Política de Dios, gobierno de Cristo/Parte II/XI

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Política de Dios, gobierno de Cristo
de Francisco de Quevedo y Villegas
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Cómo fue el precursor de Cristo, rey de gloria, antes de nacer y viviendo; cómo y por qué murió; cómo preparó sus caminos, y le sirvió y dio a conocer, y cómo han de ser a su imitación los que hacen este oficio con los reyes de la tierra. (Marc., 1.)
Ecce ego mitto, etc. «Ves que envío mi ángel delante de tu cara, que preparará tu camino delante de ti. Voz del que clama en el desierto: Aparejad los caminos al Señor, haced derechas sus sendas. Estuvo Juan en el desierto, bautizando y predicando bautismo de penitencia y perdón de los pecados».
Mucho debe de importar al rey el buen criado y ministro que le ha de servir y darle a conocer, preparar sus caminos y enderezar sus sendas; pues los dos evangelistas, San Marcos y San Lucas, empiezan la vida de Cristo nuestro Señor por la concepción de San Juan Bautista, en que resplandece tan misteriosa providencia del cielo; y San Juan (llamado el Evangelista) empieza su evangelio, y después de la soberana teología del Verbo, trata de este criado, diciendo: Fuit homo missus a Deo, cui nomen erat Joannes: «Fue un hombre enviado de Dios, cuyo nombre era Juan. Éste vino en testimonio, para dar testimonio de la luz, para que todos creyesen por él. No era él la luz».



Señor, hombre ha de ser el ministro del rey; por eso dijo Fuit homo: «fue un hombre»; mas ha de ser enviado de Dios; así lo dice el texto sagrado: Missus a Deo: «enviado de Dios», en que se excluye el introducido por maña, por malicia, por ambición, o por otros cualesquier medios humanos que violentan las voluntades de los príncipes. «Enviado de Dios», excluye escogido por el monarca de la tierra; porque su elección suelen ganarla con lisonjeros ardides los que llaman atentos, siendo encantadores, e interesar su política halagüeña.
Dice: «A dar testimonio de la luz». Esto le excluye de ciego, tenebroso, y anochecido, y enemigo del día y de la luz. Añade que ha de ser «para que crean todos por él»; mas no en él, sino en el Señor por él.
Dice «que él no era luz»: cláusula muy importante. Es muy necesario, Señor, escribiendo de tales ministros, referir lo que no son junto a lo que deben ser. Si el criado es luz, será tinieblas el príncipe. No ha de ser tampoco tinieblas; que no podría dar testimonio de la luz. Del Bautista dice el Evangelista, «que no era luz»; y de Cristo, rey y señor: Erat lux vera, quae illuminat omnem hominem. «Era luz verdadera que alumbra a todo hombre». Esta diferencia es del Evangelio. Medio hay entre no ser luz y no ser tinieblas; que es ser luz participada, ser medio iluminado. De San Juan dice el Evangelio: «Él no era luz»; quiere decir la luz de las luces, la luz de quien se derivan las demás; que los ministros se llaman luz, y lo son participada del Señor. Cristo dijo a sus ministros y apóstoles: Vos estis lux mundi: «Vosotros sois luz del mundo». Ha de ser el ministro luz participada: no ha de tomar la que quiere, sino repartir la que le dan. Ha de ser medio iluminado, para que la majestad del príncipe se proporcione con la capacidad del vasallo. Visible es el campo y el palacio: potencia visiva hay en el ojo; empero si el medio no está iluminado, ni el sentido ve, ni los objetos son visibles: uno y otro se debe al medio dispuesto con claridad.



Ha de ser el buen ministro luz encendida; mas no se ha de poner ni sepultar debajo del celemín, para alumbrar sus tablas solas y sus tinieblas, sino sobre el candelero: disposición es evangélica. Ha de ser vela encendida, que a todos resplandece y sólo para sí arde; a sí se gasta y a los demás alumbra. Mas el ministro que para todos fuese fuego, y para sí solo luz que alumbrándose a sí consumiese a los otros, sería incendio, no ministro. El Bautista sirvió a su Señor de esta manera; enseñole y predicole: fue medio iluminado para que le viesen y siguiesen; alumbró a muchos y consumiose a sí. Al contrario, Herodes consumió los inocentes, y cerró su luz debajo de la medida de sus pecados, que fueron Herodias y su madre. Como cierran la llama, hallan el celemín que la pusieron encima, con más humo que claridad, y más sucio que resplandeciente. Ninguna prerrogativa ha de tener el ministro que la pueda atribuir a la naturaleza, ni a sus padres, ni a sí, sino a la providencia y grandeza del Señor, porque no le enferme la presunción. El Bautista fue hijo de esterilidad ultimada, para ser fertilidad y para hacer fecundos los corazones estériles. Fue voz, mas hijo del mudo. Pierde la voz Zacarías para engendrarla, para que no pueda atribuir a la naturaleza lo uno, ni a su padre lo otro. Es muy conveniente que el ministro, que ha de ser voz del señor, descienda de mudo, porque sabrá lo que ha de decir y lo que ha de callar. Así lo hizo San Juan en lo que había de decir, cuando dijo: «Veis el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo»: en lo que había de callar, cuando preguntándole maliciosamente los judíos quién era, dijo «que no era profeta», siendo profeta y más que profeta; en lo que no había de callar, cuando a Herodes le dijo: «No te es lícito casar con la mujer de tu hermano». Tanto importa que el ministro diga lo que no se ha de callar, como decir lo que se debe, y callar lo que no se debe decir.



Fue el Bautista voz. Señor, eso ha de ser el ministro. La voz es formada, y dala el ser quien la forma. Es aire articulado, poco y delgado ser por sí sola. Mas ha de ser voz que clame en el desierto. De sí lo dijo San Juan: «Yo soy voz del que clama en el desierto». El ministro que con la multitud del séquito que puebla su poder, deja la majestad de su señor con desprecio de sus vasallos deshabitada, ése no es voz del que clama en el desierto, sino rumor que grita y roba en poblado; y su príncipe mudo, y su palacio yermo.
Pasemos a ver cómo vivió este ministro que envió Dios. Comía langostas. ¡Oh señor! Suplico a vuestra majestad atienda a la sustancia y salud de este alimento. Los ministros de los reyes no han de comer otra cosa sino langostas. Este animal consume las siembras, destruye los frutos de la tierra, introduce la hambre y esteriliza la abundancia de los campos; destruye los labradores, y remata los pobres. El alimento del ministro han de ser estas langostas: éstas ha de comer, no las cosechas, no los frutos de la tierra, no los labradores, no los pobres. Ha de comer, Señor, a los que se los comen y los arruinan; porque yo digo a vuestra majestad que el ministro que no come esta langosta, es langosta que consume los reinos.
Vestía pieles de camellos, no de vasallos. ¿Por qué de camellos, y no de lobos, osos o leones, que han sido vestidura y blasón de emperadores y varones heroicos? Atrévome a responder: porque estos animales son feroces, crueles y ladrones. No ha de vestir el ministro piel que le acuerde de uñas y garras, de crueldal y robos. Seda y paño y telas hay que rebozan estas pieles. Conviene que vista el ministro piel de camello (que no sólo le acuerde de servir trabajando, sino de trabajar con humildad y respeto, de rodillas), animal que se baja para que le carguen, que humilla su estatura para facilitar el trabajo de quien le carga con el suyo, que tiene desarmadas sus grandes fuerzas para ofender ni con las manos, ni con la cabeza, ni con los dientes. Esta piel no sólo es vestido, sino gala; no sólo gala, sino recuerdo, y consejo y medicina. Esta cubierta defiende como fieltro, abriga y honra al que la trae, y al reino.



Dijo el Ángel «que en el día de su nacimiento se alegrarían todos». Esta promesa, como las demás, bien cumplida se ve en todas las naciones. ¿Quién no se alegra y hace fiestas al día en que nació ministro que come langostas, que viste pieles de camellos, que es voz del que clama en el desierto? Y por el contrario, ¿quién no maldice el día en que nació aquel ministro que a su rey hace voz en desierto, que es langosta en vez de comerlas, que viste pieles de vasallos, de león, de lobo y de oso? El santísimo Bautista tenía discípulos: enviolos a consultar a su Señor, y a preguntarle. El ministro ha de preguntar y consultar a su príncipe.
Lo que tocaba a Cristo era bautizar en el Espíritu Santo, y quitar los pecados del mundo, el apartar el grano de la paja, y quemar la paja. Dijo «que el que había de venir después de él era más fuerte que él, y que no merecía desatar la correa de su zapato». En ninguna cosa de las que pertenecían a la soberanía de Cristo, su Señor y nuestro, puso la mano, ni se introdujo en ella. Y enseñó no sólo a respetar al rey recién nacido, sino al rey antes de nacer. La niñez de los monarcas engaña el orgullo de los descaradamente ambiciosos, que, fiados en la menor edad, hacen y los hacen que hagan cosas de que cuando los asiste madura edad se avergüenzan, se arrepienten y se indignan.



Vino Cristo a San Juan para que le bautizase; y reconociendo el gran Bautista la majestad de su Señor, dice el texto sagrado: «Mas Juan se lo prohibía, diciendo: ¿Yo debo ser bautizado de ti, y tú vienes a mí?». Las visitas del rey al criado las ha de extrañar el criado; no disponerlas y solicitarlas, ha de intentar prohibirlas. Este respeto era heredado de Santa Elisabet, su madre, y la respuesta fue la misma casi. Ella, cuando visitada en su preñado de la Virgen y madre de Cristo, la dijo: «¿Por dónde merezco que venga a mí la madre de mi Señor?». Verdad es que cuando Santa Elisabet dijo estas palabras, San Juan no era nacido y habitaba en las entrañas de su madre; mas no se puede negar que en el vientre de su madre estaba atento, pues dice San Lucas: «Ves que luego que oyeron mis oídos la voz de tu salutación, en mi vientre con el gozo se alegró la criatura.» A esta reverencia y respeto aun antes de nacer, han de estar atentos los criados con su señor, los ministros con su rey. Replicó San Juan a Cristo, cuando vino a que le bautizase, y Cristo le respondió con grande amor y blandura: «Obedece ahora, que así conviene que cumplamos toda justicia.» Movido del propio respeto y reverencia de criado, replicó San Pedro a la propia majestad divina cuando le quiso lavar los pies: «¿Señor, tú me lavas los pies?». Respondió Cristo: «Lo que yo hago no lo sabes ahora, mas sabraslo después.» Replicó San Pedro: «No me lavarás los pies eternamente.» Puédese replicar al señor y al príncipe una vez; mas diciendo el señor al ministro que no entiende lo que hace, que después lo entenderá, ya ocasiona severa respuesta. Díjole Cristo: «Si no te lavo, no tendrás parte conmigo.» Severísima fue esta amenaza. Bien conoció San Pedro su rigor, pues dijo: «Señor, no sólo mis pies, sino mis manos y mi cabeza.» Todo lo enseña el Evangelio: a replicar el criado al señor una vez, y a responder al que replica dos con amenaza, y a librarse de ella, ofreciendo al rey que pide los pies, no sólo los pies, sino las manos y la cabeza. La fe de San Pedro era tan sublime y fervorosa, que le dictaba siempre determinadas y magníficas palabras, como fueron: « No me lavarás los pies eternamente. Y si conviniere que muera contigo, no te negaré.» Negó luego tres veces a Cristo, y escarmentó de manera, que preguntándole Cristo tres veces después de resucitado: Petre, amas me? «¿Pedro, ámasme?» -amándole con amor tan grande no osó decir que sí, y todas tres veces le respondió: Tu scis, Domine: «Tú lo sabes, Señor.»



Murió el gran Precursor y ministro escogido por no dejar de decir al rey Herodes lo que él no debía hacer. ¡Oh Señor, cuánto conviene más que muera el ministro por haber dicho al rey lo que no debe callar, que no que muera el rey porque le calla lo que le debía decir!
Sacra, católica, real majestad, dé Dios a vuestra majestad ministros imitadores del Bautista: que sean medios iluminados y voz del que clama en desierto; que vistan pieles de camello, y no de leones y lobos; que coman langostas, y no sean langostas que coman los pueblos; que contradigan las grandes mercedes antes que solicitarlas; que digan lo que no han de callar, y no callen lo que deben decir.