Capítulo XIII

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Mi segunda visita a mi protector no alcanzó mejor éxito que la primera. Había salido de su despacho, y el desabrido portero no supo o no quiso decirme adónde, ni si volvería ni cuándo; de volver a su casa, no me había quedado gana maldita, y para esperarle en los pasadizos del Ministerio y echarle el alto de sopetón, no servía yo, corto y apocado aldeano lleno de desconfianzas y miramientos. Dolíame perder un día más, y aquello no me gustaba; pero como no era mía la culpa ni el remedio estaba en mis fuerzas, tornéme a la posada y arremetí con las novelas, las cuales no dejé de la mano hasta la hora de comer.

Después llegó don Serafín vestido de día de fiesta; y según lo convenido, me acompañó a su casa, donde ya nos esperaban Carmen y Quica: aquélla poniéndose los guantes, y ésta, a su lado, abanicándose maquinalmente, tiesa, muy tiesa, como clavada en el suelo, la boca fruncida, la mirada de asombro, y algo conmovida, cual si su espíritu estuviera meciéndose ya entre las emociones que barruntaba. Con su actitud jeremíaca y sus atavíos estrepitosos estaba horrible: lo mismo que un muñeco de esos que asustan a los niños alzándose de un brinco dentro de una caja, en cuanto salta la tapadera. A Carmen le sucedía entonces lo que a todas las chicas guapas per se: cuanto más se acicalan y se atusan y se prensan, más se desfiguran. Valía mucho menos vestida de señorita pobre, que de simple costurera. Sin embargo, estaba muy linda, porque lo mucho da para todo.

Renuncio a pintar las impresiones de asombro, de gusto y de curiosidad que me causó el teatro lleno de luz, de caras, de vestidos y de rumores desde que penetró en él hasta que, a fuerza de propósito, logré, a media función, orientarme en la forma, usos y procedimientos de aquella maravillosa región en que me encontraba por primera vez en mi vida; porque si doy en aficionarme a este género de pinturas, va a ser el cuento de nunca acabar, hallándome, como entonces me hallaba, en un mundo enteramente nuevo para mí, y en la edad en que con mayor actividad se piensa y se siente. Digo que logré orientarme allí a fuerza de empeñarme en ello, porque careciendo yo de virtud bastante para confesar que nunca me había visto en otra, observaba hasta el menor de los detalles, para deducir yo solo la ley por que se regía el mecanismo del escenario, y la relación establecida entre este mundo ficticio y las gentes de telón afuera.

Recorriendo con la vista las localidades del teatro, repletas de elegantes damas, de caballeros presumidos y de vulgo sencillote y embelesado, topé con la familia Valenzuela, acomodada en uno de los palcos de preferencia: Clara ceñuda e impasible como siempre; Pilita con la espalda vuelta al escenario, el fastidio pintado en su faz, y zarandeando el abanico: lo mismo que en su casa; Manolo, en el fondo del palco, muy bien vestido, pero muy mal sentado. Don Augusto no pareció por allí en toda la noche; pero, en cambio, entraban y salían, durante los entreactos, jovenzuelos del pelaje de Manolo, a hacer reverencia y cortesía a las señoras, quienes, especialmente Pilita, se mostraban con ellos bastante más atentas y risueñas que se habían mostrado conmigo. Entró también a lo último, y allí se quedó como si fuera de la familia, un señor entrejoven, de gran estampa, muy planchado y reluciente, guapote, y. al parecer, muy pagado de su marcialidad y elegante postura. Pensé yo si sería el ministro, porque de aquel corte me los imaginaba a todos los del oficio.

Observé que casi todas las damas de copete y la mayor parte de los caballeros distinguidos veían con la misma indiferencia que la familia Valenzuela lo que ocurría en el escenario, y que cuanto más nutrido era el aplauso que arrancaba al sencillote público un arrebato apasionado de Teodora Lamadrid, más se acentuaba el desdén en las gentes principales. Andando el tiempo me persuadí de que la moda impone a sus esclavos exigencias verdaderamente inconcebibles.

¡Qué contraste formaba aquella estudiada frialdad con las profundísimas emociones que estábamos experimentando nosotros! Quica era un goterial de lágrimas y un incesante puchero. Don Serafín, electrizado y nervioso, no cabía en su asiento, y se revolvía como si le punzasen agujas las asentaderas; sacaba el busto fuera de la barandilla, estiraba el pescuezo, y con los ojos fijos en el actor, hacía embudos con los labios mientras éste hablaba: remedábale todos los gestos, marcaba las cadencias con la cabeza, y parecía trazar en el aire, con la mano derecha, todos los signos ortográficos del diálogo. Carmen, en las situaciones de apuro, volvía hacia mí sus grandes ojos algo empañados, y yo le respondía con una sonrisa contrahecha, inútil disfraz del nudo que me ponía en la garganta la extremada tensión de mi espíritu, partícipe verdadero de todos los fingidos infortunios de la heroína del drama que se representaba.

Para mí, aficionado hasta la pasión a las ficciones novelescas, aquello que estaba presenciando era la realidad de un suceso. En el libro hallaba el relato sobre el cual tenía yo que construir con la imaginación cuanto no podía darme el libro; allí estaba todo hecho, vivo, real y tangible: el hombre en cuerpo y alma, con sus vicios y sus virtudes: un cómodo rinconcito del mundo, donde se exponían a la contemplación de los curiosos las batallas de la vida humana, sus grandezas, sus caídas, lo noble y lo bajo, lo serio y lo cómico. Aquella noche, me tocaba padecer; otra noche, o en otro teatro, me tocaría reír. ¡Admirable espectáculo...! Y el gozar de él a menudo no era dificultoso para un hombre solo que, como yo, tuviera el bolsillo bien repleto y pocas necesidades de otra especie.

Expongo estas reflexiones en el mismo orden en que me las iba haciendo yo insensiblemente, y a medida que las peripecias del espectáculo me cautivaban; las cuales reflexiones fueron germen de otras muchas del propio género a que me entregué después de salir del teatro, y base de muy largos y detenidos razonamientos, cuyo resultado fue el engolosinarme de tal manera a este deleitoso pasatiempo, que en menos de quince días conseguí (si vale la frase) tomar la embocadura a los diversos géneros dramáticos que se cultivaban en los pocos teatros que entonces existían en Madrid, y familiarizarme con los nombres y aptitudes artísticas de los respectivos actores.

Con esto quiero decir que no era sólo el atractivo del argumento ni el de la disposición material del espectáculo lo que, me seducía y cautivaba; había en mí un instinto artístico, cierto gusto pasivo, algo como tentación de análisis, que me arrastraba a investigar el porqué y la calidad de las cosas. Evidente es que mis juicios, por mi inexperiencia y por mi ignorancia, no podían ser completos ni enteramente atinados; pero, al cabo, eran juicios, que me procuraban, sobre el placer de admirar lo desconocido, el más sabroso de cotejarlo a mi manera con los preceptos rudimentarios de unas leyes que yo llamaba mi parecer.

El cual hizo a mi gusto esclavo de Julián Romea, desde la primera vez que con su asombrosa naturalidad (que después se ha llamado realismo) le vi interpretar una de las mejores obras de su repertorio, El hombre de mundo, movió mis manos para aplaudir al ya decrépito Guzmán, en El enfermo de aprensión; a su heredero único en los donaires de gracioso del castizo teatro español, Mariano Fernández, y me infundió cierta repugnancia que jamás he podido vencer, a la híbrida zarzuela, sostenida entonces, y casi creada, por Salas y Caltañazor, en el Circo de la Plaza del Rey; con lo cual podría ver cualquier persona de buen gusto, que el mío no se manifestaba mal encaminado por lo que al teatro se refiere; y válgame esta confesión, si se tacha de presuntuosa, en gracia de la que también hago de que, en cambio, en el ramo de novelas entraba con todas, y no era yo otra cosa que un glotón insaciable, sin pizca de paladar: todas me sabían lo mismo; mejor dicho, todas me gustaban con tal que me interesasen de cualquier modo; y aun prefería las más farragosas y descomunales.

¡Teníamos que oír don Serafín y yo, durante los intermedios, haciendo comentarios sobre lo visto, y pronósticos sobre lo que nos faltaba que ver, mientras Quica lanzaba suspiros entrecortados, como los niños recordando una azotina! Y aún duraron los comentarios, y hasta con notas de las dos mujeres, mientras caminábamos hacia su casa, después de terminada la función con harta pesadumbre de todos. De aquella noche me pasé en claro la mayor parte, poseído, repleto de los lances de la tragedia, de los acordes de la música, de las luces de la araña, del rumor y apiñamiento del público, de Quica, de Carmen, de Balduque... Todo lo sentía junto y revuelto en la cabeza, y me rechispeaba en los ojos, aunque estaba a obscuras, y en los oídos, aunque los tapara. ¡Memorable noche!

Durante los tres días que la siguieron, continuó don Serafín acompañándome por las calles de Madrid, en su tenaz propósito de que le conociera yo como la palma de la mano. No quedó rincón que no visitáramos, ni paseo, ni camino de ronda que no midiéramos con los pies. Era incansable el hombrecillo aquél; y yo me congratulaba de su empeño, por lo mucho que me entretenía. Al fin tuvo que tomar posesión de su destinillo transitorio, y ya no le veía sino muy de tarde en tarde.

Quedéme, durante el día, solo, como quien dice, y dime a observar con sosiego mucho de lo que me había ido mostrando bastante más deprisa mi complaciente amigo; y cuando se me pasó el atolondramiento de recién llegado a aquel populoso centro tan distinto de cuanto yo conocía, y logré separar las cosas de los ruidos y de los colores y del movimiento, porque al principio todo caía revuelto y en oleadas sobre mí por dondequiera que andaba, comencé a escribir largas cartas a mi padre, especie de crónica minuciosa de viajero impresionable y reparón; con la cual tarea, además de estar yo seguro de complacerle mucho, entretenía mis diurnos ocios y mis murrias, producto necesario del sospechoso aspecto que iba tomando el asunto que yo perseguía en la capital de las Españas.

Era por entonces ésta, en lo que atañe a sus condiciones exteriores, bien diferente de lo que es hoy; y la altísima idea que yo tenía de las grandezas de una corte, por razón de la misma pobreza y angostura del pueblo en que yo había vivido siempre, hacía que saltaran a mis ojos, en doble tamaño del verdadero, las muchísimas deformidades y miserias de que adolecía la famosa villa del oso y del madroño, al paso que se me antojaban bastante menos que sorprendentes sus decantadas maravillas. Por cierto que si la generación que ha venido después y se ha formado en el Madrid de ahora, o le ha conocido siquiera de vista, echara la suya sobre aquellos mis bocetos del Madrid de entonces, fieles copias de la verdad, no obstante lo fuerte y recargado de algunos de sus trazos o perfiles de escasa monta, tomáralos por invención de mi fantasía, costándole mucho trabajo creer que en un lapso de tiempo, relativamente tan corto, pudiera obrarse el casi milagro de haberse convertido en lo que es actualmente, aquel lugarón desmantelado, viejo, sucio y árido, que parecía no tener enmienda ni compostura por ninguna parte. De lo que hablé mucho, muchísimo, a mi padre, fue del ferrocarril de Aranjuez. No había en España más que él, y otro de Barcelona a Mataró.

Digo que así me entretenía y pasaba las horas, hasta que llegaban las de la noche y me iba al teatro, después de un buen rato de tertulia en el café con mis amigos, o a algún baile público, sin privarme por eso del café ni del teatro; pues la noche, que no se entendía allí como en mi tierra, daba para todo... y mucho más. ¡Gran vida!

Pero ¿había ido yo a Madrid para eso? ¿Podía, en conciencia, entregarme a aquellos lujos y crearme tantas necesidades mientras no adquiriera con mi propio esfuerzo los medios suficientes para satisfacerlas? Pero ¿tenía yo la culpa de que el señor don Augusto no me abriera las puertas de su despacho? ¿No había llamado también a las de su casa, y hasta penetrando en ella inútilmente? ¿Había de tomarlas por asalto y exigir mi credencial a bofetones?

¡Ah, si este medio hubiera valido...