príncipe dé buen ejemplo aun con humildad rendida.



«Así conviene que cumplamos nosotros toda justicia». Ésta no es cláusula, es sima infinita de misterios. Santísimo Padre, ¿cómo? ¡Qué ni en el encarnar, ni en el nacer, ni en el morir, ni en el resucitar dijese que cumplía toda justicia, y aquí lo dijese, cuando él es bautizado de Juan, y Juan de él! ¿Qué hay aquí de justicia? ¿Cómo se cumple toda justicia donde el hecho es sacramento: donde no hay pueblo? Río era, y no tribunal, en el que estaban. Esta vez el agua del Jordán vidriera es de toda la justicia de Dios, de toda, y cumplida en todo. Dejar el rey su casa y su ciudad por el bien de sus reinos, justicia es. Buscar el criado que no se halla digno de desatar la correa de su zapato, justicia es. Humillarse por salvar los que tienen a cargo, justicia es. Desnudarse por los que han menester su desnudez, justicia es. Rehusar Juan levantar la mano sobre la cabeza de su Señor, aun para bendecirle, justicia es. Estorbar que aun en el desierto el silencio de las peñas y la fuga del agua y el ruido le vean más alto que su Señor, justicia es. Mortificarse el criado con la obediencia en tan altos favores, justicia es. Autorizar el Rey los despachos de tan grande ministro con tan prodigiosa demostración, justicia es. Que el rey pase por lo que ordena que pasen todos, justicia es. Que el príncipe, para introducir el remedio de los suyos, no repare en desnudarse de la majestad ni en humillarse, justicia es. Que empiece por sí mismo la ley que quiere dar a todos, justicia es. Que use del remedio que da, justicia es; pues aunque no le ha menester para la disculpa, le ha menester para el ejemplo.



Solos estaban Cristo y San Juan, mas no por eso el privado se alargó en admitir favores, ni usó de la familiaridad; recibió el criado aquella honra que le mandó el Señor que la recibiese. De otra manera negocian su perdición en el mundo los ministros que (como ellos dicen) cogen a sus príncipes a solas, sin entender que el príncipe para el criado no puede estar solo, porque el reino, el oficio, y el ser lugarteniente de Dios no son separables del rey. Bien habrá habido criados que hayan visto desnudos a sus reyes delante de ellos, y humillados; mas esto no habrá sido porque los reyes propios lo hiciesen por el bien común, ni lo rehusarían los malos criados. Por eso en los tales con su rey, no se cumple toda justicia como aquí. No dice Dios que éstos son sus hijos. No sólo no lo dice Dios, mas sus padres se corren de haberlo sido, y de que ellos digan que lo son. Aquí fue en el Jordán donde179 «se apocó a sí mismo recibiendo forma de criado». No le apocó el criado, él se apocó. El criado quería reverenciarlo como Señor; mas él, porque conociesen que era el Señor que lo merecía ser, se apocó recibiendo la forma de criado. Apocarse es virtud, es poder, es humildad; dejarse apocar es vileza, es delito. Siempre Cristo mostró que en todo lo que se hacía con él tenían poca parte los que lo hacían, ni el poder. Iba preso, quísole librar Pedro, y le dijo: «¿Piensas que si yo quisiera librarme, y pidiera a mi Padre que me enviara de guarda un ejército de ángeles, que no me los enviara?». A Pilatos, cuando le dijo que tenía poder de darle muerte y librarle, le respondió que no tuviera poder si no se le hubiera dado de arriba. «Yo tengo potestad de vivir y morir», dijo.



Tan gran Rey fue, y tan solo Rey, que hasta en el padecer y en el morir, que fue a lo que vino, quiso que supiesen que padecía porque quería, porque convenía a su honor y al negocio. «Vio los cielos abiertos, y al Espíritu Santo que bajaba como paloma y quedaba en él. Y veis una voz del cielo que dice: Éste es mi Hijo amado, en el cual me agradé». Aquí también se le guardó su justicia a la oración; ella penetra los cielos siendo fervorosa; ella los abre, y ve abiertos: ora Cristo, y abre los cielos y velos abiertos. ¡Buen Rey, que por medio de la oración trata con Dios los negocios de su reino! «Y vio al Espíritu Santo que bajaba sobre él». Justicia es que a Rey que se deshace por los suyos y recibe forma de siervo por hacerles señores, el Espíritu Santo baje sobre él, y quede en él, y le dé a conocer. Justo es que se abra el cielo cuando Cristo instituye el bautismo, con que se ha de poblar su gloria, y restaurar su vecindad ya perdida. Justo es que donde el Hijo de Dios se humilla, el Espíritu de Dios baje. Ved, Santísimo Padre, si donde el criado y el Señor, el cielo y la tierra, el Hijo de Dios y su Espíritu hicieron tantas justicias, se cumplió toda justicia; pues en sólo el bautismo está todo. Así se ha de creer: nadie puede salvarse, si no renaciere por el bautismo del agua y del Espíritu Santo.



Bien se conocen los grandes méritos de Cristo en esta acción del Jordán: bien los declaró con demostraciones de todo el cielo. Y ya hubo alguno que, predicando o haciendo que predicaba por decir cosa que nadie hubiese dicho, dijo lo que nadie puede decir. Declarando estas palabras: «Éste es mi Hijo muy amado», se atrevió a errar contra la letra sagrada, diciendo: En el Tabor, donde estaba glorioso y trasfigurado, lo dijo afirmativamente; mas en el Jordán, donde le vio humilde y arrodillado, lo dijo como dudando: «¿Éste que así está postrado, es mi Hijo amado?». Éste, como admirándose de que fuese. ¡Gran desdicha de los tiempos!, no que haya un impío, un ignorante que tal desacierto pronuncie contra toda la verdad; mas que se usen auditorios que tales cosas las aplaudan, y no las enmienden. Vino Cristo a nacer, a padecer y a morir: a eso le envió su Padre, no a gloria ni a descanso; ¿y desconociole cuando hacía lo que le había ordenado, y a que le enviaba? Que si fuera posible desconocerle, había de ser glorioso en la tierra, que en un instante hizo a Pedro que desconociese el oficio de Cristo, y a lo que venía, pues olvidársele no era posible. ¡Grande ignorancia atreverse a llamar indigna de Cristo la acción que abrió los cielos, y cumplió toda justicia, y bajó al Espíritu Santo! ¡Qué ignorancia tan grande, que diga aquel perdido que no le agrada Cristo, donde el Padre eterno diciendo que es su Hijo dice que le agrada: In quo mihi bene complacui! Perdóneme el que la reprensión forzosa a tan mala doctrina ocasiona, por la demasiada cortesía de callar su nombre.



Tan de otra suerte lo pondero yo, Beatísimo Padre, que he considerado con novedad, y muchas veces, qué fue la causa de que en el Tabor y aquí en el Jordán se oyese esta aprobación y testimonio del cielo, y no en su nacimiento divino; no en la adoración de los Reyes (cosa de tanta majestad); no en aquel milagro tan espléndido de los panes y los peces; no en la resurrección de Lázaro; no en su muerte; no en su resurrección: yo lo he considerado el primero. Y también, porque en el Tabor añadió las palabras: «Éste es mi Hijo amado, oídle»; y en el Jordán no dijo que le oyesen, sino que era su Hijo. Por la primera diferencia mucho responde todo este capítulo; pues en las demás acciones milagrosas referidas se vieron esfuerzos de su amor por el hombre, hazañas de su justicia contra el pecado original; mas en el Jordán se cumplió toda justicia de su parte, de la de su ministro, de la del Espíritu Santo, y del Padre. Y como él encarnó por librar al hombre del pecado original, vivió y murió por eso, y el bautismo es el sacramento que nos santifica contra él y nos limpia más de la culpa, que fue la causa de su pasión, -fue justicia, como lo demás, que aquí se abriese el cielo, donde moría la culpa que nos le cerró; que aquí bajase el Espíritu Santo, donde la carne mortal se disponía a poderle recibir; que bajase en forma de paloma, en el río donde se ahogaba la primera serpiente; que el Padre dijese: «Éste es mi Hijo en quien me agradé», pues entonces por él empezó el hombre inobediente y ciego a serle agradable. Estas cosas tan especiales dieron estos favores a esta acción particularmente entre todas las demás, y también al intento de mi obra, porque en los reyes las acciones de justicia son las de primera alabanza; y entre ellas serán las de mayor alabanza las de toda justicia: y ésta fue sola en lo que él dijo «que así convenía cumplir toda justicia». Y es de advertir que todo el oficio de los reyes es justicia. No les dice otra cosa el Sabio: «Amad la justicia los que juzgáis la tierra». No es opinión mía decir que los reyes en la justicia tienen la misericordia. San Pedro (llamado discurso de oro) dice: «Dios, salva la verdad, se apiada; el cual así da perdón a los pecados, que en la misma misericordia guarda justicia y razón». Pues en el Tabor bien mereció Cristo favor tan preferido, donde se vistió de fiesta para morir, donde estando en gloria trataba de su muerte, donde se enojó con el más favorecido porque le desviaba de ella con amor y con ternura, donde a tratar de su fin trajo los muertos y despertó los dormidos. Que Cristo entre sus enemigos afligido trate de padecer, grande cosa es; más que trasfigurado, y entre sus discípulos, y con sus criados trate de morir, fineza es digna de la demostración del Jordán.



Resta ver por qué en el Tabor se añadió ipsum audite a las palabras del bautismo. Y a mi ver el texto evangélico da la causa. En el Jordán Cristo y Juan decían una misma cosa, iban a su mismo fin: uno como Señor, otro como criado; entrambos cumplieron toda justicia, obrando uno como Dios, otro como ministro. En el Tabor no fue así: Cristo y los que están con él hablaban con él de la partida que había de hacer y cumplir en Jerusalén. Y así lo entiendo. De esto hablaban con Cristo Moisés y Elías. Otro dijo: «Bien será que nos quedemos aquí». Unos tratan con Cristo de su partida, Pedro de su quedada. El Evangelista dice que los de la partida hablaban a propósito, y no Pedro: «No sabía lo que decía». Pues como era parecer tan contrario a lo que convenía al género humano y a Cristo y a su Padre el de San Pedro, fue necesario que se dijese185: Oídle a él, que trata de ir donde le envió; no a Pedro que pretende que se quede aquí. Santísimo Padre, cuando los primeros ministros descaminan, aunque sea con buen celo, el oficio del rey, si callan todos, el cielo habla. Y cuando advertidos del cielo prosiguen, como hizo Pedro en bajando del monte: Non expedit tibi, Domine: Absit a te, Domine, entonces no se excusaba el despedirle: Vade retro post me. ¡Justa cosa mandar que se vaya al que quería quedarse! El cielo y Dios hablan en los predicadores. Ministro que no los oye y prosigue, despedirle: y en el río y en el monte sea oído sólo el rey; y no se atreva el criado a desatar la correa de su zapato, ni a bendecirle, si él no se lo mandare.