Capítulo XXVI

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Pero si las propias amarguras se dulcifican con las drogas de la providente necesidad, y los dolores más vivos del alma se mitigan y hasta se borran con el roce de los tiempos en su marcha fatal e inalterable, ¿qué mucho que las tristezas engendradas por ajenos males se desvanezcan con los vientos de la imaginación y las locuras de la vanidad?

No olvidaba yo un punto a la desvalida huérfana de Balduque, ni se apartaba de mi memoria la trágica o inopinada muerte de este pobre hombre; pero no me creía tan obligado a llorarla como en el portal de la calle de la Montera, cuando, por ejemplo, Clara, después de devorar los relatos que la prensa hacía de los sangrientos lances, tan pronto como se le permitió hablar de ellos a su gusto, relatos henchidos de mi nombre y de mis proezas, me decía arrugando el periódico sobre su falda y volviendo hacia mí sus negros ojos:

-¡Hubiera querido yo ver eso!

Y yo, al oírlo, ¡Dios me lo perdone!, hubiérame arriesgado a repetirlo, por sólo el gusto de que lo viera.

Pilita, mujer fútil, alma insubstancial, sin otra aspiración ni otro anhelo que ser un figurón decorativo del gran mundo, y encerrarse en su tocador atestado de pringues y menjurges, no podía resistir la vida en aquella humilde posada, ni aun considerando el porqué de estar en ella.

Pasábase el día entre bostezos, suspiros y pueriles impaciencias, insensible, extraña a todo, menos a su antojo de volver a su casa, que, por un milagro de Dios, se había librado del saqueo a que estuvo sentenciada. Ni cogía un libro ni una labor entre las manos, para hacer más llevaderas las horas; oía bostezando el relato de los más terribles sucesos de las recientes jornadas; y por no pensar en nada, ni siquiera pensaba en el aún dudoso paradero de su marido.

-Pero si todo esto ha concluido ya -me dijo un día, medio escondida detrás de su abanico-, ¿por qué no nos volvemos a nuestra querida casa?

-Porque no es tiempo todavía, señora -respondí-; deje usted que llegue Espartero, y entonces nos iremos.

-Y ¿qué tengo yo con ese buen hombre?

No podía meter en la cabeza de Pilita una idea tan trivial como la relación que había entre su seguridad personal y la llegada de Espartero a Madrid.

Más atrás dije que al cesar por completo las hostilidades entre la tropa y el pueblo armado, éste se quedó arma al brazo en las calles «por si acaso»; es decir, en garantía del cumplimiento de la oferta, hecha por el trono, de que vendría el famoso general, a la sazón en Zaragoza. Por de pronto, se convocó al Ayuntamiento y a la Diputación disueltos en 1843; y estas liberales corporaciones, apenas reunidas, y la Junta de armamento, que, auctoritate qua fungor, se despachaba en todo con humos de gobierno provisional, comenzaron a funcionar en sus respectivas esferas.

Tratóse de organizar la Milicia ciudadana, y fuimos declarados milicianos natos cuantos estábamos en las barricadas. Como jefe de una de ellas, tenía yo un par de galones como dos soles en cada bocamanga; y con éstos y mis proezas, sabidas de memoria hasta por los chicuelos, dióseme el mismo grado en un batallón; es decir, que se me aclamó comandante de él. Asignáronse, al mismo tiempo, cinco reales diarios a cada sirviente de barricada, contando con que había en ellas mucho pobre, y con que la cosa podía durar; y hete aquí que cada vecino se dio a construir su barricadita particular a la puerta de la casa, y a colocar en ella al hijo, y al amigo, y al aficionado, con sus fusiles de verdad y su trompetita correspondiente, y hasta con su letrerito indispensable en lo más alto, de: Pena de muerte al ladrón; con lo cual Madrid, en un par de días, fue una verdadera red de barricadas, cuya malla más grande apenas dejaba el espacio necesario para pasearse el centinela, arma al brazo; conversar en pintorescos grupos los demás héroes de servicio, y comer el rancho marcial coram populo... ¡Toma!, y que fueron estos intrusos los primeros en lucir el chambergo gris con cinta verde, y la blusa y los calzones de dril; prendas que se adoptaron, con mediana suerte, como distintivo de héroe de barricada; y los que discurrieron adornarlas con arcos de fresco ramaje, inscripciones épicas y retratos de generales y otros hombres del partido revolucionario, tan pronto como el vecindario dio en recorrer las calles, como un inmenso hormiguero, por los portillos abiertos en las aceras. Y como en estas exhibiciones se ponían muy huecos y marciales, llevábanse la admiración y el respeto de las gentes, mientras el puñado de bolonios que habíanlos cargado con la farda en los tres días de balazos, tal vez pasábamos allí por patrioteros del día siguiente.

Entre tanto, Espartero no llegaba, y nadie sabía decirnos por qué; y entre el escrúpulo de Gobierno que teníamos, la Junta y el Ayuntamiento, reinaba la más encantadora discordancia de pareceres; de esta discordancia nacían la debilidad y el desprestigio de los discordes; y las barricadas, llenas de gentes de todas procedencias y de toda clase de aspiraciones, hacían lo que les daba la gana. En los barrios del Sur, donde imperaban los Miguelones y los Puchetas, se fusilaba al sursumcorda sin formación de proceso.

Así murió el famoso don Francisco Chico. Un día se presentó la turbamulta en su casa; le arrancó de la cama en que yacía postrado; le sentó medio desnudo en unas angarillas; cogió después al portero que le servía; echóle a andar junto a su amo; y en ruidosa procesión, calle de Toledo abajo, llegó todo junto, entre oleadas de curiosos y de furias, hasta el último tercio de ella; y allí, a las diez de la mañana, arrimados los reos a una pared, con angarillas y todo... ¡cataplum! Ésta era ya la tercera justicia que hacían aquellas bondadosísimas gentes. Bajó San Miguel allá, echéles un trepe rudo entre algunos piropos indispensables, y le prometieron la enmienda; pero no se enmedaron cosa mayor.

Yo, que, por mi calidad de jefe, me hallaba en frecuente trato con la Junta, sabía muy bien hasta qué punto la alarmaban estos y parecidos alardes de indisciplina y de rebelión, en circunstancias tan graves, y el aprieto en que la ponían otros desmanes que, sin ser tan públicos ni tan ruidosos no eran menos temibles. Uno de estos peligros, en opinión de la Junta, y aun del público rumor, era cierto Círculo patriótico, que celebraba de día sus sesiones públicas en un teatro; club nacido con el buen fin de ayudar en su difícil empresa a la Junta en aquel peligroso interregno; pero descarrilado -bien pronto por la ambición y la pedantería. Tanto se contaba de lo mucho que se charlaba allí, y tal importancia se daba a las peloteras que se armaban de vez en cuando, y tan curioso y divertido lo pintaban cuantos lo habían visto, que un día quise verlo yo también.

Presidía la junta o mesa, o como se llame, en medio del escenario, un famoso conde muy progresista, y el público llenaba palcos y sillones. Yo me acomodé, no sin dificultades, en una de las galerías bajas, muy cerca del proscenio. Cuando entré, había allí un zipizape de todos los demonios: la campanilla se desbadajaba sonando, y el público rugía porque sí y porque no y porque qué sé yo; y un ciudadano anguloso, de barba lacia y mirar sombrío, con poco pelo y ése muy erizado, el cual ciudadano lo había revuelto todo, protestaba contra las imposiciones de la presidencia y contra la presidencia misma y contra todas las presidencias del mundo; porque -decía-, «yo soy tan liberal, que no quiero presidentes de nada ni en ninguna parte, puesto que donde hay presidencia hay tiranía».

La palabreja arrancó aplausos; calmóse el alboroto, y aprovechó la tregua el orador para concluir pidiendo, exigiendo, de los tutores de la revolución triunfante, que cuando entrara en Madrid el general Espartero, fuera delante de él desde la Puerta de Alcalá, en la punta de una lanza, la cabeza de... (y nombró la persona). Así descansó el energúmeno y se quedó tan fresco.

Alzóse otro orador cerca de mí, porque le tocaba hacerlo en riguroso turno. Era grandote y algo chato, aparatoso de traje, pródigo de tirillas y pechera, y muy holgado de mangas. Echando mas de medio cuerpo fuera de la barandilla, precedido de un brazo descomunal, comenzó en voz áspera un preludio majestuoso con los sobados temas de «las conquistas del nuestro glorioso alzamiento», «la generosa sangre de nuestras venas, derramada por la causa de la libertad», «la tiranía derrocada por nuestro heroico esfuerzo», y otros tales; dijo que «la revolución no podía, sin deshonrarse, faltar a sus generosos fines delante de la Europa civilizada que nos estaba contemplando con asombro»; y cuando yo pensé que todo aquel campaneo resonante iba con los retóricos de la casa, salta y añade que con ocasión de haber ido él a visitar el día anterior unas fincas de su propiedad (después supe que nunca tuvo el preopinante otras fincas que unos granos de mala traza en el cerviguillo) al inmediato pueblo de Getafe, había visto, con honda pena de su corazón, con vergüenza de sus sentimientos liberales, que aquel ayuntamiento, «hechura de la ominosa situación derribada», aún estaba sin disolver, «por intrigas de la mano oculta de la reacción, para mengua y baldón de la causa de la libertad».

Tomóse en cuenta, entre aplausos, la denuncia; y apoyó el tema un ciudadano de mal pelaje, desde un palco segundo, con el ejemplo de una gran señora perteneciente al «lujo inmoral de un latromanate», descubierta por él la pasada noche después de cuarenta y ocho horas de pesquisas, cerca de Aranjuez y traída a Madrid aquella misma mañana, «a la inominia pública, entre un piquete de veinte caballos, a son de clarín». Verdad que al llegar supo que la dama arrestada no era la prenda del manate, sino otra señora muy honrada que nada tenía que ver con él. Pero para el caso daba lo misino; el esfuerzo estaba visto, y la voluntad probada. Eso y mucho más era él capaz de hacer por la causa de la libertad, por la cual se había batido en la calle de la Paloma, y velaría a pie firme mientras dormían los que debieran defenderla.

Y como se tocaba el capítulo de servicios prestados a la revolución, salieron a docenas, por otros tantos agujeros, los acreedores de la pobre señora. Quién se alababa de haber hecho trizas hasta cuatro cajones de la policía; quién, de tener despellejados los dedos de arrancar adoquines para hacer barricadas; quién, de haber roto con sus propias manos, en el palacio de la calle de las Rejas, dos candeleros, cinco cortinones y un reloj de música; quién, de, haber abofeteado en la Puerta del Sol a un empleado «de los ladrones caídos, que huía a esconderse, avergonzado de la luz de la libertad»... Salió también, y por el foro, para mayor estruendo, un oficialete del ejército, que, conmovido y tartajoso, dijo unas cosas que nadie entendió; pero tomóle bajo su amparo un padre grave de los del capítulo del escenario, que era buen orador y no mal médico, y díjonos que aquel valiente quería decirnos, y no podía porque le embargaba patriótica emoción, que hallándose en un puesto confiado a su lealtad y vigilancia por la ominosa tiranía derrocada, se había pasado con todas las fuerzas de su mando a la revolución, porque «antes que todo, y antes que soldado, era liberal». Pensé yo que, después de contarnos esto el orador, nos pediría, un piquete para fusilar a aquel modelo de pundonorosos capitanes; pero nos pidió que le otorgáramos todo nuestro amor y todo nuestro entusiasmo, porque soldados como él eran los que necesitaba la causa del pueblo... En fin, col, decir que hasta Bujes, que asomó la gaita por un proscenio bajo, hizo un discurso a mazo y escoplo, como pudiera hacer una carreta, narrando los hechos heroicos consumados por él y los ciudadanos de su calle, «para romper las cadenas con que los oprimía el déspota», está dicho todo.

Aquello era una jaula de mentecatos, una puja indecente de merecimientos que, o eran ridículos, o afrentaban la causa en cuyo nombre se exponían; y todo iba a cuento, a vueltas de tanto cacareo de abnegación y de sacrificios, de reclamar un mendrugo de los que habían de repartirse tan pronto como llegara de Zaragoza el presidente del nuevo festín. El aseo y la ira me espoleaban; la lengua me hervía en la boca, y al fin pedí la palabra. Los que se sentaban delante de mí, sin duda para verme y oírme mejor, brindáronme con un hueco que hicieron entre todos; aceptéle, y avancé hasta la barandilla que nos separaba del patio de las lunetas.

Ya he dicho que poseía yo, amén de una voz de gran potencia, una verbosidad extraordinaria, y ciertas naturales dotes de tribuno, no muy comunes. Además, en aquel momento debía ofrecer mi persona el aire pintoresco de un condottiere, o de un bandido de teatro. Llevaba toda la barba, que me había dejado crecer durante mi reclusión; holgado cuello de camisa con corbata suelta al desgaire; descomunal cuchillo de monte a la cintura, oculto a medias por la entreabierta tuina de dril, de color ceniza, y sobre cuyas bocamangas brillaban los dobles galones de comandante de barricada; tenía en la diestra un enorme chambergo gris con escarapela, y aún ostentaba mi rostro las huellas del sol abrasador de aquellos días de encarnizada lucha. Con tales dotes, señas y arrequives, a poco esfuerzo que yo hiciera, el éxito no podía ser dudoso en medio de aquel singularísimo concurso.

Sin más que exhibirme ante él, cierto rumorcillo que recorrió la sala al instante, como brisa de verano en espeso robledal, me hizo creer que comenzaba yo a ser objeto de la pública curiosidad, excitada por la delación de alguien que me conocía allí. Esto ya era otra garantía del buen éxito de mi empresa. a lanzar iba la primera palabra, cuando el presidente, pluma en mano, me interrumpió diciéndome:

-Sírvase declarar su nombre el ciudadano que va a hablar.

A lo cual respondí yo, con voz sonora y ademán altivo:

-¡Pedro Sánchez!

No bien lo dije, cuando el rumor de la sala se trocó instantáneamente en bramidos de entusiasmo y en estruendo de palmadas. La batalla estaba ganada, el campo era mío. Podía cortar, herir y machacar donde quisiera.

Y así lo hice.

No entré en el asunto por los caminos trillados y las puertas conocidas del vulgo; le asalté a exabrupto seco y a apóstrofe limpio. Me encaré osadamente con todos y cada uno de los que habían hablado antes que yo; clavé en la picota de mi indignación y de mis burlas, según los casos, el hueso de sus peroraciones de hojarasca; traje al debate los rumores públicos; expuse las alarmas de los hombres cuerdos enfrente de aquellos temerarios desvaríos, afirmé que, después de lo que había presenciado allí, aún me parecían pálidos los colores con que lo pintaban los que temían que el fruto de tanta sangre y tanto sacrificio pereciera en manos de mentecatos y de charlatanes. Como los preopinantes contaban sin duda con el apoyo de mis fuerzas cuando me vieron levantarme para hablar, mis palabras causaban en ellos marcado asombro, y aun estupor; pero como los que no habían soltado prenda alguna eran muchos más, y muchísimos más todavía los que se hallaban allí en busca de jaleo y de emociones fuertes, y todas estas dos grandes porciones acogían cada fin de mis hinchados y resonantes períodos con gritos de entusiasmo y recio palmoteo, algunos de los apostrofados, especialmente el hombre de los pelos de punta y de la barba lacia, me acribillaban a menudo con preguntas sueltas o frases mal intencionadas, que yo recogía en el aire con mucho gusto, porque en este tiroteo me ayudaba con todas sus fuerzas el público, que siempre está de parte del que habla más recio y pega con mayor saña. a veces me llamaba al orden el presidente, y aun se ponía del lado de mis contrincantes, cuya calma, hasta cierto punto, era la suya, como lo es de todo padre sin carácter la de un hijo mal educado; pero yo hacía con el presidente lo mismo que con sus presididos; y entonces los aplausos de la multitud eran mucho más recios, porque si gusta como dos ver apalear a los iguales, cuando se prende a la justicia el goce es mucho mayor.

Este duelo a estocadas duraba ya demasiado, porque el efecto estaba producido, y ciertas impresiones no pueden sostenerse en el ánimo por mucho tiempo: érame preciso concluir, y concluir bien, y en una pieza, para que el éxito fuera completo. Así traté de hacerlo. Un breve resumen de cargos, bien nutridito de color; una invocación a las víctimas de la cruenta lucha; un atrevido alarde de mi derecho para hablar así en medio de aquellas bizantinas porfías; y enseguida este parrafejo atronador, progresista y amenazante:

-La revolución tiene un programa bien definido, por cuyo triunfo se ensangrentaron las calles de Madrid; ese programa debe cumplirse..., ese programa se cumplirá, aunque para conseguirlo haya que ensangrentarlas otra vez, luchando a muerte contra los nuevos enemigos de la libertad. ¿Sabéis quiénes son estos enemigos? Los charlatanes que la comprometen, los mentecatos que la ponen en ridículo, y los ambiciosos que la deshonran.

Este remate, dicho con fiera voz y adornado de tres brazadas marciales y una gallarda sacudida de pelo con la erguida cabeza, produjo la tempestad de vítores y aplausos más ruidosa que se hubo formado jamás en el recinto de aquel viejo templo, levantado al arte que de esas tempestades se alimenta.

En medio del estruendo de ella salí, sin detenerme siquiera a echar una mirada de triunfo sobre aquel campo cubierto de cadáveres.

Por la noche, y al día siguiente, todos los periódicos daban minuciosos detalles del suceso; algunos reproducían párrafos enteros de mi discurso. Unos me apoyaban, otros me combatían; pero todos iban unánimes en declarar que mi oración patriótica era digna de los mejores tiempos de la tribuna romana.

No hizo más ruido que el mío el discurso con que, muy poco después, en un meeting del teatro de Oriente, se encaramó Castelar en la región de las celebridades tribunicias desde la obscuridad del vulgo de los mortales.

El Círculo no volvió a reunirse más; se declaró disuelto, y la Junta, agradecida, me dio una silla en sus consejos.

Pero esto, por más que halagara mi amor propio, no bastaba a conjurar los serios conflictos de que estábamos amenazados a cada instante. Afortunadamente llegó Espartero a Madrid; y entre formar para recibirle a su llegada; y formar para desfilar ante él, al otro día, en la Puerta del Sol, con nuestras banderas de percalina y nuestro abigarrado equipaje; y formar después en las barricadas cuando dedicó a muchas de ellas una cortés visita, se adormecieron las malas pasiones durante media semana; y para cuando quisieron despertar, ya estaba decretado el despojo de las calles, y la vuelta a sus ordinarias ocupaciones de tantos miles de patriotas que hormigueaban, cargados de armas y municiones, entre los amontonados adoquines.

¡Cuánto susto costó separarlos de aquel peligroso juego a que se habían ido acostumbrando! Gracias a que hubo otro juego con que engañarlos, por de pronto: el de la Milicia Nacional, en la que, si no eran tan bravucones, tendrían mejor disciplina y serían soldados más de verdad; esclavitud a que se acomodan siempre con grandísimo gusto los hombres libres, enemigos jurados de todo linaje, de opresiones y de tiranías.

Acabóse, pues, la guerra de las calles con la instalación de un Gobierno regular, ' y comenzó otra, si no tan ruidosa, mucho más tenaz, en los ministerios. La guerra de los destinos. No hablo de ella, porque de la noche a la mañana me dieron uno de los mejores en Gobernación. Cerca andaban de mí, aunque no tan altos, mis compañeros de redacción, menos Redondo, que no quiso ser más que comandante de un batallón de Nacionales. ¡Hasta el portero y los repartidores de El Clarín se colocaron!

Estos compañeros, Matica y demás amigos, estaban asombrados del ruido que yo hacía y de lo alto que volaba; yo no, porque había ido persuadiéndome, poco a poco, de que eso y mucho más merecían los hombres de mi importancia. Tampoco Clara se asombraba de ello, porque lo esperaba. Eso me dijo después de leer un rimero de periódicos, adquiridos no sé cómo, que hablaban de mi discurso; y cuando tuvo noticia de mi entrada en la Junta, y cuando me dieron el destino en Gobernación. Nada le asombraba en mí; pero yo estaba asombrado de que de todo me creyera capaz una mujer como ella, y de que lejos de aburrirse en mi pobre posada, nunca me manifestara el menor deseo de abandonarla. En cambio, Pilita y Manolo, la una hecha ya un esqueleto y el otro una momia, sólo daban señales de vida para preguntarme cuándo saldrían de allí; y yo no me atrevía a decirles «ahora», porque aunque las calles comenzaban a verse expeditas, y las gentes apaciguadas y en orden, el odio a Valenzuela estaba tan fresco en el corazón del populacho como el primer día; y era muy arriesgado ponerle delante de los ojos cosa tan allegada al aborrecido personaje, como su propia familia.

Un feliz incidente vino a resolver esta dificultad, que ya comenzaba a apurarme un poco. La duquesa del Pico, sorprendida en Madrid por los acontecimientos, y en comunicación con Pilita desde que ésta le descubrió su escondrijo tan pronto como se deshizo la primera barricada, se disponía a pasar el resto del verano en una de las más tranquilas provincias del Norte, en la cual poseía una elegante y bien provista casa de campo. «Acompañadme vosotros -decía a Pilita en el mismo perfumado billete en que la noticiaba aquella su resolución-, y todos saldremos ganando en ello, cuando nos veamos juntos y libres y bien oreados en aquel apacible retiro, a dos pasos de la frontera.»

Pilita me enseñó esta carta, y Clara me pidió mi parecer. Sin vacilar respondí que aceptaran lo propuesto por la duquesa. Nada más cuerdo ni conveniente en aquellas circunstancias, ni punto de refugio mejor situado para esperar el fin del fin de la política borrascosa con entera tranquilidad.

-¿Está usted seguro de que no le engaña su buen deseo de que salgamos de Madrid? -me preguntó Clara subrayando, con toda la fuerza de su vigorosa pronunciación, aquella palabra.

-Mi deseo no puede engañarme -respondí dando igual arrastre a la misma palabra, por si acaso tenía la de Clara doble intención-; porque no es el deseo lo que me dicta el consejo, sino la triste necesidad, que no tiene entrañas.

-Pues cuando quieras, mamá -dijo Clara a Pilita después de pagarme la galantería con un amago de sonrisa y un chispazo de sus terribles ojos negros.

Y Pilita, nerviosa, desconcertada de alegría, tras de abrazar a Manolo, que de gusto hizo dos piruetas y entonó con voz cascajosa un tricota del Matre infelice, de El Trovador, ópera recién estrenada en el Teatro Real, respondió al billete de su amiga; y tal arte se dio su actividad, que antes de una hora quedaba acordado el viaje para tres días después en el coche-correo, el cual esperarían fuera de Madrid para exponerse menos a ser conocidas del populacho.

-Está en Bruselas... ¡y en grande! -me dijo Pilita después de enterarme de todo lo referente al viaje.

-¿Quién? -pregunté yo.

-Valenzuela. Lo hemos sabido por buen conducto. Y también él sabe de nosotros... y de usted; y le está muy agradecido, porque no ignora lo que usted ha hecho por su familia.

-Pues déle usted memorias -dije a aquella pobre mentecata, sin que su hija me lo oyera.

Esto acontecía al empezar la tercera semana de agosto. Para entonces, ya estaba mi padre impuesto de todas mis aventuras y prosperidades, porque había cuidado yo de hacer Regar a sus manos resmas de papeles que las puntualizaban bien y cartas en que lo decía lo que no podían narrarle aquéllos, como mis servicios prestados a la familia de su excelso amigo; cosa que hinchó de honrada satisfacción al pobre viejo, cuya admiración al runflante manchego no había mermado un punto con las atrocidades que de él se escribían, porque las reputaba calumnias miserables de la envidia.

Lamentábase mi padre de que tantas cosazas hechas por mí, tanto renombre y tanta gloria alcanzados en tan poco tiempo, fueran en pro y a beneficio de una causa tan del gusto de los enemigos de Dios; porque este escrúpulo le impedía abrir toda su alma al torrente de emociones que se la asaltaban al verse padre de semejante hijo; pero vime enseguida encumbrado en la alteza del destino que me dieron; halléme con influjo y mangoneo en región tan importante; y yo, que sabía cuáles eran los platos más del gusto de mi padre, escribíle al punto diciéndole: «ya no debe haber Garcías en ese pueblo, ni otro señor árbitro de sus destinos que usted... Corte, pues, y rajo a su gusto, que aquí estoy yo, por ahora, que soy el dictador de la provincia entera».

¡Desde que nació no se había visto en otra el buen hidalgo! Ya podía toser fuerte en su lugar; esgrimir la escoba sobre el suelo en que imperaban los Garcías; hartarse de barrer Garcías, y alzar diez codos por encima de su estirpe aborrecida los venerables monigotes de su escudo nobiliario. Y no se descuidó en hacerlo. Ni el alguacil quedó en pie a los primeros escobazos. Toda la administración municipal se vistió de ropa nueva, al gusto de mi padre, que se quedó sin cargo alguno porque no dijeran de él que le movían vulgares e insanas ambiciones.

«¡Qué bien se está aquí ahora! -me escribía después de darme cuenta de la limpieza que había hecho en el lugar-. Parece que se ha ensanchado el territorio y que se respira en él mucho mejor... Por lo demás -concluía la carta-, las revoluciones son como otras muchas cosas: fuera de su quicio, corrompen; bien regidas, son hasta útiles. Cierto que yo, en principio, jamás podré ser revolucionario; pero por lo que respecta a esta última revolución, tanto me he acostumbrado a considerarla como obra de tus manos, que hoy por hoy, aunque como revolución la deteste, como cosa tuya la miro con cierto amor... y no me estorba.»