Pedro Sánchez/XV
Capítulo XV
editarLa educación que me daban los estudiantes mis paisanos era, como se habrá visto por alguna muestra ya exhibida, muy diferente de la que recibía del extremeño.
La cátedra de café, en el de La Esmeralda, era diaria, y desde que acabábamos de comer hasta la hora de ir a otra parte, o hasta que se disolvía la tertulia por cansancio. La asistencia al café era entonces, y creo que continué y continúa siéndolo, una verdadera necesidad para la gente madrileña: no he visto pueblo más aficionado a cocerse en el baño de María; que no otra cosa es un salón de aquéllos, donde el aire se corta, por lo espeso, el calor asfixia, y el rumor de voces y cuchareteos y el bullir de entrantes y salientes aturden y marean.
Por lo común, no se habla en los cafés, sino que se disputa, o, por lo menos, se grita, pues de otro modo no podrían entenderse los interlocutores. Sin duda por esto no se trata allí cuestión que valga dos cominos, y se echa la lengua sobre nimiedades que se presten a la zumba, o sobre temas que, por su propia naturaleza, traigan aparejada la pasión con todas sus legítimas intolerancias y voceríos. Hay quien da como causa de esto la calidad de los asistentes a esos concursos: estudiantes, artistas, empleados de poco sueldo, jubilados y cesantes, haraganes empedernidos, gentes, en fin, alejadas, por hábito y por necesidad, de los estudios serios y de los negocios graves.
Sea lo que fuere, es lo cierto que hay hombres para quienes esas tertulias son la primera necesidad de la vida, por la taza de café, por las luces, por la bulla, por la concurrencia, por el periódico, por el olor de la atmósfera avinagrada y pegajosa, por el piloncito, o caramelo, o terrón sobrante, según el uso, por cada una de estas cosas y por todas ellas juntas. De estos hombres era un tal Agamenón, que se arrimaba algunas noches a nuestra mesa. Era grandote y áspero, áspero de todo: de voz, de genio, de pelos, de cutis, de palabras y de meollo. Había sido teniente de movilizados, contaría a la sazón medio siglo, era manchego y solterón, y llevaba veinte años en Madrid comiéndose descansadamente el escaso producto de unos censos o cargas de justicia, o no sé qué. Con un periódico en la mano y otro debajo de las posaderas «para después», la taza de café y la copa de ron delante, tan pronto sorbía, como leía, como estornudaba, como metía cucharada en la conversación, o la manaza libre en el platillo de acá o de allá, donde hubiera terrones de azúcar sobrantes. «Hágame»... decía en tales casos, y cuando ya tenía la zarpa en la presa, y lo mismo decía después de quitarnos el cigarro de la boca para encender el suyo, o el vaso de agua, de la bandeja correspondiente, o de tumbar con los hombros al más descuidado de los colaterales, mientras arrastraba la banqueta hacia aquel lado para hacerse más ancho lugar. «Hágame» era, pues, una abreviación de «hágame usted el obsequio», y tanto la repetía, que le pusieron Agamenón.
Pues este Agamenón, amante bestial de Madrid, pero de Madrid por fuerza, es decir, de sus casas, de sus calles, de sus plazuelas y letrinas y mercados, en suma, de cuanto se ve, se palpa y se huele andando todo el santo día de Dios a pata y a la intemperie, como andaba él, tenía la singularísima gracia de creer y afirmar que la culpa de que no fuera Madrid la primera maravilla del universo, pues del mundo sublunar ya lo era en su opinión, la tenía «las infames provincias que la esquilmaban sin caridad con subvenciones para esto y sueldos para lo de más allá, carreteras por aquí y puertos por el otro lado». Es texto suyo, que le oí soltar muchas veces. Para aquel hombre singular, el dinero del Erario era del manantial de Madrid. Si, por ejemplo, se secaba un árbol de los pocos y malos que había y tenía él muy contados, exclamaba al relatar el suceso:
-Yo lo creo, ¡barraganes! En cambio, vaya usted por esas infames provincias, y verá bosques enteros de árboles como navíos... Para ésas nunca falta dinero en el Tesoro de Madrid... Ya les daría yo... ¡barraganes!
Cuando nuestra tertulia se deshacía, o cualquiera de las varias a que él se arrimaba, porque se arrimaba a muchas, íbase con los suyos, que eran cuatro o cinco originales por el estilo, que se acomodaban en la mesa más cercana al mostrador. ¡Barraganes, y qué peloteras se armaban allí en cuanto Agamenón llegaba!
Como mis amigos le tenían bien estudiado, sacaban gran partido de él buscándole las cosquillas, que bien a la vista estaban.
Uno de ellos le dijo, la primera vez que yo lo tuve delante:
-Presento a usted este caballero que acaba de llegar de provincias.
-Ya se le conoce -respondió el hombrazo, mirándome con mal gesto, y añadió-: Vendrá a lo que todos los de esa banda: ¡a medrar aquí a nuestra costa!
Cargáronme soberanamente la grosería, la voz, la cara, el gesto; el hombre, en fin, de pies a cabeza; tomé la cosa por lo serio, y le solté tal andanada, y tan de corazón, que yo mismo, que no recordaba haberme enfadado jamás, me asombré de lo mucho que se me ocurría y de lo elocuente que estuve. Aplaudiéronme los estudiantes con el piadoso fin de echar más leña al fuego en que se quemaba el otro, y lo lograron, porque Agamenón se puso hecho un jabalí, y solamente se le bajaron las cerdas y escondió los colmillos cuando me vio dispuesto a pegarle un botellazo, si él por su parte trataba de acudir a razones de parecido calibre. Después revolvió la banqueta sin levantarse de ella, tumbando con las patas otras dos desocupadas; y se fue gruñendo, con un periódico en cada mano y el bastón debajo del brazo.
Explicáronme entonces mis amigos lo que era aquel animal que parecía un hombre, y me pesó lo que había hecho; pero Matica, que estaba presente, aprobó en serio mi conducta y me saludó en broma como al Cicerón abrumador de aquel estúpido Catilina. ¡Y vaya si me dio cierta consideración entre las mesas circunvecinas aquel lance! y aun cierta soltura y como un poquillo de afición a la frase oratoria, para las sucesivas, pero amistosas controversias, en que tomaba yo parte muy activa con mis compañeros y paisanos. a estos lances se refería Matica, sin duda alguna, cuando ponderaba mis «pompas de jabón».
En cuanto al hombrazo aquél, volvió a la noche siguiente a nuestra mesa, tan fresco como si nada hubiera pasado entre nosotros, de lo que me alegré mucho, porque, sabiendo lo que era, me divertían sus originalidades.
Uno de mis amigos (el de la montera asturiana) tenía una novia. Comenzaron por hacerse gestos detrás de las vidrieras, siguieron las cartitas por debajo de la puerta, y concluyó la novia por franquear las suyas a mi amigo. Encarecíame éste los ratos que pasaba adentro, y yo no lo ponía en duda. Según él, todo era allí patriarcal y amoroso como una égloga de Garcilaso, todo sencillez, todo familia, en el sentido más dulce de la palabra. La novia, Trinis, era un ángel intus et foris; su hermana mayor, Luz, un tipo de vestal romana, con las virtudes y el arreglo de una monja paulista; la madre, una santita de Dios, y su padre, un patriarca bíblico. Además, solían bajar algunas noches las del cuarto piso y subir las del segundo; y como había un pianejo regular en la sala, se bailaba los domingos, y en las noches de entre semana cantaba Luz tres melodías a cual mejor; en fin, que se pasaba allí muy bien el tiempo. Mi amigo se había tomado la libertad de anunciar mi presentación en aquella casa, a título de mayorazgo rico y soltero, que había ido a Madrid a ver el mundo, y ellas, que me conocían ya por haberme visto en la calle con él, esperaban mi visita con vivísimos deseos. De manera que con este solo motivo (sigue discurriendo mi amigo) yo no podía, decentemente, dejar de entrar en la casa. Además me convenía, para ver y aprender un poco de todo, e irme instruyendo y soltando en los usos y procedimientos del trato social. Las reuniones eran de entera confianza; podía ir con lo puesto, sin gastar un ochavo: a lo sumo, un par de guantes de medio color, no por la casa precisamente, sino por mi propio lustre.
¡Grandísimo tuno! Lo que en mí iba buscando era un cirineo que cargara en la tertulia con la cruz de toda la familia, para dedicarse él, con mayor fruto y sosiego, a la empresa que le llevaba allí. Pero me dejé presentar de buena gana, porque también yo pensaba que me convenía saber de todo, si estaba a mis alcances.
Si las hubiera habido en la casa, me hubieran recibido con volteo de campanas; y lo afirmo porque, a faltas de ese agasajo, me hicieron cuantos podían hacerme aquellas excelentes personas. «¡Tenemos tantísimo gusto!... ¡Pase usted!... ¡Más adentro!... ¡Aquí, en la butaca!... ¡No, en el sofá!... ¡Deje usted el sombrero!... ¡Trae esa luz al velador, Trinis!... digo, si no ofende a la vista... ¡La pantalla verde!... ¿Por qué se ha quitado usted el abrigo?...» Y yo, a todo esto, cabezada va y encorvadura viene, apretón de manos aquí, cumplido allá, sin saber a quién, porque toda la familia me rodeaba y se movía y hablaba a un tiempo; y en el sitio en que empezaba una de las hijas, concluía su papá: parecía que estábamos jugando a las cuatro esquinas.
Al fin se calmó aquello y nos sentamos todos: Trinis junto a mi amigo, en el rincón de la derecha; Luz a mi izquierda; su mamá al otro lado, y junto a ésta; en una butaca su papá. Y empezó la sesión con todas las majaderías y vulgaridades de costumbre, sobre si me gustaba Madrid, y cuánto tiempo hacía que había llegado; si le veía por primera vez; si echaba de menos a mi país; si tenía buenas noticias de mi casa...
El señor de la en que me hallaba (y comienzo por él por tenerlo enfrente), don Magín de los Trucos, era bajito y regordete, y muy corto de vista, de brazos y de cuello; tenía peluca y unos asomos de patilla rala y entrecana, recortada a la altura de los oídos. De allí para abajo, todo era moflete limpio.
-¡Conque de las Montañas de Santander! -exclamó con voz algo atiplada, enfilándome los anteojos y restregándose las manezuelas.
-Para lo que ustedes me manden -respondí yo, muy fino, golpeándome suavemente la boca con el puño del bastón.
Por cierto -añadió don Magín cambiando de postura en la butaca y buscando con la voz los puntos más graves que podía alcanzar-, que la última vez que yo hablé de ese país, fue ocho años hace con mi pobre amigo Trigales, con motivo de necesitar éste una nodriza para su sobrina. ¡Qué coincidencias tan extrañas se ven en la vida! Tal como hoy hablamos de la Montaña, y quince días después se moría mi amigo de una pulmonía. ¡Vea usted qué casualidad!
No la veía yo tal; pero asentí a la exclamación con otra parecida; y saltó la señora de don Magín, y dijo:
-El año pasado me regalaron unas amigas mantequilla de las Montañas de Santander. ¡Qué rica era con el chocolate! Abundará mucho allí, ¿no es verdad?
Volvíme para responder a esta señora, y entonces reparé en que era el vivo retrato físico de su marido; y más que su mujer, parecía su hermana mayor, porque representaba más años que él, y aun era más barriguda y fuerte de voz, y quizá de barba.
-Es lástima -continuó-, que esa tierra no sea más conocida, porque me han dicho que es muy pintoresca, y está toda llena de pasiegas... y de peñascos espantosos.
Advierto que por entonces, «todo Madrid», incluso los literatos, tenían de la Montaña la misma idea que la señora de don Magín de los Trucos; el cual, sin darme tiempo para responder a lo expuesto por doña Arcángeles (que así se llamaba su mujer), díjome:
-Y de política, ¿qué tal se anda por allá? Mal, supongo yo; porque ustedes, atentos a sus rebaños, a sus boronas y a sus besugos... Hombre, ¡qué casualidad!, el mismo día que comí yo besugo la última vez, ahora por Navidad va a hacer un año, me tocaron cuarenta y dos reales a la lotería primitiva. Mire usted que es raro, ¿verdad? Pues como decía, aquí, en cambio, hallará usted los ánimos hechos una pólvora con eso de las economías de Bravo Murillo: unos, porque si no sabe lo que se trae entre manos; otros, porque si lo sabe con exceso, y que zurra y que dale... ¡y vea usted qué casualidad más rara!, el mismo día en que fue nombrado Bravo Murillo presidente del Consejo, cumplí yo sesenta y dos años y perdí la última muela que me quedaba en la boca... Por lo demás, caballero, aquí hallará usted una pobreza, si se quiere; pero confianza y buen deseo, como sabe muy bien su amigo de usted desde que nos honra con su presencia. Luego vendrán las chicas de la vecindad; y con éstas, que son también animadas de por sí... en fin, se pasa tal cual el rato.
Uno bien largo duró todavía este sabroso tiroteo del apreciable matrimonio, sin dejarme meter baza, siquiera con unos cuantos monosílabos de cortesía, mientras Trinis y su novio no daban paz a la lengua (muy bajito), ni a los ojos, y jurara que ni a las rodillas, y Luz se entretenía a mi lado jugueteando con los colgantes del cinturón de su vestido.
Al fin se marchó con mi venia don Magín, pretextando ocupaciones urgentes en su despacho, y poco después, con parecida excusa, su dignísima señora. Quedéme solo con Luz. Solo digo, porque Trinis y el estudiante se conceptuaban a solas también. Miróme Luz entonces, como diciéndome: «a ti te toca empezar», y respondí yo con otra mirada, sin ocurrírseme cosa mejor que decirle,
No era tan «vestal» como me había pintado mi amigo; pero sí resto muy agradable de algo parecido a ello. Estaba un tanto marchita y como trabajada por largos y malogrados deseos de cambiar de vida; pero aún eran bellos e insinuantes sus ojos, blanca y apretada su dentadura, y esbelto y bien contorneado su talle. En cambio, su hermana rebosaba de juventud y frescura. Era toda una guapa moza, quizá con exceso metida en carnes, por ser de talla menos que regular. Para ángel, como la había llamado su novio, me pareció demasiado maciza. Lo que era, sí, muy pegajosa; y eso bien a la vista estaba.
Como yo no rompía a hablar, lo hizo Luz con las generales de la ley; y en esto estábamos candorosamente entretenidos, cuando comenzaron a llegar los contertulios del cuarto y del segundo: entre todos, diez personas por el estilo de las de la casa, en cuanto a pelaje y flaccidez del atavío; pues en lo que toca a nutrición, si se exceptúa a Luz que no pecaba de rolliza, la familia de don Magín era mucho más lucida que las otras, que se descomponían en cuatro papás (dos matrimonios, se entiende), cuatro señoritas y dos muchachones deslavazados, zanquilargos, orejudos y narigones, de voz bronca y desentonada, y algo cortos de mangas y perneras, como que estaban en el período de muda. Eran estudiantes de San Isidro, con ánimos de ir para boticario el uno, y para ingeniero el otro, y comenzaban entonces a bailar en familia, para irse haciendo a la buena sociedad. En este punto, lo mismo que yo. Entre tanto, habían vuelto también a la sala don Magín y su señora, y me fueron presentando a todos y a cada uno de los recién llegados, a título de «caballero principal de las Montañas de Santander, soltero, que viajaba por recreo».
Y ya la tertulia en pleno, y sin dejar que se sentaran los que aún estaban de pie, comenzó don Magín a dar recias palmadas y grandes voces para imponerse a la algarabía que reinaba allí; y empujando a éste y apercibiendo a aquél y haciendo que se sentara al piano una de las señoritas del segundo.
-¡Ea! -gritó cuanto pudo-. ¡A bailar se va!
Después metió el velador del centro en el gabinete, y fue arrimando a la pared las butacas y cuanto estorbaba en la sala, que no era grande. Cubría su suelo embaldosado una estera de cordelillo, y colgaban de las paredes dos grandes cuadros bordados con felpilla (un Divino Pastor con su borrego, y un Bautismo del Salvador en el Jordán), obras ambas de las niña. cuando iban al colegio; un espejo de trapo, un reloj de centro y dos pastores de cascaritas, cosa muy estimado, entonces en Madrid; un grupo al daguerreotipo, de toda la familia, y un tirador de campanilla, ancha cinta de seda terminada en un anillo de latón dorado; la sillería era de caoba vieja y damasco de lana verde marchito, como la cinta y como el papel de las paredes, en cuyos ángulos había rinconeras con tazas y platillos de porcelana, toreros de barro y otras baratijas.
Rompimos el baile Luz y yo, por todo lo fino, y Trinis y su novio, que parecían el papel y la oblea por lo pegados que iban. Los demás se arreglaron como pudieron. Y así, con ligeros descansos Y trocando las parejas (menos mi amigo, que no soltó la suya un momento) y con dos melodías cantadas por Luz, bastante mal, hasta las once de la noche.
Al despedirme, empeñada ya mi palabra de volver «a menudo», díjome Luz:
-Sé que es usted poeta, y me va usted a hacer un favor.
Asombréme de que tal supiera, y díjome que lo sabía por mi amigo. El tal amigo se había despachado a su gusto.
-Suponiendo que lo fuera -respondí yo-, ¿qué favor puedo hacer a usted con serlo?
-Honrar mi álbum escribiendo algo en él.
¡Su álbum! En aquel tiempo estaba el álbum en todo su auge y en la fuerza de su esplendor. Todo el mundo tenía álbum, y al hombre más inofensivo se lo enviaban a su casa para que «pusiera algo» en él, cuando no se lo metían por los ojos, de sopetón, para que en el acto escribiera «alguna cosa bonita». Sin embargo, como la oferta del álbum era una patente de capacidad, había hombres que se pagaban mucho de esas ofertas y hasta las solicitaban con intrigas. En descargo de mi conciencia, declaro que en aquella ocasión me infló un poco la vanidad la oferta del álbum de Luz a título de poeta, aunque me constaba que me había levantado ese falso testimonio el novio de su hermana. Acepté, pues (no sin remilgos y protestas de fingida modestia), y Luz me entregó el libro, o mejor, el estuche que lo encerraba.
Lleváronme casi en volandas hasta la puerta, donde puede decirse que se despegaron Trinis y mi amigo; y pregunté a éste en cuanto nos vimos en la calle:
-Pero, alma de Dios, ¿adónde piensas llegar (me tuteaba ya con todos mis compañeros de posada) por ese camino?
-¿Por cuál? -preguntó, a su vez, mi amigo.
-Por ese en que te he visto toda la noche con tu novia.
-Pues nos dejamos conducir tan guapamente.
-Ya; pero ¿hasta dónde?
-Hombre... pues todo lo más allá que yo pueda. -Y añadió, arrimándose mucho a mí-: ¡Ay, Pedro Sánchez de mi alma! no me dejes, no me abandones. ¡Si vieras qué beneficio nos has hecho! ¡Sin ti no soy hombre: tengo que atender a todo; estar en todo, especialmente cuando no es noche de tertulia; ser joven atento y fino con los papás, y, al mismo tiempo, apasionado galán de mi novia; y como la familia ya sabe que lo soy, y en tal concepto me abrió las puertas, tendré que hablar de mis honestos fines, y apuntar propósitos para mañana, y deslizar noticias de mi familia y bienes; y esto no puede ser, porque me reiría yo de mí mismo...! Pero estando tú... ¡oh!, tú lo llenas todo: todos te miman, todos te escuchan y casi te adoran; y al amparo tuyo... ya la has visto... ¡Ay, qué noche, Pedro Sánchez!
-¡Cáspita! -exclamé, apartando de un codazo al fogoso novio de Trinis, ¡pues me honras con el oficio que me das!
-¿Por qué no haces tú lo mismo con Luz? -preguntóme, volviendo a arrimarse a mí-. Pues yo contaba con eso, porque ella está deseándolo... ¡Y mira que es guapa...!, y hasta un poco sentimental, como a ti te gustan... ¡Y digo!, al ver ella que un mozo de tu estampa..., porque, sin adularte, la tienes de primera; y que, además, es mayorazgo rico que viaja para ver mundo, y quizá casarse a su placer... Vamos, que será las puras mieles. ¡Te digo que no merecerás perdón si desaprovechar la ganga...! Mira qué pronto se largaron los papás en cuanto te vieron arrimado a ella.
-Pero ¿en qué casa me ha metido? -pregunté con la mayor ingenuidad a mi amigo, al oírle hablar así.
-Pues en una casa muy honrada -me contestó.
-¡Mucho, cuando se consienten y hasta se preparan esas cosas!
-Así y todo. Óyeme. Del tipo de esta familia las hay a centenares en Madrid: viven de una jubilación, de un destinillo, de una renta mezquina..., de cualquier cosa; pero viven, y no deben nada a nadie, y son buenas y hasta devotas. Pero tienen la manía de los novios para «las chicas»; y llega uno de éstos, y se va, y no vuelve; y no escarmientan; y reciben otro, o le buscan, y se larga también, y aun se dan casos de llevarse algo que no tiene vuelta posible; y tampoco escarmientan: a otro enseguida; ¿es un estudiante?, él acabará la carrera; ¿es un desdichado sin empleo?, él mejorará de posición; ¿es un cadete?, él llegará a general. Lo primero es que haya novio; ¡novio a todo trance! Aquí donde me ves, hago el número cuatro de los que ha tenido Trinis a las barbas de sus adorados papás. ¡Sabe Dios el que harás tú en la larga lista de los de Luz, si te decides a requebrarla...!, que sí te decidirás, por la cuenta que nos tiene.
El demonio me lleve si no me entraron ganas de estrellar el álbum que conservaba bajo el brazo, contra los adoquines de la calle, al oír al pícaro estudiante. No me había forjado yo grandes ilusiones con el recibimiento que debí a la familia de don Magín de los Trucos, puesto que sabía que fueron causa principal de él los falsos informes de mi riqueza dados por mi amigo; pero ¡tanto como escribir coplas por lo fino a una mujer así...!
-Pues tómala como se te presenta, bobo -dijo mi acompañante respondiendo a estos reparos-; y ¡a vivir! Después de todo, ¿qué te importa si no te has de casar con ella? ¡Cuando te digo que te resiente, mucho del país...!
Y era verdad que me chocaban extraordinariamente aquellas costumbres nunca por mí vistas ni soñadas.
Cuando llegamos a casa y me encerré en mi dormitorio, mi primer cuidado fue abrir el estuche para ver el álbum. Tenía tapas forradas de terciopelo azul, con esquineros y el rótulo del centro dorados. Le abrí, y, arrimándome al velón, comencé a hojearle. Me asombré. Estaba lleno de todos los imaginables artificios poéticos. Había acrósticos hacia arriba, hacia abajo, de través, en diagonal, a la derecha y a la izquierda; estrofas en forma de cáliz, de guitarra, de cruz, de pirámide y de reloj de arena; sonetos encerrados en orlas de pichones con guirnaldas en el pico; seguidillas encestadas... ¡qué sé yo!, y el nombre de Luz en cada copla; y Luz cantada por todas partes: por los dientes, por los ojos, por el pelo, por el talle, por la voz y por cuanto a la vista estaba y mucho más. Las firmas eran de Eduardo López, Arturo Díaz, Santos Perales, Alfredo Granzones, y así por el estilo. Yo elegí el cuello por estar casi intacto en el álbum; y en cuanto me hube acostado, «discurrí» materiales para dos décimas, sin que se me quedara perdido en la memoria un solo voquible del catálogo usual y pertinente al caso: tornátil, ebúrneo, alabastrino, mórbido, níveo..., nada se me olvidó. Al día siguiente escribí, a pulso y pareadas, las dos décimas; las separé con una flecha punta arriba, y firmé con mi nombre y apellido completos; que bien podían estar tranquilamente allí donde había tantos que no valían más que ellos, ni sonaban mucho mejor. Encima de todo escribí, en gruesa francesilla, que sabía yo hacer muy bien: Al cuello de Luz; y se lo llevé por la noche.
Ahora querrán saber ustedes en qué paró aquella historia. Pues paró en que, al cabo, «me declaré» (como decíamos entonces) a la hija mayor de don Magín de los Trucos. Pero ¿cómo no hacerlo, si me echaba unos ojos, y se arrimaba tanto, y me respondía de un modo...! Luego, aquellos estúpidos papás, lo mismo era vernos juntos, que nos dejaban solos, enteramente solos; porque la otra pareja, cada día estaba más distraída y apartada.
Y una noche, saliendo, me dijo mi amigo sonriéndose:
-¿Piensas tú volver?
-¿Y tú? -preguntéle yo a mi vez, y también algo risueño.
-Yo no -me respondió.
-Pues yo tampoco.
Y no volvimos más.