Capítulo XIV

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Al fin, logré romper el cerco misterioso, no sé si a la undécima o a la duodécima tentativa, y penetrar en el encantado recinto. Allí estaba el santón pomposo, repantigado en alto y bien mullido sillón, sobre peluda alcatifa, algo raída a trechos y no del todo limpia, entre cónicos cestos de papeles rotos, medio embutido en la panza de un escritorio negro, cerca de una chimenea, negra también, debajo de un retrato de la soberana, y con un puro de a tercia entre los labios.

Soltó unos papelotes que examinaba cuando yo entré; y tomando con la zurda el cigarro que chupaba, díjome, sin hacer caso de las palabras de cortesía que, pálido y temblando, le dirigí:

-Ya sé que anda usted por aquí a menudo. ¿Qué se le ocurre?

-¡Buenas y gordas! -dije para mí, sintiendo a modo de un escalofrío en todo el cuerpo; y respondí en voz alta y tartamudeando:

-Pensé que Vuecencia (no me apeó el tratamiento) recordaría lo que tuvo a bien ofrec... prop... digo, indicarme en mi lugar... Por eso vine desde allá hace tres semanas...

-Creo recordar, en efecto, que, deseando usted un destinillo, le prometí hacer algo en su favor.

-Eso es -respondí, con el alma a los pies.

-Pues estoy en ello, señor Sánchez, estoy en ello -añadió serio y aparatoso, y dejando caer sus palabras como si me las diera de limosna-; pero no puedo en estos días... ¡no puedo!... ¡no puedo!... Veremos si un poco más adelante... Vuélvase usted por ahí a menudo para recordármelo...

En esto, cogió otra vez los papelotes, llevó de nuevo el cigarro a la boca, y viendo que yo permanecía enfrente de él atusando la felpa del sombrero.

-¡Vuélvase, vuélvase! -me dijo casi en el mismo tono con que se echa un perro a la calle.

En virtud de lo cual, hice una reverencia y salí, temblándome las piernas y viendo chiribitas delante de los ojos.

¡Qué hombre, Dios mío! Bien que no me cumpliera lo que me habla ofrecido; pero ¿por qué me trataba con aquella frialdad y aquel desdén? ¡Ni siquiera las buenas palabras y la afabilidad de otras veces! ¿Le cogería en mal cuarto de hora? ¿Le abrumaría el peso de los negocios? ¿Le habrían incomodado mis asedios? ¡Pero si él me los aconsejó en mi lugar... y acababa de aconsejármelos de nuevo; y por eso precisamente había ido yo a Madrid, y desvalijado a mi padre y a mis hermanas, y estaba gastando lo que no me pertenecía! ¿Cómo me callé como un idiota, cuando pude haberle confundido respondiéndole esto y lo otro y lo de más allá? Pero bien mirado, mejor era así, porque si se sulfuraba de veras y me cerraba las puertas y renegaba de mí... Después de todo, estaba al comienzo de la empresa; y con un poco de tacto, mucha paciencia, otra visita a Clara que, al cabo, era lo más atento de la familia... Y con esto, y mucha fuerza de voluntad y el apego que iba tomando a la corte, consoléme; y tan pronto como llegué a la posada, escribí a mi padre diciéndole que el asunto marchaba bien, aunque despacio; que el señor don Augusto acababa de repetirme, después de colmarme de atenciones (como me colmaba toda su familia, cada vez que la visitaba), que no me olvidaba un momento, y que pronto me daría pruebas de ello...

Verdad que aquel día andaba yo un poco preocupado con una empresa que debía acometer por la noche; la cual empresa consistía en bailar por primera vez en Capellanes, considerándome ya muy apto para ello, no sólo por el propio convencimiento, sino por el dictamen de mis amigos y compañeros de hospedaje, uno de los cuales, al son de la flauta que tocaba otro, me había dado las necesarias lecciones prácticas de baile en la salita de la posada, que estaba siempre a disposición de los huéspedes y de los amigos de los huéspedes, que eran muchos, aunque ninguno de ellos valía a mis ojos lo que Matica.

Este endiablado extremeño me sorbió los sesos desde el día en que le conocí. Me daban miedo su frialdad de espíritu, su imperturbable continente, lo crudo de sus ideas políticas, su fe sospechosa, las liviandades de su obscena musa, y su lengua acerada y mordicante; pero me arrastraban cautivo los donaires de su conversación, su altísimo ingenio, su frase castiza y pintoresca, su elocución fácil y sobria, la originalidad de sus juicios, el vigor artístico con que los imponía y acreditaba, y, sobre todo, la agudeza, fluidez y gallardía de sus versos incomparables. Hasta su cuerpecillo delicado, por lo armónico de sus partes y el aseo y buen gusto con que le ataviaba, me atraía.

¿Cómo, cuándo y de qué nació la estimación en que me tuvo desde que nos tratamos superficialmente en la posada, y la cordial y bien notoria amistad en que esta estimación se convirtió después? ¿Conoció la admiración que yo sentía por él y halagó esto su vanidad? No es creíble en un mozo de tan superior entendimiento. La razón del cariño subsiguiente ya es más obvia: hice de él, poco a poco, mi guía y mi consejero en todo lo intelectual y recreativo; y como no pecaba yo de impertinente ni dejaba de sacar fruto de las lecciones recibidas, Matica se complacía en dármelas a cada instante; de la cual manera nació en nosotros el mutuo y arraigado afecto que a menudo se ve entre un maestro entusiasta por la profesión, y un discípulo dócil y muy aprovechado, sin que la intensidad de este afecto altere las distancias ni confunda las jerarquías.

Debía yo a Matica, entre otras atenciones delicadas, la de no traer a cuento jamás, en nuestras particulares conversaciones, las verdes crudezas de su especial humorismo; no sé si porque conocía mi repugnancia instintiva a ese género de desnudeces, o por no desprestigiar delante del discípulo su autoridad de maestro. Inclínome a lo primero, porque se aviene mejor con una cualidad, especie de pudor artístico, que brillaba en Matica como una de las mayores contradicciones aparentes de su carácter. Es, pues, de saberse, que aquel empecatado mozo que en la intimidad de sus amigos, de sobremesa o en la de un café, despellejaba con una frase la honra mejor acorazada, o enrojecía a la misma desvergüenza con una copla indecente, no podía sufrir una palabra mal sonante en medio de la calle, ni un pasaje de sospechosa pulcritud en un periódico o en un libro o en el teatro; detestaba la zarzuela, y no había que mentarle los bailes públicos. Llamo yo a esta cualidad «aparente contradicción» de su carácter, porque cabe en lo humano, y hasta es usual y corriente, tener el sentimiento de lo bello, admirar el orden y todas las virtudes fuera de casa, y pecar del vicio contrario dentro de la propia. Juraría que en los mejores códigos del mundo han andado algunas manos así.

He vuelto a sacar a colación a Matica, porque desde la hora y punto en que las despabiladeras de mi protector me demostraron bien claramente que mi pleito, aun ganándole yo al fin, había de durar mucho, me propuse sacar el mejor partido posible, en bien de mis gustos o inclinaciones, del terreno en que me hallaba y de los recursos que tenía a mi disposición. El principal de éstos era, a mi entender, Matica; y a él acudí tan pronto como hube satisfecho mi brutal antojo de estrenarme en Capellanes como danzante. Sucedió lo que yo esperaba: cogí un hartazgo de restregones y zancadas, y una ronquera al salir a la calle con la camisa pegada al cuerpo, los huesos macerados y las narices atascadas de polvo y de pelusa, y en ocho días no quise ni que me hablaran de semejante barbaridad. En descargo de mi conciencia, declaro que nunca fui gran devoto de ese pasatiempo, más propio de salvajes que de hombres cultos que se estiman en algo.

Ya he dicho que mi pasión dominante fue el teatro desde que le hube gustado por vez primera; pero aún lo fue en más alto grado en cuanto logró satisfacerla en compañía de Matica, el cual tenía entrada libre y asiento gratis en los principales coliseos de Madrid, por sus intimidades con poetas, actores, empresarios y periodistas, y era tan aficionado como yo a esta clase de entretenimientos. Digo que experimentaba en tales ocasiones y al lado del agudo extremeño nuevo y más sabroso placer, porque sus advertencias y juicios, lo mismo sobre las obras que sobre sus intérpretes y accesorios escénicos, iban perfeccionando poco a poco mis rudimentarias y naturales aptitudes, depurando mi gusto, educando mi sentimiento y poniendo a su alcance y al de mi percepción las bellezas y los secretos del arte; comparaba pasajes con pasajes, obras con obras, autores con autores, comediantes con comediantes, géneros con géneros, estilos con estilos, y épocas con épocas; y de este modo iba haciéndome insensiblemente explorador y casi ciudadano de una región totalmente ignorada de mí hasta que la columbré por casualidad desde una galería del teatro de Variedades, y sin idea alguna de su extensión y riqueza hasta que el experto guía me puso dentro de sus linderos. Vi varias comedias del teatro antiguo, y leí muchas más, y hasta hube a las manos, siempre por mediación de Matica, los inapreciables Orígenes, de Böhl de Faber, en una hermosa edición de Hamburgo; con lo cual, los nombres de Naharro, Lope de Rueda, Juan del Encina, etc., me fueron tan queridos y familiares como los de Lope de Vega, Tirso, Moreto, Rojas y Calderón. No estaba tan boyante el teatro español como en aquel siglo de colosales ingenios, en las humildes calendas a que me refiero; mas no por ello me merecían menos respeto y admiración los escasos poetas que sostenían la patria escena con sus creaciones. ¡Cuán exiguo era el número de éstos, y qué escaso el positivo valor de la mayor parte de las obras!

Lo que más abundaba eran las traducciones y arreglos del francés; y como la zarzuela comenzaba a estar de moda, a pergeñar libretos de zarzuelas se daban no solamente los escritores que no valían para otra cosa, sino muchos de los que preferían a los lauros de Talía, el lucro positivo con que les brindaba la musa cascabelera de la plaza del Rey.

Volviendo a lo interrumpido, digo que también me hablaba Matica, en ocasión oportuna, de las damas y caballeros que ocupaban las principales localidades. De muchas y de muchos sabía curiosísimas historias y anécdotas muy interesantes; y como el Madrid de entonces era pequeño, y relativamente exigua su buena sociedad, y a ésta pertenecían las gentes que eran «ornamento de los teatros», y este ornamento no pasaba de ser un simple trasiego de un mismo público a diferente vasija, resultaba que con verme siempre entre las mismas personas y conocer las respectivas historias, parecíame estar viviendo en familia, lo cual doblaba a mis ojos el interés del espectáculo.

Que en muchos de ellos tropecé con la familia Valenzuela, no necesito decirlo. ¡Y de qué buena gana le hubiera dicho a Matica alguna vez: «¡Cuénteme usted algo de esas gentes»; pero el temor de que el desenfadado cronista confirmara mis recelos, y con ello deshiciera el castillo de mis esperanzas, me contenía. Lo extraño es que no se le ocurriera a él ese algo sin que se lo apuntara yo. ¿Me juzgaba, por lo que me había oído hablar de esa familia, recién llegado yo a Madrid, más ligado a ella de lo que en rigor estaba, y me guardaba la consideración de no desollarla viva delante de mí?... Porque era imposible que aquellas gentes, siquiera Pilita Y Manolo, no tuvieran flaco en que cebarse la acerada lengua de mi amigo.

Como el buen mozo del teatro de Variedades no solía faltar nunca entre los más asiduos concurrentes al palco de esta familia, pregunté una noche a Matica:

-¿Quién es ése?

-Ése es Barrientos -me respondió.

-¿Y quién es Barrientos? -insistí.

-Pues Barrientos -insistió él también.

-Ya me entero.

-Pues no se dan otras, señas, sin ofensa del que pregunta, del sol, de la lluvia, del aire; y ese mozo es aquí como el aire, como la lluvia, como el sol, porque es Barrientos, nombre que tiene usted obligación de conocer, llevando dos meses de residencia en Madrid.

-Pero ¿es pariente de esa familia, o amigo o qué?..., porque le veo muy a menudo con ella.

-Barrientos es un personaje que «revienta de buen mozo», concepto que se lee en su frontispicio resplandeciente, tan pronto como se le mira; pertenece en cuerpo y alma a esa región de preferencia que se llama gran mundo; y tal es la fama de sus galantes proezas en él, que no hay familia en Madrid, con derecho a llamarse distinguida, si te falta, especialmente en público, la intimidad de Barrientos, el cual explota a maravilla las ventajas de tan alta preeminencia. Además, monta bien a caballo, y cuenta, según la fama, algunos triunfos de mérito en otros tantos lances de honor; tiene todas las grandes cruces, un cargo de lustre en Palacio, y, sobre todo, mucho dinero. Un dato que puede ahorrarle a usted una pregunta: a veces juega por tabla; quiero decir que no siempre que toma una posición es para quedarse en ella, sino para batir otra con mayor comodidad.

Dime por enterado, y no preguntó más a mi amigo.

Recorriendo las calles se valía éste del mismo procedimiento para lo que llamaba yo desasnarme, y él ponerme al uso. Delante de las librerías hablábamos de los libros de recreo, y especialmente de la novela, que entonces estaba menos que en pañales en la patria del Quijote. Me indicaba las menos malas entre el inmenso fárrago de las traducidas, y las rarísimas buenas de las españolas, y hasta me largaba substanciosos párrafos sobre la historia y vicisitudes de este ramo de la literatura nacional, y me exponía sus caracteres propios, sus peculiarísimas condiciones, y los puntos en que debía diferenciarse una novela de costumbres españolas de las que con tal rótulo se exponían en los escaparates, escritas a destajo en perverso castellano, y vaciadas en moldes extranjeros, por literatos salidos de pronto del mostrador de una botica, y hasta de los talleres de los sastres. Pero en este particular, aunque me lo callaba muy bien, rara vez íbamos de acuerdo el maestro y el discípulo, no porque no reputara yo por muy cuerdos sus dictámenes, sino porque en lo referente a novelas, y como ya lo tengo advertido, contra lo que el buen sentido propio y el parecer de Matica me aconsejaban, entraba con todas; y cuanto más farragosa y más novelón era la obra, más me seducía. En la comedia, en cualquier otro libro de imaginación, saboreaba la frase y el estilo, los donaires y las filigranas; pero en las novelas, siempre los argumentos... ¡Ah los argumentos!... Las sorpresas, lo desconocido... lo inesperado, las anagnórisis, que dijo el pedante: ¡sobre todo, las anagnórisis! Andar tres docenas de personajes, blancos unos, negros otros, éste banquero, mendigo aquél, duquesa aquélla, menestrala la otra; aquí un niño sin madre, allá un padre sin mujer, y media carta resobada, y el relato de un incendio, con un cadáver calcinado y un pastor que lo vio y se quedó mudo de repente, y es el único personaje que podía delatar al criminal, que es un caballero tétrico e intratable que vive en una quinta solitaria... ¡y el diluvio de cosas!; andar, digo, deslizándose todo ello, sombrío y altisonante al mismo tiempo, por las encrucijadas misteriosas del asunto, dejando un cabo suelto en cada bardal, quiero decir, capítalo; y cuando ya nadie se entiende allí, y la novela es un montón de acontecimientos y una maraña de personajes, y están las pasiones para reventar, las víctimas extenuadas de hambre, rotas y descalzas y a las puertas de la cárcel, y los pícaros con el fruto de su rapiña asegurado, y el pastor haciendo contorsiones delante del juez conmovido, para romper a hablar, porque de pronto se descubrió un medallón o una cicatriz en el pecho del niño desvalido, o una marca con corona en el pañuelo de la menestrala, los rencores se calman, el acero se cae de las manos, el hombre malo prorrumpe: ¡hijo mío!; el hijo: ¡padre!; la duquesa: ¡hija!; la menestrala: ¡madre mía!, confundiéndose todos en un cuádruple abrazo, mientras el pastor exclama con un bramido formidable: ¡bendita sea la providencia de Dios!, y el juez, soltando la vara, repite, mirando al cielo: ¡bendita sea! ¿Hay nada más dramático y conmovedor? Todos estos lances me ponían a mí carne de gallina, me oprimían el corazón y la garganta, y arrancaban mudas lágrimas de mis ojos.

Pues no digamos nada de las de intriga caballeresca, y las románticas de amor fino, como una que todavía recuerdo, en un tomo colosal, si no eran dos, obra de la triste imaginación de un poeta muy sonado en aquellos tiempos, no sé si por lo resonante de su firma o por lo mucho que gemía en verso y en prosa en liceos y en periódicos. Titulábase la novela La enferma del corazón, y a pique me puso su lectura de padecer yo la misma enfermedad que la heroína. De El judío errante, Los misterios de París, Los tres mosqueteros con todas sus consecuencias, El hijo del diablo, El conde de Montecristo, y otras que por entonces imperaban en el gusto público, no necesito decir hasta qué extremo me emborrachaban.

De líricos, tampoco andábamos sobrados; pues los buenos, o estaban ausentes de España o dados a la política o tenían enfundado el laúd; y de los malos no quiero hablar, aunque mucho me habló de ellos Matica para ponérmelos por ejemplo de lo abominable y vitando.

A todo esto, tenía yo un memorión colosal, y una singular disposición para asimilarme el estilo y la estructura de las obras ajenas. Y lo declaro aquí, porque en virtud de esta memoria y de este poder de asimilación, en poniéndome a escribir hacía cosas que me asombraban; y, sin embargo, no valían dos pitos, como me lo demostró Matica en más de una ocasión y con motivo de pedirle yo su parecer sobre lo que había hecho.

-Esto es de Bretón -me dijo una vez.

Juré lo contrario creyendo jurar verdad; pero me dejó confundido recitándome una letrilla del famoso vate, de la cual era la mía un remedo. Sin embargo, yo no había pensado en la una al escribir la otra, y así lo afirmó.

-Lo creo -replicó mi censor-, porque hasta ahora no ha hecho usted sino engullir, amontonar en el almacén de su memoria; y de ese montón es lo que sale, por su propio peso, en cuanto abre usted la puerta, creyendo abrir la del ingenio. No hay que confundirlas.

Otra vez resultó calco de Zorrilla lo que yo presenté a mi amigo como de propia cosecha. Entonces me dijo:

-Por esto, por lo otro y por todo cuanto conozco a usted, le aconsejo que no caiga por ahora en la tentación de echar a la calle sus engendros poéticos; pues si entre los ignorantes ganaría algún lauro de alquimia, los entendidos le molerían a palos. Y digo «por ahora», porque quizá más adelante, cuando haya adquirido mayor caudal de ideas propias, si es que las hay, y digerido bien las ajenas, logre vencer con ello el mal enemigo de su buena memoria. Donde ésta sea el único almacén de la casa, jamás se producirán acabadas obras de arte, pues no puede haberlas sin la condición que las distingue y enaltece: la originalidad, el sello de fábrica. De distinto modo le hablara si tratáramos de la metralla periodística, o de peroraciones de tribuno de ocasión, o de cualquiera de esos empeños en que sólo se busca el efecto inmediato, y de los cuales no queda a las pocas horas sino el recuerdo de sus relumbrones. Pompas de jabón. Por cierto que las hace usted primorosas cuando llega el caso. Tiene usted hermosa voz, fácil y bien acentuada palabra, mirada firme y valiente, gallardas actitudes..., en fin, cuanto se necesita para hacerse oír, arrancar aplausos y falsificar la razón cuando se habla sin ella. Lo he observado en sus porfías de sobremesa y del café de La Esmeralda. Y no le pese de ello, que estas dotes, que acaso le envanecen poco por no habérselas tasado yo en mucho, no se adquieren a ningún precio, y pueden llegar a ser eminentísimas, al paso que las otras, que tanto ambiciona, se consiguen a veces por hombres como usted, o, cuando menos, algo que las aparenta y ofrece sus mismos goces. Conque ánimo, y no le ofendan mis claridades, que yo no puedo ser de otro modo. Si le tuviera a usted por ladrón, lo mismo se lo diría.

A veces interrumpía sus razonamientos para ensenarme, con las ilustraciones y comentarios de costumbre, un literato de nota, un personaje político o una mujer de historia que acertase a pasar por la acera de enfrente; o un edificio notable, un pecado de ornato, un buen mozo famoso, o un desdichado sin vergüenza, de gran celebridad, no ya en Madrid, sino en toda España. Entonces la gozaba un grotesco personaje llamado Don Pepito, como la gozó luego Cepedita; no sé quién después, y últimamente el perro Paco.

De esta manera hablábamos de todo lo imaginable y mucho más, y siempre había para cada cosa su merecido en el inagotable saco del mordaz extremeño.

Entre tanto, yo que nada le ocultaba y me complacía en oírle hasta cuando fustigaba mis debilidades y resabios, no le había dicho todavía el verdadero motivo de mi estancia en la corte. Sólo sabía de mí que era un montañés de pocas rentas, que había ido a Madrid por asuntos particulares. Lo mismo que sabían en la posada y en casa de Balduque. ¡Singular escrúpulo el mío!