Capítulo XXV

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La muchedumbre que yo había visto a la entrada de la calle de Cedaceros se había ido extendiendo por la Carrera de San Jerónimo; y allí, frente a la iglesia de los Italianos, entre una masa de caras, atónitas unas, ferozmente alegres las más, ardía una enorme hoguera, cuyos rojizos resplandores alumbraban por igual los harapos y las costras de los holgazanes malvados, la atildada levita del indiferente curioso, y el casual, si no estudiado, desaliño de los patriotas vocingleros y de los asombrados como yo.

Desde el fondo de la otra calle, y en el mismo afanoso rebullir de un hormiguero en sus tareas, llegaban sin cesar hasta la hoguera hombres de aspecto patibulario, agitando en la punta de un sable, de una bayoneta o de un garrote, una rica colgadura, una extraña prenda de vestir, un cuadro de gran valor, una bata de cachemira... un pañuelo; o conduciendo al hombro o arrastrando o en la mano, un mueble de preciadas maderas, una alfombra, libros lujosísimos, candelabros, estuches y los más primorosos caprichos de arte. Un grito bestial anunciaba la llegada de cada objeto, y otro más nutrido y feroz llenaba la calle en cuanto caía en medio de las llamas. Así se alimentaban aquellas que a mí me espantaron. Las ricas tapicerías, los artísticos tallados, las finísimas y exóticas pieles; el grabado de Alberto Durero y de Morghen; las aguafuertes de Rembrandt; los cincelados de Benvenuto; la armadura florentina; el rarísimo incunable y el lienzo en que palpitaban el genio y el pincel de Velázquez y Murillo se confundían en breves instantes en un solo montón de ceniza. Y, entre tanto, en la morada de donde tantas riquezas salían se destrozaban a golpes las porcelanas sajonas, los vidrios de Murano, ánforas y barros etruscos..., hasta los artesonados de los techos y las doradas molduras de las paredes. ¡Y todo este inicuo saqueo, todo este brutal destrozo, se hacía al grito de ¡mueran los ladrones! y en la casa de un hombre desligado muchos años hacía de todo linaje de políticas, pródigo de su dinero ganado en colosales empresas, cuya prosperidad refluía en la del Estado y en bien del pueblo trabajador!

¡Qué razón tenía Clara! Sólo una bestia, con horror ingénito a lo limpio y a lo hermoso, podía deleitarse en consumar tantas profanaciones a un tiempo.

Huí de aquel sitio, lleno el corazón de pena y hasta de remordimientos. Temí que estuviera aconteciendo lo mismo en la calle del Príncipe. Miré hacia ella al atravesar su desembocadura en la Carrera; pero, afortunadamente, nada vi que confirmara mis temores. En cambio, oí que en la de las Rejas, en la del Prado y en alguna otra más, ardían también hogueras alimentadas con el saqueo hecho por la fiera en las moradas de otros tantos personajes caídos.

Llegué a la redacción de El Clarín no sé cómo ni por dónde, puesto que el miedo de volver a contemplar espectáculos que tanto me repugnaban, me hacía caminar muy de prisa y casi con los ojos cerrados.

Encontré a todos mis compañeros reunidos, y llevaba la palabra Redondo, que había sido puesto en libertad por algunos revolucionarios que abrieron las puertas de la cárcel a todos los presos políticos en cuanto se inició el movimiento. Abrazóme gozoso, y le abracé de muy buena gana, y todos los de la casa me abrazaron después. Pero bien sabe Dios que a ninguno estreché contra mi corazón con tanta fuerza como a Matica. Ya se sabía allí mi aventura de la Puerta del Sol. ¡Cómo me la aplaudieron y con qué calor me la admiraron! Ya se ve: era yo de la casa, y mi gloria se reflejaba en ella. Redondo se asombró de que, por miramientos mal entendidos, hubiera empleado yo la fuerza de mi prestigio a favor de un hombre como Valenzuela; y yo me asombré de que Redondo no se avergonzara de lo que estaba pasando en las calles de Madrid. Sin embargo, tenía buen cuidado, a pesar de su fanatismo revolucionario, de llamar bandidos y enemigos pagados de la revolución, a los ejecutores de aquellas justicias. «¡Esos monstruos no son el pueblo!», decía, y decía muy bien; pero aceptaba los hechos en odio a los ajusticiados, como un ejemplo necesario. ¡Quién era el guapo que podía traer a la razón a un hombre capaz de tales acomodamientos de juicio!

Matica, que me apoyaba en la porfía, dijo terminándola:

-Por de pronto, esos vandálicos sucesos han dado ya su resultado natural y lógico. El Gobierno, en vista de su gravedad, ha sacado fuerzas de flaqueza; las tropas han recuperado el Principal, y en la calle de las Rejas ha habido muertos y heridos. La guerra, pues, está declarada entre el poder y el pueblo; y usted, señor Redondo, y usted, señor Sánchez, vuelven a vivir de contrabando, y quizás todos nosotros, lo cual no acontecía dos horas hace.

Yo, que no sabía una palabra de estas cosas, me quedé yerto.

-Pues ¿dónde ha estado usted, alma de Dios? -me preguntó Matica que, por lo acontecido en la Puerta del Sol y por el tiempo transcurrido desde entonces, me juzgaba más enterado de los sucesos.

-Poniendo en lugar seguro a la familia Valenzuela -respondí secamente y sin dar otros pormenores.

Sentóle muy mal esta respuesta a Redondo, en quien el fanatismo de secta se sobreponía, en ocasiones, a los impulsos de su buen corazón; pero Matica elogió el hecho como el más digno y generoso remate de mi hazaña de la Puerta del Sol; y este elogio, por ser de quien era, me supo muy bien.

El resultado de la conversación que se siguió a las palabras de mi amigo, que tan triste impresión me causaron, fue el amargo convencimiento de que mi situación era mucho más grave que cuando me hallaba oculto en casa de don Serafín Balduque. Entonces sólo se trataba del autor de un escrito satírico; últimamente, era yo el caudillo aclamado por las turbas en el momento de empezar éstas a cometer las horribles fechorías que habían sacado de su inacción al débil y desalentado Gobierno. Si el paisanaje no triunfaba, vendrían, con la velocidad y el alcance del rayo, las duras represalias, las sangrientas venganzas, los tremendos castigos; y no habría cuartel ni miramientos ni caridad con los hombres señalados, como yo, por el ruido de una popularidad que en aquellos instantes era una infalible sentencia de afrentosa muerte en un patíbulo, o detrás de las tapias de un cementerio. Esto acontecería tan pronto como el Gobierno alcanzara en Madrid la más pequeña ventaja sobre la revolución, y se extendiera la noticia del suceso por las provincias, donde ganaría con ello el necesario prestigio para acabar de afirmarse. Y, entre tanto, el paisanaje carecía en Madrid de una inteligente dirección que le organizase y le hiciera capaz, cuando menos, de oponer una seria resistencia al empuje de las tropas, embravecidas ya con el espectáculo de la sangre vertida en los primeros encuentros. Urgía, pues, organizar al pueblo, y ayudarle en su empresa con alma y vida. No entendía yo jota de lo primero, y Dios me es testigo del horror que me inspiraba la fratricida guerra de las calles; pero la resolución que me negaba mi falta de fe política, me la dio la necesidad con largas creces; y a lo segundo me brindé con ciega abnegación, jurando llegar en la contienda tan lejos como el más guapo.

Muchas veces me he preguntado después acá: ¿influiría algo en aquel arrebato mío, en momentos tan peligrosos, la excitación de Clara a que siguiera yo el camino de las aventuras de la revolución, seguro de llegar muy lejos si no me amedrentaba ni encogía? Lo que tomé por un recurso de la necesidad, ¿no pudo ser el fruto de la semilla arrojada en mi corazón por las palabras de aquella mujer, a quien no podía olvidar un momento desde que me había separado de ella?

De dudar es el caso; pero ello fue que cinco horas después, a la madrugada del 19 de julio, me batía como un desesperado en la calle de Jacometrezo contra las avanzadas de Palacio; que rechazadas éstas por nosotros hasta la plaza de Santo Domingo, continuaba batiéndome allí, sin saber todavía por qué no me asustaban las balas que oía por primera vez; cómo resistía, sin desplomarme, los rayos del sol que caían sobre mi cabeza descubierta cual chorros de cristal fundido; cómo miraba sin espanto A los infelices que mordían el polvo a mi lado, y entregaban a Dios el alma entre borbotones de sangre y quejidos de agonía, ni qué espíritu diabólico se había apoderado de mí para hacerme ver en cada soldado un enemigo mortal de quien era preciso deshacerse con el plomo de mi certero fusil; que seguí tan tenaz en la encarnizada lucha, que se necesité todo el prestigio popular que había ganado en Vicálvaro el coronel Garrigó, cayendo herido a la boca de los cañones del Gobierno, para que, viniendo de intercesor, cesara aquélla cerca del mediodía, sin lo cual, ¡Dios sabe lo que hubiera sido de mí!; que una hora después me hallaba disputando a la Guardia civil la Plaza Mayor, y que, tras una lucha bárbara por ambas partes, fui uno de los doce locos que avanzamos a cuerpo descubierto por el boquete de la calle de Ciudad Rodrigo hasta la verja de la estatua ecuestre del centro; dando con esta locura tal ejemplo a los demás, que hicimos retirarse a los soldados por la calle de Postas, y quedó la plaza por nosotros. Sobre regueros de sangre entramos en los desalojados soportales, y, sin embargo, yo hubiera sido capaz de celebrar el triunfo empapando mis labios en ella. ¡Tan embrutecido, tan borracho me tenían el tufillo, de la pólvora y el ardor de la refriega!

Tan borracho, que sin dar descanso a mi cuerpo ni otro alimento que un pedazo de pan y dos sorbos de vino, por la tarde me batía contra el coronel Gándara en la calle de Atocha... Recuerdo el extraño efecto que, no obstante mi insana obcecación, me causó la vista de aquel hombre, de gallardo continente, con su hermosa barba negra, vestido de paisano, hasta con sombrero de copa, a caballo, al frente de algunos soldados, en medio de la calle, batiéndose contra un enemigo invisible que le hostilizaba por ventanas y buhardillas. Era gran amigo del personaje con las riquezas de cuya morada se había alimentado la hoguera de la Carrera de San Jerónimo. Presenció este injusto y bárbaro atropello; y tal como se hallaba, después de acudir al ministerio de la Guerra, montó a caballo. El impulso fue noble y generoso. Desde entonces, hasta que le vi en la calle de Atocha, no se había apeado; y sabía yo que al aventar a balazos por la mañana aquella hoguera después de haber aventado otra parecida en la calle de las Rejas, algo más que pavesas se habían llevado sus proyectiles por delante.

Pero no obstante el tributo rendido por mi imaginación novelesca a estos rasgos de paladín legendario, yo tiraba a matar cuando le tuve enfrente con los suyos, porque a matar venían ellos.

Los últimos tiros de este empeño resonaron pavorosamente en medio del silencio y la soledad de la noche; y mientras desfilaban las tropas de Gándara hacia la calle de Carretas, después de haber depositado algunos cadáveres de infelices soldados en las bóvedas de San Sebastián, yo, por otras calles, deslizábame en busca de mi casa para reponer un poco las quebrantadas fuerzas y dar a Clara un testimonio de que no había olvidado mi compromiso de velar por ella.

Estaban tiznadas mis manos, y había sangre en ellas, y sangre también y polvo en mis vestidos; y debía tener yo todo el aspecto de un bandolero, cuando aparecí delante de la familia Valenzuela, y sin cumplidos ni ceremonias, rendido por la fatiga y las emociones, me dejé caer en el sofá, con espanto de Pilita, asombro de Manolo y no sé si admiración de Clara, que en un buen rato no apartó de mí sus ojos fulgurantes. Huyendo de su invencible firmeza los míos, los fijé en el espejo que tenía enfrente; y entonces vi que mi cara no estaba más limpia ni mejor aliñada que el resto de mi cuerpo. ]~ramos Clara y yo, en aquel instante, tal para cual: yo un acabado modelo de matón de barricada, y ella la viva encarnación del genio inspirador de hazañas como las mías.

Referí, a sus instancias, todo lo. que había visto y sabía, y lo que podía referirse de cuanto yo había hecho; infundí en Pilita, pues Clara no parecía preocuparse con ello, grandes esperanzas de que en breve acabaría su cárcel; y aunque nada me quedaba que hacer allí, y el cuerpo me reclamaba alimento y descanso, dejábame con gusto vencer de la fuerza fascinadora con que los ojos y las palabras de Clara me retenían a su lado.

Al otro día, ¡nunca él amaneciera!, era yo aclamado jefe de una barricada que en la calle de la Montera habíamos levantado muy temprano, bajo los fuegos incesantes de las tropas del Principal. Por una serie de casualidades que no hay para qué referir, Matica estaba a mi lado, tan sereno y mordaz enfrente del enemigo, como en el blando sillón del teatro o en la banqueta del café. El aspecto que ofrecía Madrid en aquella mañana era verdaderamente aterrador. Ni una puerta abierta, ni un transeúnte en las calles, ni otros ruidos que el de las descargas de fusilería acá y allá, y algún grito de los combatientes, cuando no el ¡ay! lastimero del moribundo. Un sol africano, abrasador, digna luz de tal cuadro, le iluminaba.

Pues en estas circunstancias, cuando el reloj del Buen Suceso acababa de dar las once, apareció entre nosotros, deslizándose calle abajo, por la acera de San Luis, muy pegadito a las casas, el sempiterno cesante don Serafín Balduque. Movidos instantáneamente de un mismo impulso Matica y yo, nos lanzamos sobre él y le metimos en el portal contiguo a la barricada. ¡Le hubiera sopapeado entonces de buena gana por imprudente y mentecato!

-¿Qué demonio le inspiró a usted la idea de venir a este estrelladero de balas? -le dije casi pegándole.

-Déjeme usted hablar -me respondió sentándose en el primer peldaño de la escalera, y limpiándose el sudor de la calva con el pañuelo-. Déjeme hablar; que hablando se entiende la gente... Ayer no salí en todo el día de casa; y usted, que había quedado en volver, no pareció por ella. Como se anduvo a tiros todo el día y parte de la noche anterior, y usted estaba tan metido en los belenes revolucionarios, temimos que le hubiera sucedido algo... y no así como quiera, sino que a mí me aplanó la murria por entero; Carmen no probó bocado en todo el santo día, y Quica no cesó de mojar la pestaña. Con estos temores y el escozor de saber algo de lo que había pasado en Madrid, esta mañana, al ver que parecía la villa una balsa de aceite, aventuréme a asomar las narices a la calle con ánimo de ir explorando el terreno poco a poco y hasta donde se pudiera. Carmen no quería. Quica, que es más curiosa, me animaba; y como yo tengo más agallas de lo que parece, y de un tiempo acá, como sabe usted muy bien, tanto me da pepinos como calabazas, entre si salgo o no salgo... salí. Por aquella parte no se movía una mosca... salvo unos tiritos que sonaban hacia la calle de Toledo; seguí andando, y tampoco; y andando, andando, aunque veía en esta calle y en la otra gentes muy afanadas en levantar adoquines, llegué sin tropiezo ni rodeo de importancia hasta la de Atocha... ¡No miento si aseguro que tiene encima una alfombra de cascotes de más de medio pie de espesor! Contemplando esto y las marcas de las balas en la fuente de la plaza de Antón Martín, me pasé un rato. Un transeúnte de regular catadura me explicó lo que había sucedido allí... y también me aconsejó que no me detuviera mucho a la intemperie. Supuse que no lo diría solamente por el calor que hace; pero aunque también había por aquellas alturas mucho revoltijo de adoquines, notó que se podía ganar un poquito de camino más hacia dentro. «¡Pues vamos allá, qué calabaza! -me dije-, y veamos lo que pasa»; y entré por la calle del León, y seguí después la del Prado arriba, donde ya la cosa se iba formalizando y era el tránsito un poco más difícil. Pero pasé; y ya, puesto en la calle del Príncipe, dije: «vamos hasta la del Caballero de Gracia, y allí preguntaré por ese hombre en su misma posada». Costóme gran trabajo, y en más de un riesgo me vi, porque en tiempos de revolución no son confites todo lo que anda por el aire, ni todos los caminos están como la palma de la mano, ni todos los hombres tienen el don de gentes ni la más esmerada educación; pero llegué, y, ¡calabaza!, estaba el portal cerrado... como todos los que iba dejando atrás. «Pues no retrocedo -me dije-, porque a estas horas estarán tapadas todas las salidas, al paso que iban las barricadas y las cosas cuando yo las vi... Pues vamos por la Red de San Luis...» Verdad que estaba oyendo yo rato hacía tiros hacia la Puerta del Sol; pero también habían sonado algunos hacia Cibeles... y yo por algún lado había de salir, ¡calabaza!... Y fuime a lo desconocido, por si acaso era mejor que lo otro, que no era bueno, puesto que a poco me santiguan con un balazo al atravesar la calle de Alcalá. Ya en la Red, y obstruidas por barricadas las calles que en ella desembocan, tomé una carrerita en busca de, la plazuela del Carmen... Pero cata que, mirando hacia esta barricada, los distingo a ustedes; y, ¡calabaza!, ¿qué había de hacer sino llegarme a darles un abrazo y pedirles un refugio?

-¡A buena parte ha venido usted a buscarle! -exclamó Matica, medio en serio y medio en broma-. Usted sabe que aquí no pasa un cuarto de ahora sin que lluevan las balas a docenas.

-De manera -dijo don Serafín-, que como no me han dado a escoger...

-Debiera usted -añadí yo hondamente disgustado- no haber hecho la locura de salir de su casa; y ya que salió, haberse vuelto a ella cuando pudo hacerlo. Usted no es un muchacho en quien puedan disculparse las calaveradas de esta especie. Tiene usted una hija...

-Mire usted, señor don Pedro -me respondió Balduque interrumpiéndome con muy mal gesto-, todo lo que pueda sonar en esa cuerda, me lo estoy oyendo yo sin cesar... ¡Ojalá no sonara tanto! Ahora estamos aquí tratando de otra cosa muy distinta.

-Pero hay que pensar en todo... ¿Sabe usted cuándo acabará esto, y cómo acabará..., y cómo acabaremos nosotros, y los que con nosotros se hallan en esta ratonera...?

-Si me echara yo a pensar todas esas cosas... y si no cavilara tanto en otras muchas, seguro que no me hallara aquí en este momento...

Cuando así hablaba don Serafín, oyéronse los tiros que volvían a cruzarse entre el Principal y la barricada. Salí a ella, recomendando mucho a Balduque que no se moviera de allí. Muy poco después volvía al portal con un hombre que acababa de recibir una herida en un brazo. Teníamos allí a prevención algunas hilas, aglutinantes, etc., y en el entresuelo de la misma casa catres y colchones para lances más graves. El herido arrimó el fusil a la pared; sentóse, y llegó Matica, que aseguraba recordar algo de lo que había oído explicar en San Carlos; y reconociendo la lesión, dijo que se curaba con dos cuartos de ungüento.

Mientras esto sucedía, Balduque, con el sombrero en la coronilla, las manos tan pronto en los bolsillos del pantalón como rascando la cabeza o sobando los bigotes a contrapelo, los ojos errabundos, y moviéndose todo de un lado para otro, revelaba hallarse bajo el imperio de una excitación nerviosa que me alarmaba. Encargué mucho al herido que cuidara de él mientras yo volvía; y salí de nuevo a la barricada, porque el fuego no cesaba un punto... Por salir cayó en mis brazos un combatiente, con un balazo en el pecho. Ayudéme otro hombre a sostenerle, y entre los dos le condujimos hasta el entresuelo.

-Esto es más grave -dije a Matica al llegar al portal; y a don Serafín por que no se quedara solo-: Suba usted también para ayudarnos en lo que pueda.

Y subió con los demás, y nos ayudó a descubrir la herida, que parecía cosa muy seria. Temblábanle las manos al cesante y hablaba sólo palabras incoherentes. La triste obra en que todos estábamos empeñados, llegó a ocupar toda mi atención. De pronto noté la falta de Balduque en el grupo que componíamos los demás alrededor del nuevo herido. Alcé la cabeza, y tampoco estaba en el entresuelo; corrí a la escalera, y vi con espanto que, con un fusil entre las manos, se lanzaba del portal a la calle.

Bajé de dos brincos, y salí tras él, en medio del tiroteo que no cesaba.

-¿Adónde va usted, desdichado? -gritéle.

-¡A ganar con mis puños lo que se me debe en justicia...! ¡A enviar al Gobierno con una bala el memorial de mis agravios...!

Y esto lo voceaba encaramándose ya en lo alto del parapeto, echándose a la cara el fusil, ¡que ni siquiera estaba cargado!

-¡Viva la justicia! -gritó allí como un desesperado.

Y un instante después, ¡aciago instante!, cuando tocaba yo los faldones de su levita con mis manos, se desplomaba entre ellas con la inerte pesadez de un moribundo.

En presencia de aquella tremenda desgracia, sin valor para resistir el vocerío de los pensamientos que diabólicamente eslabonados me asaltaron la cabeza, desde el fondo de mi corazón pedí al cielo otra bala para mí; pero no hubo una, entre tantas como silbaban a mi lado, que anidar quisiera en un pecho tan lleno de pesadumbre.

Todos cuantos recursos terapéuticos nos había proporcionado la previsión de Matica, que no eran muchos, se emplearon inmediatamente en el empeño de volver a la vida a aquel pobre hombre que parecía un cadáver. Hasta se puso de nuestro lado, ¡bien tarde ya!, la feliz casualidad de haberse suspendido en aquel instante las hostilidades entre el paisanaje y las tropas, quitándonos con ello el único cuidado que pudiera separarnos del moribundo.

-No se cansen ustedes -nos dijo éste, con voz apenas perceptible, vidriosa la mirada, lívido el semblante, jadeante el pecho y ensangrentada la boca-; tengo la muerte allá dentro... y hará su oficio muy pronto... Yo la busqué con una locura... hija de muchos pensamientos, ¡muy tristes!, ¡muy negros!... Sé que debí vencerlos, porque hombres hay más desgraciados que yo, y no los tienen; pero no pude... No es culpa mía... y por eso me absolverá la misericordia de Dios, cuando a su tribunal me acerque... ¡Hija mía!... ¡Ésta sí que es pena sin consuelo para mí!... ¡Sola!.., ¡sola en este mundo sin justicia!... Y sola, porque yo no pensé bastante en ello... al arriesgar hoy mi vida entre las balas..., con el deseo de ganar a tiros lo que se me debe en buena ley... Esto no sé si me lo perdonará Dios, aunque disculpa y razón tiene en las flaquezas humanas... Usted que la conoce..., mi buen amigo, no la desampare de todo... Y usted, señor Mata, haga por conocerla... ¡Verá usted cómo la juzga digna de su amparo!... ¡Que tenga siquiera una sombra!..., algo a que arrimarse para llorar, más que la triste Quica..., ¡pobre Quica! ¡Desventurada Carmen!... ¡Dios mío!...

Tomóle aquí un desmayo... y no volvió de él. ¡Me pareció un sueño aquel tan inesperado, tan rápido y tan tremendo infortunio! Maldije otra vez a la revolución, y me maldije a mí mismo, y maldije la brutal empresa en que yo estaba empeñado desde la víspera, causa quizá de la muerte de aquel desdichado, del desamparo de la pobre huérfana y de las acerbas lágrimas que vertería en su dolor sin consuelo.

El mismo Matica, tan frío y sereno de ordinario, permanecía pálido y mudo delante de aquel cadáver. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Apenas me di cuenta de los restantes sucesos del día, no obstante la activa parte que tomó en ellos por razón del cargo que desempeñaba allí. Sé que la suspensión de hostilidades lograda por negociaciones entre el Gobierno y una Junta de armamento y defensa, formada aquella misma madrugada por hombres notables del partido progresista, bajo la presidencia del general San Miguel, duró sólo algunas horas; que a media tarde se reprodujo con mayor saña la refriega en todos los barrios de la villa; que me batí de nuevo hasta anochecer; y que entonces, nombrado capitán general de Madrid y ministro de la Guerra San Miguel, hizo saber éste, urbi et orbi, que había sido llamado Espartero para formar ministerio y arreglar la cosa política tal cual se quería en el Manifiesto de los generales pronunciados; con lo cual abrazáronse tropas y paisanos, y, con gran regocijo de todos, acabóse aquella bárbara matanza; pero quedando el pueblo armado en sus barricadas, «por si acaso...» Lleváronse los heridos a los hospitales de sangre, y los muertos al campo santo. ¡Pobre Balduque! Si se supo en qué lugar del mundo reposaban tus honrados huesos, a mi previsión fue debido, al celo de Matica y a la fidelidad de dos hombres que no se separaron de tu cadáver hasta dejar señalada con una cruz la tierra que le cubrió.

No pude hacer más por ti en aquel instante.

Para lo que hubo que hacer tan pronto como fue posible el tránsito por las calles, no hallé fuerzas en mi espíritu. Matica, que le tenía más sereno y no estaba ligado a la pobre huérfana por los afectuosos vínculos que yo, se aventuró, en obsequio mío, a darle la noticia del mejor modo que pudo... Nunca quise oír a mi amigo el relato de aquella dolorosa entrevista. No sé aún lo que pasó en ella, aunque sé que fue terrible.

Cuando, al otro día, acudí yo a ver a Carmen, las fuentes de su corazón se habían secado. No quiso que le hablara una palabra del suceso. Pálida, recogida en su dolor, muerta en su rostro la sonrisa, estaba como tanteando los bríos de su alma para afrontar con ellos los azares en la triste soledad de su vida.