Política de Dios, gobierno de Cristo/Parte I/VIII
VIII
No ha de permitir el rey en público a ninguno singularidad ni entretenimiento, ni familiaridad diferenciada de los demás. (Joann., 2.) | |
«¿Qué tienes tú conmigo, mujer?». Y en la cruz, donde en público estaba espirando y con el último esfuerzo de su grande amor redimiendo el mundo, excusando la terneza -40- del nombre de Madre, la dijo en muestra de mayor amor: «Mujer, ves ahí a tu Hijo.» Señor, si el rey verdadero Cristo, cuando enseña, predica y ejerce el oficio de redentor, a su Madre y sus deudos que le buscan, diciéndole que están allí, responde no que entren, ni los sale a recibir, sino: «Mi Madre y mis deudos son los que hacen la voluntad de mi Padre»; y si en las bodas, donde es convidado, a la advertencia tan próvida que hizo su Madre, en la respuesta mostró sequedad aparente; y si cuando se va al Padre no se despide con blanduras de hijo, sino con severidad de monarca, ¿cómo le imitarán los reyes que desautorizan la corona con familiaridad y entretenimiento de vasallos, llamando favorecer al ministro lo que es desacreditarse? Y en una de estas acciones públicas, descuidadas y mal advertidas, descaece su reputación. Ser rey es oficio, y el cargo no tiene parentesco: huérfano es; y si no tiene ni conoce para la igualdad padre ni parientes, ¿cómo admitirá allegado ni valido, si no fuere a aquél sólo que hiciere la voluntad de su Padre, y que diere con humildad el primer lugar a la verdad, a la justicia y misericordia? Así lo enseñó Cristo; pues cuando se escribe que hizo honras, no abrazó a uno solo, sino a todos. | |
Si el rey quiere ver, cuando con demasía y sin causa en público se singulariza con uno en lo que es fuera de su cargo y méritos lo que le da, mire lo que se quita a sí, pues ni un punto se lo disimula el aplauso, atento con codicia a encaminar sus designios. Luego se hallará solo, y verá que las diligencias voluntariamente y por costumbre y los méritos por fuerza y avergonzados, buscan la puerta del que puede por su descuido: verá que en él la reverencia es ceremonia, y en el criado negociación: hallarse ha necesitado de su propia hechura, y si se descuida, temeroso. En los reyes las demostraciones no han de ser a costa del oficio y cargo dado por Dios. No peligran tanto los reyes que favorecen en secreto como hombres; y van aventurados los que por su gusto, fuera de obligación, favorecen en público. Es tal la miseria del hombre, que en gran lugar no se conoce ni se precia de conocer a nadie; y en miseria todos se desprecian de conocerle, y se desentienden de haberle conocido. Este estado es menos dulce pero más seguro. No solamente por sí propios los reyes no han de engrandecer sin medida a uno entre todos con extremo, sino por el mismo criado. Caridad es bien entendida, si no muy acostumbrada, no poner a uno en ocasión de que se despeñe y pierda, donde es frecuente el riesgo. En la prosperidad puede uno ser cuerdo, y lo debe ser; mas pocas veces lo vemos; y ya que el hombre no mira su peligro, mire por él el príncipe. No hay bondad sin achaque, no hay grandeza sin envidia. Si es bueno el valido, o no lo parece, o no lo quieren creer; y aunque en público claman todos por la verdad, y por la justicia, y por la virtud, quieren la que les esté bien, y fuera de sí ninguna tienen por tal. La justicia desean a su modo, y la verdad que no les amargue. ¡Qué bien mostró María, Virgen y Madre, lo que se debe preguntar en público a los príncipes; y Cristo, cómo se debe hablar misteriosamente en tales ocasiones, para ejemplo a los que no fueren como su Madre! ¡Y su Madre, cómo se han de entender las palabras que disimulan con algún despego los misterios, respondiendo al concepto, de que ella sola fue capaz, y dejando pasar lo desabrido de las razones, a los que no siendo tales presumieron de poder en público hacer lo que ella hizo, incomparable criatura, y Reina de los ángeles, y Madre de Dios! Nadie será bien que presuma con los príncipes de poder hacer otro tanto sin culpa reprensible; y si alguno se atreviere, con él habla el despego misterioso de aquellas palabras «¿Qué tienes que ver conmigo?», que sirvieron de cubierta a la caricia amorosa que hablaba en esta cifra con su Madre. Señor, muy anchas le vienen al que tomare mano aquellas palabras que dijo Cristo a su Madre, no como eran para ella, sino como quedarán para él en escarmiento; y si supiere corregirse, dirá a todos: «Haced lo que él mandare. Él solo ha de mandar, y a él solo se ha de obedecer; que aun advertirle de la falta patente en la casa donde le hospedan, no es lícito ni seguro a otra persona que a su Madre, y no me toca a mí.» |