Capítulo XVI

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Dejóme aquella aventura como niño con zapatos nuevos; y tan engolosinado a la sociedad, que aún piqué en otras dos por el estilo, si bien un poco mas serias, en las cuales me presentaron, respectivamente, el mismo estudiante que me llevó a casa de don Magín de los Trucos, y otro, su compañero, y mío también, de posada: por más señas, aquel que se llegó a la mesa disfrazado de caballero grave con frac de botón dorado.

No tomé tan a pecho estas empresas como la otra, quizá porque las circunstancias no me empujaron; pero cobré con ellas algún apego mayor que el que tenía al adorno exterior de mi persona; y pareciéndome que «en sociedad» saltaba demasiado a la vista el corte provinciano del sastre que me había vestido, atrevíme a reformar un poco mi equipaje con prendas de más autorizada tijera; lo cual me obligó a dar un buen pellizco a mi bolsa, sobre los varios que le iba dando.

Como me vio Matica tan metido en estos trotes y con tan buena vocación, díjome un día, lamentándose de que un buen juicio como el mío se diera con tal ansia a placeres de tan mal gusto:

-Bien que una vez... o dos, y por variar y saber de todo, pero a pasto y sin conocer otra cosa... vamos, eso no se compagina bien con sus nobles aficiones de otro género.

-Ya ve usted que persevero en ellas -repliqué en el mismo tono medio de chanza que él empleaba conmigo.

-Sí, pero con intermitencias: sobre todo, mientras duró la campaña de los Trucos... Me lo van a echar a usted a perder, señor Sánchez.

-Pues usted no es un santo, señor Mata, ni los que me han enseñado esos caminos.

-Cierto, pero esos amigos y yo podemos andar por ellos, porque llevamos armas que le faltan a usted, y no se ofenda, recién llegado de la patriarcal inocencia de su lugar. Yo no quiero hacer de usted un santo: ¡tomáralo para mí!, pero deseo que, ya que el diablo le lleve, sea con su cuenta y razón, es decir, que no me pesa verle tan ágil y bien dispuesto para el mundo, sino que no sepa sacar partido de él, ya que el mundo le tira y le seduce... Vamos a ver, ¿cómo andamos de ropero?

-Pues... tal cual -respondí a tientas, ignorando los fines de la pregunta-. Ya ve usted...

-Sí, para la calle no está usted mal, y para los salones de don Magín de los Trucos, pero ¿no hay más que eso?

-Y otro poco por el estilo... Pero ¿qué pretende usted?

-Hacerle subir dos escalones.

-¡Demonio! -exclamó entre el placer y el espanto.

-Nada de etiqueta. Si la hubiera, no le llevara yo a usted ni fuera yo tampoco. Lo que se llama de confianza: toda la que puede haber a ciertas alturas. Es una dama de buen gusto que recibe en familia algunas noches a las personas de su intimidad... y a otras que no lo son. Se baila poco, a veces nada, pero se habla mucho y hasta se canta y se lee. Salones lujosos, eso sí, tal cual dama indigesta y algún que otro caballero insufrible... ¿Se estremece usted? Es natural, pero mal hecho. A mucho menos está usted obligado allí que en casa de don Magín de los Trucos. En ésta se llevaba usted las atenciones... y los comentarios de todos, en la otra nadie se fijará en usted, incluso la señora, que, después de responder a la presentación que yo le haré de usted con cuatro frases de pura cortesía, le dejará dueño de andarse por donde se le antoje y de arrimarse a quien más le agrade. ¡Y si fuera usted solo el que no sabrá qué hacerse allí...! Pero muchos habrá de tercera fila en este alféizar y en aquel rincón, o a la sombra de los demás, retorciéndose el mostacho o jugueteando con la leontina, sin que se les ocurra cosa mejor en toda la noche, si no es mirarse a menudo en los espejos, hacer cuatro cabriolas si tocan a bailar, ojear a las chicas guapas y oír lo que les agrade, no dejando allí más rastro ni más huella que los pájaros en el aire... Conque nos haremos una levitilla, con otros ligerísimos accesorios...

-¡No iré! -dije resueltamente, por el sinnúmero de razones que en un instante se me pusieron por delante de los ojos.

-¡Pues hemos de ir! -insistió Matica-, porque ha de saber usted que la principal golosina de esos salones es la presencia en ellos de una parte muy considerable del estado mayor de nuestros literatos y políticos. Tendrá usted, pues, ocasión allí de verlos, de palparlos y de oírlos, y hasta de convencerse de que los más de ellos, mientras no ejercen, son tan inofensivos y sencillotes ciudadanos como usted y como yo.

Estaría escrito o no lo estaría, pero es lo cierto que tentándome Matica por un lado, y por otro mis flaquezas y debilidades, desmoronóse aquella mi fortaleza de cuerdas reflexiones, e hízose todo como mi amigo quería, y una noche me desconocía a mí propio, reflejándome en el espejo de la salita de la posada, embutido en la intachable librea que se exige a los hombres de «buena sociedad» en una tertulia que no es «de etiqueta». Mi cabeza estaba hecha una escarola de rizos (especialmente por el lado derecho, prescripción de la moda reinante a la sazón), y obra eran del mismo peluquero que tal me había emperejilado la cabellera después de raparme la barba hasta sacar lustre al pellejo, las descomunales guías en que terminaban, a diestro y a siniestro, mis negros y lustrosos bigotes.

Matica envuelto en ancho gabán, las manos en los bolsillos y el sombrero puesto, se hallaba a mi lado, viendo cómo yo me calzaba los guantes de color de fila, sin dejar de mirarme al espejo y dando a menudo pataditas en la estera para acomodar los pies en las flamantes botas de charol que los oprimían. Haciendo estaba los últimos contoneos, puestos ya los guantes y estirados los pliegues de la levita, cuando me dijo mi amigo:

-En verdad te repito, Pedro Sánchez, que eres el más gallardo mozo que ha pisado madrileños salones, y te añado que provoca la ira de Dios quien, manejándose con la libertad y la gracia que tú debajo de las prensas de la moda, se queja todavía de timidez y apocamiento.

Hablaría el amigo con el corazón en la lengua, aunque no en justicia, pero yo sudaba de miedo y de zozobra. Púseme el sombrero, me cubrí con la capa y salimos. Las diez menos cuarto marcaba el reloj del Buen Suceso cuando atravesábamos la Puerta del Sol. Qué calle tomamos ni en qué portal nos detuvimos, no he de declararlo, porque no es de necesidad, amén de que, si este relato ha de ser fiel reflejo de la pura realidad, no debo ser aquí muy minucioso en detalles de que apenas me daba cuenta en aquella ocasión. Creí observar en la penumbra de mi razón calenturienta, desorientada, como cuando se está entre la vigilia y el sueño, que subíamos por una ancha y bien alumbrada escalera, que la puerta del primer piso se nos abría sola y sin necesidad de que llamáramos a ella, que alguien nos despojó de la capa a mí y del gabán a mi guía, que éste me condujo, casi a remolque, hacia unos cortinones, por entre los cuales se veían mucha luz y los dibujos de una alfombra y gente que se movía, que una vez dentro de aquello que me deslumbró por los colores y los reflejos y el rumor y el movimiento, vi señoras y caballeros en caprichoso revoltijo, unas sentadas, otros de pie, éstos hablando, aquéllas riendo, que Matica hizo unas reverencias medio maquinales, y que yo le imité con otras tantas, que pasamos a otra estancia, donde cerca de una chimenea había otros grupos y una dama entre ellos, gentil y apuesta matrona, la cual nos salió al encuentro, que mi conductor le dijo de mí yo no sé qué, y que ella, tendiéndome una mano cual no la cincelara en alabastro el mismo Miguel Ángel, me dijo, descubriendo al decirlo, con una sonrisa de pecado mortal, una dentadura de tentaciones, algo que sonaba muy bien y parecía muy al caso, a lo cual respondí yo, ciego y balbuciente, una sarta de majaderías, que la dama habló algo más, y muy familiarmente, con Matica, y que éste, después que la dama nos dejó, saludó a muchas personas que parecían muy complacidas de verle allí, que en estas exploraciones del terreno me iba yo rezagando poco a poco, y que, al fin, volvió a cogerme el amigo por su cuenta, y me llevó a paraje donde el aire parecía más respirable, la luz menos deslumbradora y el peso de la fascinación más llevadero.

Estábamos, como quien dice, fuera de escena, aunque sin perderla de vista. Convencíme de que nadie me miraba, y como en esto se revolvió todo el concurso, porque se puso a cantar, acompañándose al piano, un galancete muy acaramelado, que se las echaba de tenor, llevóse este los ojos y hasta las maldiciones de la tertulia en masa, y acabé yo de tranquilizarme. Limpiéme el sudor que copiosamente corría por mi faz, me arreglé el vestido a mi gusto, y por entonces me creí orientado en el terreno. Lo observó Matica y me dijo, tan pronto como el seudo-tenor acabó su romanza y el público de aplaudírsela:

-Ya ve usted que aquí no se come a nadie, mientras no se hagan majaderías, como ese desdichado que acaba de cantar. ¡Qué cosas dirán ahora los mismos que le aplauden, de su voz, de su estampa y hasta de su desfachatez!, y él, en tanto, ¡véale usted cómo se pavonea! Se juzga más tenor que Mario y Tamberlick. Pues no faltará alguna Alboni de doublé, que dentro de un rato nos dé un nuevo disgusto por el estilo... y tan satisfecha y ufana, y usted, que en nada se mete, porque tiene sentido común, temblando de miedo a una mirada y a una crítica que han de cebarse en otros, por ser harto merecedores de ellas.

Juzgábame yo en aquel instante completamente sereno, y así se lo dije a Matica, el cual me preguntó dándome una palmadita en el hombro:

-¿Puedo fiarme de esa serenidad?

-Respondo de ella -contesté- mientras me halle en este sitio.

-Pues aprovechémosla antes que se pierda para examinar el cuadro. Por de pronto, ya usted ve que aquí hay de todo, como en botica: algunas mujeres hermosas, otras que quieren aparentarlo y no lo consiguen, aunque se lo figuran, hombres de varias cataduras, más o menos simpáticas..., lo mismo que le había pronosticado a usted. No quiero hacerle una revista minuciosa de las mujeres, porque no me diga usted, al hablarle de algunas, que me complazco en arrancarle las cándidas ilusiones que acaricia sobre el sexo en general, ni tampoco de sus cómplices del otro sexo por la misma razón caritativa. Voy a lo que nos importa y por lo cual hemos venido aquí esta noche. ¿Ve usted, junto a la puerta de aquel gabinete, un hombre no muy alto, bastante grueso, de pecho prominente, imperiosa mirada, y con un bigotazo negro que le cubre media barbilla? González Bravo, el famoso orador que tan fiera tormenta desencadenó esta tarde en el Congreso con su candente palabra. De los dos que hablan con él, el pequeñito y enjuto, bien hecho y elegante, de frente espaciosa, acentuada nariz, ojos algo saltones, negra patilla casi unida al bigote, es Ventura de la Vega.

-¡El autor de El hombre de mundo! -exclamé devorándole con la vista.

-El mismo. Pues fíjese usted ahora en aquel grupo de damas en íntima y, al parecer, agradable conversación con dos caballeros. El anciano de blanca, rizosa y muy poblada cabeza, altísima frente, alongada faz, a la cual sirven de adorno unas patillas tan blancas y espesas como el cabello, pulcro y atildado en el vestido, y que aún mira a las señoras como los lechuguinos de sus buenos tiempos, con lentes de oro, cuyas cinceladas cachas no suelta de su diestra, es Martínez de la Rosa. No quiero ofender la ilustración de usted ponderándole sus muchos, grandes y ya gloriosos talentos. El que con él comparte la tarea de entretener el corrillo, hombre afable, malicioso y risueño si los hay, que parece hablar tanto con los fruncidos ojuelos como con la boca que más bien se adivina que se ve bajo sus rubios y desmayados bigotes, Patricio Escosura, el hombre que brilla lo mismo cultivando la política, que el teatro, que la historia, que la novela. Tiene indudablemente mucho talento, pero, salvo mejor parecer, picando en tantas cosas a la vez, no le hallo verdaderamente completo en ninguna de ellas. Repare usted en estos dos personajes que, vienen hacia nosotros en íntima conversación. El menos joven de ellos y de más modesta apariencia, pero atractivo y simpático, aunque para hermoso le falta mucho, es Rubí.

-¡El autor de La trenza de sus cabello! -exclamé.

-Sí, y de Borrascas del corazón -añadió Matica con picaresca sorna-, pero, sobre todo, de El arte de hacer fortuna, una de las más lindas y mejor cortadas comedias del teatro moderno. No confundamos en esas otras dos el talento de la actriz que las ha popularizado con el escaso valer de ellas. El que viene con Rubí...

Cortó aquí bruscamente su discurso Matica, porque se le llevó consigo, asiéndole por la cintura al pasar, el que venía con Rubí, mozo que ya me había llamado la atención por lo gentil de su cabeza, que estaba pidiendo los hombros, la ropilla y los gregüescos de un poeta contemporáneo de Quevedo y Villamediana.

Quedéme, pues, solo, y volví a tener miedo, ¡mucho miedo!, porque no bastaba a tranquilizarme el ver algunas estatuas de carne y hueso, como yo, en otros apartados términos del cuadro. Al fin tendría que salir a la luz, y en saliendo, era hombre perdido. Claro que allí no se comía a nadie, como decía Matica; pero eso no obstaba para que a mí me devorara una gusanera de pensamientos que me habían acometido de pronto. «Todas esas gentes -reflexionaba yo-, sin contar los hombres ilustres que acabo de conocer de vista, valen, tienen y servirán para algo; y estando aquí, están en su natural elemento, siquiera por su educación y trato frecuente de unos con otros; pero yo, ¡ánimas benditas...! ¡Si supierais, elengantísimas damas y distinguidos caballeros, y, sobre todo, vosotros, ilustres personajes, príncipes del talento, que este mozo tan emperejilado que os contempla desde aquí es un mísero hidalguete montañés que anda en Madrid a caza de un destinillo que le ofrecieron en su lugar; que gasta en lujos ridículos el puñado de pesetas que le echó su padre en el bolsillo para que no se muriera de hambre en la corte mientras perseguía la limosna del destino; que ésta es la segunda vez en su vida que huellan sus pies, hechos a trepar ásperos breñales, la velluda alfombra de los salones de tono; que este sudorcillo que baña su rostro y este azoramiento de su mirada son de miedo a que te pongáis en la necesidad de hacer algo para justificar su presencia entre vosotros, porque no sabe nada, absolutamente nada de lo que hay que hacer aquí, ni nunca las vio más gordas!...»

Felizmente nadie me conocía en aquel concurso, y si no me delataban mis propias imaginaciones... En esto, oí a mi derecha un rumorcillo, un charrasqueo, el sonar de una cosa que, sin saber por qué, cuajó la sangre en mis venas. Volví los ojos hacia allá... ¡Virgen de las Angustias!, ¡cuáles no serían las mías al ver que aquello era un abanico que entraba; y detrás de él, Pilita; y con Pilita, Clara; y con las dos, Manolo; y los tres me vieron, y los tres se asombraron, cada cual a su modo; y yo no me morí entonces de repente, porque la señora de la casa, que salió a su encuentro, los distrajo; y con esta tregua me repuse un tantico. Pero no podía tener ya sosiego completo con aquellas nuevas gentes en escena; las únicas que, por saber quién yo era, tenían derecho para reírse de mí y para hacer que me dieran una corrida en pelo los demás.

Resolví largarme cuanto antes; y discurriendo estaba el modo de hacerlo sin dar con ello un nuevo testimonio de mi agreste encogimiento, cuando volvió Matica.

-Perdone usted -me dijo- que le haya abandonado unos instantes (¡yo los reputaba siglos!). Este doncel que me llevó consigo es mi paisano y amigo de la infancia, Adelardo Ayala, el autor de Un hombre de Estado y de Los dos Guzmanes; todo un ingenio de la Corte del Buen Retiro, conservado de milagro desde el siglo diez y siete para honra y gloria del muy prosaico en que usted y yo vivimos.

Atrevíme todavía a buscar con los ojos al insigne poeta que tanto ruido hizo después en el teatro español, y más tarde en el de la política; y sin dejar de contemplarle, cuando hube dado con él, dije a Matica con entera resolución:

-No me siento bien aquí, y voy a marcharme a casa.

-¡Qué oportunidad! -respondió el amigo-. Precisamente cuando venía a darle a usted una gran noticia... Pero, en fin, si usted no quiere oírle, váyase bendito de Dios.

-¿Oír a quién? -pregunté con un poco de curiosidad.

-No hace un cuarto de hora que ha llegado, mírele usted.

Y me señalaba un hombre ya maduro, macizo, vulgar, tipo de mayordomo bien acomodado, y, por apéndice, tuerto.

-¿Y quién es ese señor? -torné a preguntar.

-Pues ese señor es el mismísimo Bretón de los Herreros.

-¡Ave María Purísima! -exclamé, haciéndome cruces-. Jamás me lo hubiera imaginado así. ¿Y dice usted que le vamos a oír?...

-Justamente: los que nos quedemos.

-¡Es que yo no me iré sin oírle!

-Demasiado lo sabía yo -dijo entonces, riéndose, mi amigo.

En esto comenzó a rebullir la gente de la tertulia, por acomodarse más a su gusto cada cual; y cuantos había en gabinetes y escondrijos salieron al salón, arrastrados de la misma curiosidad. Nosotros dos salimos también, y, por lo que a mí respecta, curado en aquel instante de todo linaje de aprensiones y sobresaltos. ¡Tal ansia tenía de ver y oír de cerca al celebrado autor de Marcela!

Hallábase ya éste arrimado a uno de los candelabros que sostenía una elegante y rica consola, y cuyas luces, multiplicadas en el limpio cristal del espejo, envolvían la cabeza del poeta en una aureola que por lo resplandeciente deslumbraba. ¡Poder de la imaginación exaltada! Desde que yo sabía que aquel personaje era Bretón de los Herreros, y le vi, radiante de luz, excitando la curiosidad de tan distinguido concurso, no comprendía que se pudiera ser hombre de altísimo ingenio sin aquella faz ramplona y aquel ojo tuerto.

Nos leyó dos cantos de La desvergüenza, poema en el cual derramó a oleadas el ilustre dramaturgo los donaires de su musa retozona y los primores de la lengua castellana. Jamás me he explicado la razón de que apenas sea conocida en España esta regocijadísima obra del perínclito poeta riojano. ¡Con qué ganas le aplaudí, y qué fervorosamente le admiré! Y aun dije para mí:

-Esto, entre otras ventajas, tiene la de justificar mi presencia en estos encopetados salones: me parece, remilgadas damiselas y caballeretes indigestos, que bien vale el placer de oír tales estrofas, recitadas por su mismo autor, el sacrificio que me cuesta.

Con lo cual y el movimiento y los rumores que volvieron a notarse entre los tertuliantes apenas acabada la lectura, me sentí muy confortado y animoso; tanto, que habiéndome colocado la casualidad casi en contacto con Clara, me atreví a saludarla: y ¡fíese nadie de atolondramientos!, merecí la más afectuosa de las acogidas de la hija de la insufrible Pilita, que, felizmente, esgrimía su diabólico abanico en el extremo opuesto del salón, entre dos cotorronas muy emperifolladas... Y hasta hablamos un poquito de los versos leídos, y aun de las obras de Bretón; y hablando, hablando tan de cerca, y yo en pleno dominio de mi serenidad, pude notar, con gusto, que la encanijada madrileña de mi lugar se iba reformando poco a poco; que sus vacíos se llenaban y que se redondeaban sus ángulos; que las curvas imperaban ya entre las líneas de su talle esbelto, y que el color de la salud iba insinuándose en su fino y transparente cutis; con todo lo cual y aquellos ojos negros, dominantes y casi feroces, se apuntaba en Clara el peligroso tipo de una singular belleza. «¡Qué ocasión -pensaba yo, viéndola relativamente tan afable-, para recomendarme a la benevolencia de su papá, si no fuera ridículo y estúpido pedir una limosna, vestido de media etiqueta en unos salones como éstos!...» Y dicho está que no te hablé de tal cosa; ni ella a mí tampoco, acaso por idénticas razones. Pero, en cambio, se trató de bailar después; y continuando yo a su lado todavía, me permití invitarla; y aceptó, y bailé con ella, eso sí, con un miedo de mil demonios a que se me conociera el estilo de la escuela de Capellanes y Paúl, únicas en que yo había cursado la danza, sin contar la de los salones de don Magín de los Trucos, y otras tales, que allá se iban con aquéllas; pero creo que lo hice bastante bien, porque Clara se dejó conducir sin protesta; antes me dijo por despedida al ir a sentarse:

-Veo con gusto que se aclimata usted muy bien a los aires de la corte.

¿Por qué me lo diría? Sin duda porque me veía allí tan apuesto y campante, apenas salido de la obscuridad de mi aldea. Pero ¿se burlaba de mis vanidades aunque aparentaba cosa muy distinta? ¿Y a qué devanarme los sesos para descifrarlo en la impasible faz y en el extraño acento de aquella esfinge en miniatura? Lo importante era que con aquel feliz tanteo de fuerzas con lo más temible que había para mí en la tertulia, acabé de envalentonarme. Tanto, que después me complacía en exhibirme y en mirar a todo el mundo a la cara: hasta creo que hubiera cantado allí a tener siquiera la voz y el arte del tenor de marras, o de Lola Quiñones, señorita anémica que cantó después unas malagueñas en falsete.

Pero Matica, que no me perdía de vista, vino a mí y se colgó de mi brazo, y leyéndome en la cara todos los pensamientos, me dijo, acompañándose con una sonrisa de todos los demonios:

-Mira, Pedro Sánchez: tan malo es pasarse como no llegar; pero en la duda y en sitios como éste, preferible es lo último. Te veo ahora como en mesa de bodas los niños cortos, luego que, merced al barullo, pierden la vergüenza: al principio no catan bocado; después hasta meten los dedos en las natillas.

Lo cierto es que así andaba yo a la sazón, y que me vino de perlas la compañía de mi amigo, que me volvió a mi centro, y ya no se apartó de mi lado hasta que, muy a deshora y después de habérsenos servido un té, con todos los requilorios del caso, en el cual trance me porté heroicamente, despedímonos de la gran señora y nos fuimos a la calle.

Ancha era y bien solitaria estaba a aquellas horas; pero así y todo, no bastaba a contener mi vanidad. ¡Tan inflada me la puso el triunfo que yo me imaginaba haber alcanzado aquella noche!