Pedro de La-Gasca: 07

Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original. Publicado en la Revista de España: Tomo XV.


VI.

Habia llevado el Presidente licencia de S. M. para volverse á España cuando le pareciese, y viendo ya quietos y sosegados los ánimos en el Perú, donde los soldados y gente de guerra, disueltos y derramados, se habian aplicado á ganar de comer cada uno en el oficio que sabia, ó tratando en negocios de minas; considerando asimismo que la Audiencia Real y los Gobernadores, por ella nombrados, administraban justicia sin embarazo ni impedimento alguno, determinó su regreso. Movióle también á ello el deseo de poner en salvo los fondos que habia reunido para la Real Hacienda; temiendo que si permanecían alli, fuesen incentivo que moviese á algunos á promover nuevas alteraciones para robarlos. Sin dar, pues, á nadie parte de su proyecto, hizo preparar todas las cosas necesarias para la navegación, y después que tuvo embarcados los dineros, envió á llamar al cabildo de la ciudad de los Reyes, y le hizo saber lo que habia resuelto. Opúsose á ello la ciudad, proponiéndole los graves inconvenientes que podian sobrevenir de irse antes que S. M. hubiese nombrado nuevo Presidente ó Virey que le sustituyese; pero él satisfaciéndoles los reparos, entregó el mando á la Real Audiencia, que presidia por su ausencia el Doctor Bravo de Saracria, y fuese á embarcar. Ya en la nao, hizo un nuevo repartimiento de Indios, en razón á haber quedado muchos vacantes por muerte de Gabriel de Rojas y otros sujetos principales, y á fin de evitar quejas y reclamaciones, lo dejó cerrado y sellado con las cédulas de encomienda, en poder del Secretario de la Audiencia, con orden de que no lo abriese hasta pasados ocho dias de haberse dado él á la vela.

Sucedió mientras tanto, que noticiosos de los preparativos que hacia para su partida los hermanos Hernando y Pedro de Contreras, nietos del famoso y cruel Gobernador del Darien, Pedrarias Dávila, los cuales se hallaban prófugos y retraídos por haber dado muerte violenta al Obispo de Nicaragua, Fr. Antonio Valdivieso, determinaron atacarle á su paso por Panamá, para robarle los dineros que llevaba. Reuniendo, en efecto, gran número de foragidos y descontentos, de aquellos que en todas partes hay siempre mal avenidos con toda clase de gobierno, pusieron por obra su propósito, logrando sorprender la ciudad de Panamá, cuando ya el Presidente habia pasado por ella. Sin embargo, saquearon la casa del Tesorero Real, Martin Ruiz de Marchena, y en sus cajas robaron cuatrocientos mil pesos en plata, que no habian podido ser conducidos á Nombre de Dios por falta de acémilas. Al llegar el Presidente á esta última ciudad, y tener noticia de lo ocurrido, desembarcó al punto, y obrando con su acostumbrada presteza y diligencia, reunió buen golpe de gente, que puso á las órdenes de Sancho de Clavijo, Gobernador de aquella provincia, y marchando él mismo á su cabeza, salieron en busca de los rebeldes. Repuesto en tanto de su sorpresa Marchena, y auxiliado con tropas que le trajo Juan de Larez, habia salido contra los hermanos y sus secuaces, á quienes alcanzó y batió cerca de Panamá, rescatando los dineros y haciendo huir á los Contreras, que perecieron ambos miserablemente en la fuga.

Pacificado este último alboroto, se embarcó de nuevo el Presidente, después de haber dado gracias al Señor por haberle librado de un peligro tan no pensado, y trayendo consigo al provincial de Santo Domingo y á Jerónimo de Aliaga, que fueron nombrados Procuradores de la provincia del Perú, para negociar cerca de S. M. las cosas della, y otros muchos caballeros y personas principales, que regresaban á la Península con sus haciendas, hizo rumbo para España á fines de Diciembre de 1549. Tres años habian por consiguiente bastado á aquel insigne varón para dar feliz término y remate á la comisión más delicada que jamas súbdito alguno hubiese desempeñado, logrando en tan breve espacio de tiempo y á tan inmensa distancia del gobierno central, sin otros recursos que los allegados por él mismo en aquel esquilmado país, sofocar la más terrible insurrección militar que pudiera darse, hacer entrar en su deber á jefes indisciplinados y avezados á la insubordinación y al pillaje, devolver la paz y quietud á las antes agitadas poblaciones, hacer que los tribunales de justicia funcionaran con regularidad, conforme á las leyes, que todo el mundo aprendió á respetar, sobreponiendo en fin, el elemento civil, como debe estarlo en toda república bien organizada, al desenfreno militar hasta entonces preponderante. ¡Ojalá la Providencia divina, mirándonos con ojos compasivos, exaltara hoy, que tan necesitada de iguales remedios se halla la Nación, al poder hombres de tan acabadas dotes de mando!

Durante la travesía, tuvieron todos al Presidente el mismo respeto y obediencia que le tenian durante su mando; tal era la consideración que habia alcanzado con su conducta y carácter, tratándolos él con su acostumbrada afabilidad y comedimiento, y teniendo mesa franca para cuantos á comer querían acompañarle. De esta manera prosiguió con felicidad su viaje, hasta llegar á Sanlúcar de Barrameda, donde tomó tierra en Julio de 1550.

No bien desembarcó, despachó por la posta al capitán Lope Martínez á Alemania, donde entonces se hallaba el Emperador, á darle noticia de su venida, nueva que le fué muy agradable, y puso gran admiración en él y en cuantos la supieron, por haber con tanta ventura y buen suceso terminado negocios que tan dificultosa salida parecía habian de tener. Mandóle S. M. que partiera desde luego para su corte, porque quería oir de sus labios la relación de los sucesos en que habia intervenido, y él lo cumplió al punto, llevando en su compaña á los Procuradores del Perú y á otras personas señaladas, que pretendían recibir mercedes por lo que habían contribuido á la pacificación. Con todos ellos se embarcó en Barcelona en las galeras de la armada Real, que le estaban esperando, y llegó á la presencia Real con un presente, además, de quinientos mil escudos labrados en reales. Dióle el Emperador, de allí á pocos dias, el Obispado de Palencia, que acababa de vacar por muerte de D. Luis Cabeza de Vaca, y le concedió la gracia de que añadiese al escudo de sus armas nueve banderas con esta letra: Carolo Quinto restitutio Perú Regnis tyrannorum spolia. Premio digno de sus señalados servicios, pero no igual al mérito y á la gran capacidad para gobernar, de que habia dado tan insigne muestra.