Capítulo XXIV

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Parecíame que no había en la calle bastante aire para mí, ni el espacio que yo necesitaba para dar ejercicio a los músculos del cuerpo entumecido. Noté que éramos pocos los transeúntes en aquellos barrios, y que todos marchábamos en la misma dirección, hacia el centro de Madrid; bastante gente asomada a los balcones, y casi todos los tenderos arrimados a sus puertas; pocas conversaciones, mucha boca abierta y mucho taconeo; lejano son de campanas, y ni un soldado ni un polizonte al alcance de la vista.

Llevaba yo el propósito de ir, ante todo, a la redacción de El Clarín, no tanto por el deseo que tenía de abrazar a mis compañeros y amigos, cuanto por adquirir cabal noticia de lo que estaba pasando; y cruzando calles y calles, siguiendo el indicado rumbo, vime en la del Príncipe, donde los arroyuelos de atrás íbanse convirtiendo en río de gente, murmurador o inquieto como todos los ríos, pero no impetuoso ni desbordado. Algún inocente gritó a la libertad; el resonar de los golpes descargados sobre el cajón o caseta de la policía, de la vecina plaza de Santa Ana, por cierta clase de ciudadanos que se entretenían en hacerle astillas; tal cual hombre armado de chafarote y fusilón de chispa; muchas gentes a las puertas de las casas; luces en varios balcones; saludos a gritos, apretones de manos y cosas tales; y como curiosidad y acontecimiento verdaderamente notable, un miliciano nacional con el uniforme de la del 43, con su llorón de cerda roja, cayendo por la chapa abajo de su morrión formidable.

En la Carrera de San Jerónimo, el río engrosaba, pero sin embravecerse; y siguiéndole yo agua abajo, di en la Puerta del Sol, donde las corrientes se detenían formando ancho golfo; y también me detuve yo, junto a la farola del centro, enfrente del Ministerio de la Gobernación.

¿Qué pasaba allí? Creo que nadie lo sabía. Notábase un oscilar de cabezas y un ruido sordo, como de resaca, de mar de fondo. Alguna voz más alta que otra, o un grito aislado, casi siempre de mujer: graznido de gaviota augurando tempestades sobre una mar preñada de misterios. Quizá no había en toda aquella masa bullente una sola persona con propósito bien determinado. Los huracanes populares se forman casi siempre de la manera más extraña: gentes inofensivas que caminaban por la calle más de prisa que lo acostumbrado; rostros pálidos y miradas en las cuales se pintaba el temor y la curiosidad, el afán de lo desconocido; noticias extraordinarias, absurdas tal vez, que parecen circular por sí solas en las ondas del aire, de barrio en barrio, de grupo en grupo, de oído en oído; diez curiosos detenidos delante de un edificio, porque en él hay algo de lo que estorba al común anhelo; otros diez que se detienen después por la misma causa; y luego otros tantos, y enseguida ciento, y mil, y más, hasta que ya no se cabe; y empiezan, con el roce y el tufillo de las muchedumbres, el escozor de la curiosidad no satisfecha y la inquietud nerviosa en cada burbujita, que luego engendra el lento bamboleo de toda la masa; y el bamboleo, la hinchazón de las olas; las olas, el choque, el estruendo, y la espuma, y al fin, el desastre.

Como ya estaba encaramado en el pedestal de la farola y ésta alumbraba bien, dominaba en mi rededor una buena parte de la multitud. Observé que abundaban las mujeres de rompe y rasga, y que no escaseaban los hombres de mala catadura; castas que parecen nacidas para esas cosas, porque nunca se las ve más que en los motines: légamo que sale a la superficie cuando las corrientes embravecidas revuelven el fondo de los cauces. De estos hombres, algunos iban armados; pero casi todos estaban muy mal vestidos. Pude observar también que las puertas del Principal estaban cerradas; y por los rumores que hasta mí llegaron, entendí que la guardia se resistía a abrirlas aunque se le intimaba a ello, fraternal y pacíficamente; pues es de advertir que ni los de adentro tenían una orden a que ajustar su conducta enfrente de aquel tan serio como inesperado trance, ni los de afuera plan ni concierto ni dirección. Por lo visto, todos éramos curiosos más o menos interesados en que se diera el placer de quitar aquel estorbo a unos cuantos aficionados de la primera fila que lo pretendieron. Y en estas finas y corteses embajadas se anduvo larguísimo rato por la ventana baja, próxima a la calle de Carretas.

Pero es cosa probada que las muchedumbres, ni en serio ni en broma pueden estarse quietas y de pie mucho tiempo. Yo mismo comencé a impacientarme por la falta de un desenlace cualquiera; porque aun cuando los rumores crecían y los gritos se acentuaban y el bamboleo iba convirtiéndose en serio oleaje, aquello no tenía fin.

¿Y por qué no lo tenía?

Entonces, de repente, me acordé yo de que era Pedro Sánchez; no el hijo del pobre hidalgo montañés don Juan Sánchez; no el inofensivo Pedro Sánchez que estaba allí como un curioso más; sino el Pedro Sánchez redactor de El Clarín de la Patria; el Pedro Sánchez «perseguido por la causa de la libertad»; el popular autor de un escrito incendiario; el Pedro Sánchez que acababa de salir del escondrijo donde burló la vigilancia de los esbirros del poder, que le buscaban porque su nombre era bandera de batalla en manos de la revolución; y aquella que fermentaba en derredor mío, era, en gran parte, obra de mi ingenio, chispa de mi pluma fulminante... ¡Oh!, ¡qué grande volví a verme en aquel momento! ¡Qué borracho de ideas tumultuosas y revolucionarias! ¡Qué odio se encarné en mi corazón hacia los «hombres funestos que habían arrastrado al país hasta el borde del precipicio» ¡Cómo execré a los «nefandos conculcadores de las leyes, expoliadores del erario público, escándalo de la moral y ludibrio de gobernantes» en la patria de Riego y de Padilla! (Estaban muy de moda entonces estos dos personajes.) ¡Con qué facilidad podría yo inflamar aquel reguero de pólvora y convertir en mar embravecido lo que ni siquiera había llegado a lago turbulento! Desde lo alto del pedestal de la faro. la, lanzar mi nombre por encima de todos los ecos y rumores de la multitud; después, cuatro arranques tribunicios bien empapados en el espíritu revoltoso que palpitaba en aquellas gentes inflamables, y, al fin, arrastrarlas en mi seguimiento, cual desbordado torrente, por donde a mí me diera la gana. ¡Dios mío, qué cosquilleo sentí entonces en la garganta! ¡Cómo forcejeaba en ella todo el aire de mis pulmones para formar un nombre, y lanzarle al espacio, sonoro y penetrante, como toque de clarín de guerra! ¡Cómo se estremecían todas las fibras de mi cuerpo! ¡Qué temblar el de mis brazos! ¡Qué gallardía la de los apóstrofes que me asaltaban las mientes, caldeados al fuego del entusiasmo que me devoraba! No podía más: alcé el brazo que no necesitaba para agarrarme al pedestal; arranqué el sombrero de mi cabeza; moví los labios trémulos...

En esto crecieron los gritos y la agitación de las primeras filas; y el resplandor de una hoguera, arrimada a las puertas del Principal, iluminó aquella parte del sombrío cuadro. El inesperado acontecimiento me contuvo. Momentos después, entre aplausos y patriótica bullanga, ardían los portones. ¿De quién fue la idea? ¿Quién trajo la leña, y de dónde? ¡Vaya usted a saberlo!

Abierta la brecha, se lanzó por ella, con la impetuosidad de un torrente, lo que del mar de afuera cupo dentro del edificio. Esta evolución removió toda la masa sobrante; y por los huecos que iban resultando avancé yo, a fuerza de puños, hasta la acera misma del Principal. El tumulto había atropellado la guardia; y como no halló resistencia, apoderóse, entre abrazos a los soldados y vivas a todo lo de costumbre, de las armas y municiones de éstos.

La cosa hasta entonces iba arreglándose tal cual: ni un tiro, ni una herida, ni un insulto entre los dos tradicionales enemigos. Harto más alborotaban las furias ociosas de la Puerta del Sol, que habían dado en la gracia de pedir las cabezas de determinados personajes. En medio de estos gritos salieron del Principal a la calle muchos hombres, armados con sables y fusiles que habían adquirido adentro; otros, que ya estaban afuera con armas, se unieron a ellos. No sé si fue por contagio de los gritos de las mujeres, o porque les hizo más feroces el verse tan unidos y bien pertrechados; pero es la verdad que apenas estuvieron agrupados en la calle, comenzaron a rugir amenazas de muerte y exterminio. ¡A casa de Fulano! ¡A casa de Mengano...! Y el coro, la gran masa, lo repetía con voz formidable y ademán aterrador. Y noté que en este vocerío tremebundo se nombraban con preferencia un palacio de la calle de las Rejas, muy aborrecido entonces, y la casa de Valenzuela. Y sin duda por ser ésta la más cercana, los forajidos aquéllos enderezaron el rumbo hacia allá. Me estremecí. Luego, movido de una resolución súbita, avancé, apartando la gente a empellones, hasta ponerme delante de los primeros.

-¡Alto! -grité como un energúmeno, alzando los brazos mucho más arriba de la cabeza.

¡Suerte loca la mía! En la vanguardia del pelotón armado iban Bujes y tres de sus camaradas, que, como él, me habían conocido en la redacción.

-¡Pedro Sánchez!... ¡Viva Pedro Sánchez! -gritaron, abrazándome Bujes y alzando los otros los fusiles al aire- ¡El defensor de los hijos del pueblo! ¡El perseguido por los enemigos de la libertad!

Cientos y cientos, y creo que miles de bocas repetían mi nombre, cuya resonancia, no cabiendo en los ámbitos de la Puerta del Sol, fue a perderse en rugidos en todas las calles que desembocaban allí. Manos sin número estrecharon las mías, y brazos sin cuento me estrujaron, me oprimieron y aun me levantaron en vilo.

-¿Adónde vais? -pregunté con aires de tribuno romano, tan pronto como pude resollar.

-¡A comenzar por casa de Valenzuela las venganzas del pueblo oprimido! -me respondieron los más elocuentes.

-Pues si ese santo fin os guía -repliqué, tomando posturas de héroe de tragedia-, habéis errado el camino... ¡Al tronco, al tronco... ¡Herid el tronco, y dejad las ramas para cuando el árbol esté en el suelo...! ¡A la calle de las Rejas!

¡Yo que tal dije! Ni el pelotón de soldados mejor instruídos hacen una conversión hacia la espalda con mayor rapidez que aquella muchedumbre la hizo entonces; y con tal suerte mía, que estando yo el primero delante de ella en dirección a la Carrera de San Jerónimo, me quedé el último y solo cuando el lago de gentes se precipitó por la calle del Arenal, bramando estas palabras mías:

-¡A la calle de las Rejas!

¡Que Dios me perdone, en gracia del caritativo fin que me inspiraba, la culpa que tuve de que se anticipara algunas horas aquel desastre, que estaba decretado y había de cumplirse de todas maneras!

Con el mayor disimulo posible, acelerando mucho el paso y echando por los atajos para desorientar a los que pudieran conocerme, me dirigí, apenas logrado mi primer intento, a la calle del Príncipe, por fortuna poco concurrida a la sazón, por estar la pública curiosidad empeñada en otra parte. Llegué sudando, y con la brega que había tenido en la Puerta del Sol, desaliñado, conmovido y polvoriento. Subí de cuatro en cuatro los escalones; y sin detenerme a respirar, llamé a la puerta de Valenzuela, ante la cual había llamado otra sola vez en mi vida, también tembloroso y conmovido, aunque por bien distintos motivos. Tardaban en abrirme; y, entre tanto, oía yo ruido de gente acelerada allá dentro. Volví a llamar más fuerte, y tras el mismo rumor de pasos, de voces discordantes y de palabras sueltas, abrió un criado el ventanillo.

-¡Necesito ver inmediatamente a los señores! -le dije con imperio, llevándome el diablo con aquellas precauciones en que se empleaba un tiempo que tan necesario podía sernos para cosa más importante.

Sentí a poco rato que el ventanillo volvía a abrirse, pero con mucho cuidado, como si se tratara solamente de examinar la catadura del que llamaba. Entonces di mi nombre, rogando por todos los santos del cielo que me abrieran la puerta cuanto antes, pues de abrírmela o no dependía la salvación o la ruina de toda la familia. Noté que llegaba otra persona al ventanillo; y apenas había tenido tiempo para mirar por él hacia afuera, cuando la puerta se abrió. Clara, que apareció en el hueco un instante, volvió a cerrar tan pronto como yo hube entrado. Estaba terriblemente hermosa la hija de don Augusto Valenzuela: pálida, ceñuda, con los ojos fulminantes, algo convulsos y contraídos los labios, alta la cabeza, destacado el pecho, y apartando impaciente la cola de su bata con el menudo pie... Detrás de ella, Pilita con la faz desencajada, cárdena y roja a trechos, porque el sudor de su angustia le había barrido parte del colorete; revueltos los postizos y asomando el crepé por las rendijas del moño y de las cocas..., ¡pero con el abanico en la mano! Verdad que hacía un calor de todos los demonios. Allá en el fondo, arrimado a las jambas de una puerta, lacio, amarillento, exánime, Manolo. Tal era el cuadro que, en el momento de entrar yo, pude examinar rápidamente a la luz de la lámpara que alumbraba el vestíbulo.

Mientras Pilita retrocedió dos pasos al verme penetrar de un salto y en tan sospechoso desaliño en su casa, su hija, leyéndome los pensamientos en los ojos, me habló así:

-¿Qué peligro corremos? ¿Qué es eso que está pasando y que nadie nos explica bien? ¿Qué tiene que ver con nosotros...?

-¿Don Augusto...? -pregunté anhelante.

-Está fuera de Madrid desde esta madrugada, y en lugar seguro -me respondió Clara-; pero bien ajeno a todo temor de que pueda correr su familia el menor peligro.

-Algo es eso -repliqué-, pero no es bastante.

Entonces referí, como mejor pude, no todo lo que sabía, sino algo que les diera una idea del riesgo que les amenazaba.

-Y bien, ¿qué remedio tiene eso? -me pregunto Pilita con espanto, mientras Manolo se desplomaba sobre una silla.

-Usted traerá un plan meditado seguro -dijo Clara, clavando en la mía insinuante su mirada de acero.

-Sí, señora -respondí con fe-; seguro es mi plan, si ustedes se someten a él sin vacilaciones y sin perder un momento en fútiles reparos...

-Al momento... ¡Diga usted! -respondió Clara firme y resuelta.

-Pues bien: recojan ustedes alhajas, dinero... cuanto se pueda llevar a la mano... y enseguida prepárense para salir a pie conmigo... y sin lujos ni aparato; porque importa mucho que no nos conozca nadie... y, sobre todo, ganar tiempo... Si hay un criado leal a quien pueda confiarse el secreto del refugio de sus amos, que nos siga a cierta distancia con algún equipaje indispensable...

-¡Vamos, mamá; vamos, Manolo! -dijo Clara por toda respuesta, empujando a Pilita y a su hermano hacia las habitaciones interiores.

Yo me dejé caer, rendido de cansancio y de emociones, en una banqueta del mismo recibidor en que me hallaba. Enseguida comencé a oír allá dentro ruido de tiradores abiertos de prisa; recias llamadas a aquel criado y a esta doncella; el estrépito de una porcelana hecha añicos en el suelo; el pisar recio de los unos; el crujir de las faldas de las otras; trastazos de puertas, carraspeos, suspiros... Y entre tanto, los minutos me parecían años, y cada rumor de la calle que penetraba por la escalera y llegaba a mis oídos me ponía los pelos de punta, porque temía que volvieran los forajidos, que yo dejó en la calle del Arenal, a consumar la obra que ya habrían consumado sin el éxito feliz de mi temerario alarde.

Mi plan era harto sencillo: llevar, con un largo rodeo, a la familia Valenzuela a mi posada, que, por ser época de vacaciones, debía estar completamente desocupada. Hallándose a buen recaudo el objeto principal de los odios populares, como yo había presumido, porque tales pájaros huelen la pólvora desde muy lejos, bastaba con separar, por el momento, de los caminos trillados que habían de seguir las turbas, al resto de la familia, para librarla de un bárbaro atropello. Después, Dios diría.

Apareció Clara arrastrando los graciosos pliegues de la falda de un sencillísimo vestido, y envolviéndose el gallardo busto en una ligera mantilla, cuyo velo, arrollado sobre la cabeza y cayendo en pabellones hasta los hombros, parecía un fondo pintado de intento para destacar con mayor fuerza las enérgicas facciones y el pálido color de la cara. Enseguida llegó Pilita, bastante más emperifollada que su hija; pero traía el velo de la mantilla echado sobre la faz; y este eclipse de astro viejo fui ganando en aquella partida. Manolo iba detrás de ella, vestido, en su afán de disfrazarse bien, con lo más anticuado y triste de su ropero, y se había cortado las barbas con las tijeras: llevaba en la diestra un elegante saquito de mano, muy repleto. Parecía un seminarista que volvía a su aldea cargado de desalientos... y de calabazas. Pilita me dijo abanicándose:

-He estado pensando que deberíamos irnos, una vez que tenemos que salir de casa, a la de Chuncha.

-Y ¿quién es Chuncha? -pregunté con la mano en el pestillo de la puerta.

-La duquesa del Pico -respondió Pilita debajo de su velo.

-¡Ay señora! -repliqué-: no corren ahora tiempos de duquesas; son malas recomendaciones los nombres encopetados cuando andan las muchedumbres armadas y rugiendo por la calle.

-¡Vamos adonde usted quiera... y pronto! -dijo entonces Clara, con su acento rudo y aire resuelto, mirando a su madre.

Abrí la puerta y salimos. En el descanso de la escalera dudaba yo si dar el brazo a Clara o a Pilita, porque las leyes de la buena cortesía se ajustaban muy mal en aquella ocasión A las de mi deseo.

-Manolo -dijo Clara-: da el brazo a mamá; nosotros iremos delante.

En esto me lanzó una mirada de las suyas, no sé si para confirmarme la orden, o para pedirme mi parecer, que bien manifiesto estaba; se echó el velo sobre la cara, y enseguida sentí en el brazo que galantemente le presenté, el dulce peso del suyo, blanco, redondo y desnudo, asomando por la anchísima boca de la manga de embudo, que entonces era de moda. Con la otra mano se recogía los pliegues de la falda para no pisarlos, al bajar con su lindo pie, que yo no podía menos de admirar; y por eso recuerdo que iba encerrado en estrecha bota de satén de color de ceniza, como su vestido. Bajamos. Antes de llegar al portal me adelantó yo a reconocer el terreno. No había en la calle el menor síntoma de motín: mayor concurrencia y algo más ruido que de costumbre; pero nadie se fijaba en la casa de Valenzuela.

Volví a tomar a Clara del brazo; y advirtiendo a su madre que nos siguieran a cierta distancia, salimos. Me latía mucho el corazón, y sentí como una sacudida nerviosa en el brazo de Clara.

Cuando a algunas varas de la puerta nos hallamos confundidos con los demás transeúntes, que no reparaban en nosotros, nos tranquilizamos; y después de observar que Manolo y su madre nos seguían. me dijo Clara:

-Quiero que me lo cuente usted todo; todo cuanto usted ha visto y oído esta noche; todo cuanto usted ha hecho.

No hubo remedio: tuve que contarlo todo, todo; porque cuando escrúpulos de modestia o consideraciones de otro orden me hacían titubear en el relato, ella misma, con arte diabólico, me arrancaba las palabras que yo no quería decir. En estos casos, porque la vehemencia de su deseo la impulsaba, sentía yo mi brazo fuertemente oprimido contra su pecho, y veía, a través de las tenues mallas del velo, el brillo fascinador de su mirada fija en mis ojos deslumbrados. ¡Cómo resistir la fuerza de aquellas armas! Hubiérame mandado dar un ¡viva! a los hombres arrojados del poder por la mañana, grito que a la sazón equivalía a una sentencia de muerte, y lo mismo la hubiera complacido.

-Ahora -añadió, después de oír mi relato-, quiero saber qué sentimientos le han movido a usted a sacrificarse así por una familia a la que tan pocas atenciones debe.

No era tan fácil responder a esta exigencia como a la anterior. Decir que había obedecido a un impulso maquinal y filantrópico era poco y no era la verdad; decir que, a pesar de que Valenzuela no lo merecía, me había arriesgado a salvarle era demasiado; que lo hice acordándome solamente de Clara, aunque fuera verdad, no podía decirlo sin agravio de los demás de su casa, ni sin que se tomara mi aserto a necia galantería; que me inspiró el arrojo (y acaso era lo más cierto) el buen recuerdo de los amables huéspedes de mi lugar, implicaba una censura de conducta posterior. En vista de estas dificultades tomé el punto de soslayo y respondí:

-En buen derecho nada me debía su familia de usted que no me haya pagado.

-A su manera es cierto -replicóme Clara-: a la manera que pagan sus deudas de buena y honrada amistad los santones de la política. Mire usted: mi padre es el mejor de los hombres entre su familia, en los pasillos del teatro, en su pueblo de usted..., en todas partes menos en el sillón de su despacho oficial, y donde quiera que ejerza de político entre los suyos. En estos casos se transfigura y pierde la memoria de las cosas sencillas y ordinarias del mundo, porque lo posee de pies a cabeza el demonio del imperio con todas sus durezas y vanidades. Es una enfermedad propia de las gentes del oficio, y no tiene cura... Y no digo esto para que usted le perdone los malos trances en que le puso por no querer acordarse en Madrid de la palabra que le empeñó en su aldea, aunque buen testimonio es de que no son invenciones mías las prendas que en él alabo, la sinceridad con que confieso sus graves faltas: demasiado sé que hay agravios que no se olvidan aunque se perdonen, y usted ha perdonado muchos; muchos que yo he lamentado sin poderlos remediar. Dígolo, porque lo juzgo al caso en el capítulo de las deudas a que usted se ha referido... Pero no se trata de eso, sino de responder derechamente a mi pregunta.

-Pues por respondido, Clara -repliqué al punto y entrando sin resistencia en la boca de la trampa que se me ponía delante-; reconociendo yo en su padre de usted las mismas prendas, buenas y malas, que usted misma le reconoce, ¿no basta esto y la franca amistad que nos unió en mi pueblo, por razón de lo poco que acabo de hacer por él?

-No -respondió su hija, acentuando el monosílabo con un enérgico movimiento de cabeza-. Con eso solo y lo que usted perdona sin olvidarlo se deplora el suceso; pero se encoge uno de hombros y deja correr la tempestad..., si es que no se la llama con cierta complacencia, justicia de Dios... Y usted ha hecho bastante más: se ha plantado delante de ella exponiéndose a ser arrollado.

¿Qué diablos quería aquella mujer que yo la declarase?... ¿Y cómo no declarárselo, si lo que quería oír fuera algo que cruzó sólo como una chispa por mi mente en aquel peligroso trance, y que después, al contacto del brazo de Clara,,al roce de su vestido, al fuego de sus ojos, en ocasión tan extraña, siendo yo su único amparo, su escudo y su guía, iba convirtiéndose por instantes en voraz incendio?

Dejéme caer del lado a que me inclinaba el deseo, y respondí sin tanteos ni remilgos:

-Pues considéreme usted, con respecto al señor don Augusto, en el más desfavorable de los supuestos; téngame hasta por inhumano y vengativo si le acomoda: ¿sería justo que a usted, tan joven, tan bella, tan afable y tan buena conmigo siempre y en todas partes, la hiriera el mismo golpe con que la ira popular castigase en otros supuestas o comprobadas maldades? Y no siéndolo, ¡qué cosa más natural que hacer lo que hice para evitarlo?

De nuevo sentí, al decir esto, acentuada presión del brazo de Clara; y otro rayo de sus ojos hiriendo los míos volvió a deslumbrarme. Todo pasó como una ráfaga, pero ráfaga cargada de eléctricos efluvios. Enseguida me habló así mi original y peligrosa protegida:

-Verdaderamente le parecerá a usted pueril este empeño mío en momentos tan señalados, por la seriedad de las cosas que nos están ocurriendo; si es que no juzga que hasta el cariño de hija pospongo a mis vanidades de mujer. Todo es posible, y, sin embargo, nada sería menos cierto, puesto que si tanto me apuró el deseo de saber lo que al cabo he sabido, fue por convencerme de que pudo inspirar mi recuerdo tan noble empresa en beneficio de mi padre. Hombre, le hubiera defendido contra todos los que le ofendieran; débil mujer, me complazco en servirle con la fuerza de tan heroicos defensores como usted... ¿No es esto muy natural?

No me lo parecía mucho; pero como a Clara no se la podía medir con la misma vara que a las demás mujeres, acepté su teoría que, por de pronto, me apagó algo los fuegos de la imaginación.

Andábamos, a todo esto, entrando por la calle de la Visitación en la del Lobo; y cuando nos hallamos algunas varas dentro de ella, Pilita, que nos seguía los pasos, dijo al verla casi libre de transeúntes:

-¡Ay, qué miedo da andar por aquí... Mala es la muchedumbre, ¡pero esta soledad!... ¡Si cualquier forajido nos observa... y nos detiene... y nos conoce!...

Manolo, que temblaba de miedo, fue del mismo parecer, y propuso que retrocediéramos. No lo consentí, aunque el hijo y la madre tenían mucha razón en temer aquella soledad en noche de tan gordas aventuras, y sin gobierno y sin ley en la villa. Recomendé el silencio y la serenidad, y continuamos marchando sin tropiezo hasta la Carrera de San Jerónimo. Pensaba yo salir a la calle de Alcalá por la de Cedaceros; pero observé que había en ésta gran vocerío patriótico y mucha gente detenida. Recordé al instante que allí había una casa de las denunciadas por la furia popular en la Puerta del Sol, y temblé, porque presumí lo que estaría pasando o iría a pasar inmediatamente.

-¿Qué es eso? -preguntó Clara estremeciéndose.

-Poco más de nada -respondí-. Populacho que se divierte gritando. Vámonos por la calle del Turco, puesto que no hay paso por ésta.

Y así lo hicimos. Mientras bajábamos hacia el Congreso, me dijo Clara:

-¡No puedo pintarle a usted lo que siento delante de estas cosas!

-Me lo imagino -respondí.

-No es fácil -añadió-. Es más que antipatía; es aseo y pena, y es ira y es indignación, todo a la vez. Y no lo siento por lo que hoy me sucede: lo mismo lo sintiera si mi padre fuera el esparterista más estúpido. Es que me ataca a los nervios sin poderlo remediar, por feo y de mal gusto. Esta abigarrada mezcla de gentes dando gritos, desaliñada y sudando, me hace el efecto de una bestia revolcándose en basura y complaciéndose luego en restregarse contra las fachadas limpias y la ropa de los transeúntes.

¡Y yo que cuando tal oía iba hecho un Adán, por obra de mis patriotadas de la Puerta del Sol!

Conoció Clara, en mi silencio y en la mirada que a mí propio me eché, el apuro en que me hallaba; y me dijo, cargando un poco más de lo corriente y usual, el peso de su lindo cuerpo sobre mí:

-No le pido a usted perdón ni me arrepiento de lo dicho; porque entre eso que brama y usted, aunque parezca que un mismo interés los une, hay enorme diferencia; como la hay entre el rebaño y el pastor, entre el látigo y la mano que le esgrime. Si fuera usted un patriotero vulgar, parte maciza de ese gran montón de inocentes y de malvados, le aconsejaría que se apartara de tan mala senda, y huyera de tan peligrosa compañía; pero yo sé cómo y por dónde ha ido usted a parar ahí; y el lance de esta noche, que confirma todos mis supuestos de algún tiempo acá, dice bien claro hasta dónde puede usted ir con sus propias fuerzas por ese camino, si no se amedrenta ni se encoge.

Luego Clara, la esquiva, la orgullosa y medio bravía Clara, «desde un tiempo acá» me había seguido de lejos en todas las etapas de mi breve y triunfal carrera. ¿Por qué? ¡Oh incitantes dudas y sabrosas quimeras de la vanidad!... Y sin embargo, el hecho que las producía era evidente. ¿Qué mucho que lo que corazones bien aguerridos no hubieran podido resistir sin conmoverse, causara honda perturbación en las tranquilas e indefensas regiones de mi pecho?

Diome aquel punto tema para seguir un largo diálogo entretejido de ingeniosas perífrasis, rebuscadas anfibologías y otros análogos tiquismiquis, recurso a que se apela siempre que en galantes empeños se quiere explorar el campo sin descubrir mucho el cuerpo, y lo terminó Clara (que, por cierto, me ganó en la puja de sutilezas la partida) diciéndome:

-Ya usted ve cómo lo que le digo no es vana lisonja con que trato de pagarle este gran favor que todavía nos está haciendo. Creo que tiene usted alas con qué volar muy alto en el espacio que se abre ahora delante de usted, y le aconsejo que vuele. Para los hombres como usted hay una brillante carrera en ese campo en que tanto abundan las nulidades. y tan necesarios son los ánimos esforzados y las almas generosas... Y no se quejo usted de mi desinterés, cuando, sabiendo lo que usted vale, lo empujo hacia el enemigo.

No pude responderla, porque nos abordó Pilita cuando esto pasaba y subíamos por la calle del Caballero de Gracia.

Pilita quería saber adónde íbamos y cuándo llegábamos, cosas que todavía no me había preguntado su hija, ni yo me había acordado de decírselas; y ponderaba mucho el miedo que le habían dado ciertas gentes desaforadas con que nos habíamos encontrado al atravesar la calle de Alcalá. Tampoco habíamos hablado de ellas Clara y yo: ni siquiera las vimos. En cambio, Manolo había visto y sentido por todos. ¡Cómo sudaba de congoja el infeliz, y qué amarillo y anheloso estaba!

Momentos después llegamos, sanos y salvos, al portal de mi posada.

-¡Respiren ustedes! -iba a decir triunfante a la familia entera, sin considerar que allí había, como en la mayor parte de los portales de Madrid de entonces, una hedionda letrina, que ya había hecho torcer el arrugado gesto de Pilita.

Subimos; y como yo supuse, la casa estaba completamente libre de huéspedes. Alegráse mucho de verme mi patrona. Díjela en pocas palabras de qué se trataba, aunque tuve buen cuidado de callarme el apellido de sus nuevos huéspedes; y acomodólos como yo deseaba, en la salita, que tenía un gabinete contiguo a otro dormitorio con puerta al pasadizo.

-Estas señoras y este caballero -dije a la patrona, de modo que no me oyera nadie sino los presentes-, para todos, menos para usted y para mí, en esta casa son una familia forastera que estará en Madrid muy pocos días; familia pudiente y recogida, que come en sus habitaciones y no sale de ellas para nada. ¿Lo entiende usted?... Pues no hay más que hablar.

Diose por enterada la patrona, y yo quedé satisfecho; porque era muy leal y campechana la buena Micaela.

-Ahora -dije a las señoras- den ustedes a su criado las menos órdenes posibles; y adviértanle que cuando vaya y venga, lo haga por caminos diferentes... por si acaso. Aunque nada temo, las precauciones no sobran. Esta cárcel no durará mucho: lo que se tarde en encauzar el torrente que brama ahora por esas calles. Un poco de paciencia, pues, y mucha confianza. Yo trataré de inspirársela, y cuidaré de tenerlas al corriente de lo que suceda. Con este fin me vuelvo a la calle, donde puedo ser a ustedes más útil que aquí.

Y con esto y muy poco más, despedíme de todos, y muy particularmente de Clara, «hasta más tarde»; dije lo mismo a Micaela, para su gobierno, en el pasillo; mandé entrar en la sala al criado de Valenzuela, que, con un gran saco de noche, nos había seguido a cierta distancia; y lleno de la imagen y de las palabras de aquella singular criatura bajé la escalera resuelto a enterarme de lo que pasaba en la calle de Cedaceros, síntoma terrible de lo que pudiera acontecer a la hora menos pensada en otras muchas calles, y estaría aconteciendo, seguramente, en la de las Rejas.

Dos horas hacía que había salido yo de mi forzado encierro al aire de la libertad. En tan breve tiempo, ¡cuántos y cuán graves sucesos! ¡Cuántas y cuán distintas emociones!