Pedro Sánchez/XII
Capítulo XII
editarEra muy entrada la mañana del día siguiente cuando desperté; y bien puedo asegurar que a medida que por una puerta de mi cerebro se largaban las visiones quiméricas engendradas en él durante el sueño por la lectura de las novelas, por otra le invadían las imágenes del mundo real con la necesaria carga de pensamientos ajustados a las impresiones que más honda mella me habían hecho el día anterior. Así fue que, no bien abrí los ojos, ya me sentí verdaderamente poseído, repleto de la familia Valenzuela con todos sus memorables adherentes, como las alfombras y los cortinajes de la sala; el gesto dengoso y el abanico rechinante de Pilita; la barba lacia, la nuez picuda y los ojos saltones del descortés Manolo; las «ocupaciones» de su padre, y el portero brutal de su oficina.
Este hartazgo súbito me costó un suspiro con largos dejos de honda pesadumbre. Yo no sé qué atractivo pueda tener el momento de despertar para todos los pensamientos tristes; pero lo cierto es que hasta los más remotos acuden a él volando a porfía; y para mayor tortura del que despierta, vestidos con lo peor y más negro de la casa... Pero, en cambio, ¡qué recuerdos tan dulces me asaltaron de la mía paterna, y qué tentadora la vi, para complemento de mi pesadumbre, a través de la bruma de mis tristes pensamientos!
Poco a poco se fue disgregando cada parte del abigarrado montón que me abrumaba el juicio; sentíme fuerte y animoso tan pronto como sacudí la modorra y me vi dueño de toda mi razón; entraron en sus quicios mis ideas, y obra fue de escasísimos minutos el ver barrido de nubes el sonrosado cielo de mis ilusiones.
Pero aun en el supuesto de no encerrar malicia lo acontecido en las dos visitas hechas a la familia Valenzuela, ¿debía yo insistir inmediatamente en la de don Augusto, o aplazarla para algunos días más allá? Todo tenía sus inconvenientes y sus ventajas; y en apreciar las unas y los otros, sin resolver cosa alguna, se me fue lo mejor de la mañana.
Vestíme, llamáronme para almorzar; y almorzando estaba entre mis paisanos, tan pintorescamente ataviados como el día anterior, cuando llegó don Serafín. Su presencia me recordó el compromiso con él contraído de ir a saludar a su hija aquel mismo día, y esto acabó de decidirme a dejar para otro la visita a mi empingorotado protector. Así como así, ningún remedio podía buscarse tan oportuno y eficaz como la dulce y atractiva belleza de Carmen para templar en mi memoria el molesto recuerdo de las caras de vinagre de la familia Valenzuela.
Y a todo esto, ¿por qué le había caído yo tan en gracia a don Serafín Balduque? ¿Tendríame él y su hija por algún primogénito ricacho que iba a Madrid a despilfarrar el oro que me sobraba? ¿Serían frecuentes en el mundo, que yo desconocía, las intimidades de escopetazo, como la que parecía unirnos al sempiterno cesante y a mí?
¿No habría en las afectuosas demostraciones de este hombre algún propósito de mala ley... egoista siquiera?... ¿Y por qué no habían de bastar su carácter campechano, su genial impetuosidad, y mi desembozada y campesina sencillez para crear profundas simpatías entre ambos, durante tres días de viaje, dando tumbos sobre las mismas ruedas, dentro de un mismo cajón, sorbiendo polvo de una misma nube, contemplando las mismas arideces y despertándonos las mismas interjecciones y los propios trallazos del mismísimo mayoral?
Así pensaba yo mientras bajaba las escaleras de mi casa delante de don Serafín, que no cesaba de hablar; y como bastaba mirarle para creerle, y era yo mozo incapaz de inclinarme a lo malo en los dudosos juicios acerca de los hombres, y me acordaba de Carmen, retrato vivo de los corazones sin hiel, y de la historia narrada por el pobre cesante, sentíme algo avergonzado de las dudas con que por un instante le había agraviado, y me faltó muy poco para pedirle perdón por aquellos recelillos que jamás volvieron a asaltarme las mientes.
Mostréme de propio intento muy afable y cariñoso, y así, en regocijada plática, atravesando calles y enterándome del nombre y calidad de cada una de ellas, llegamos al número 42 de la del Olmo. Guiándome don Serafín, entramos en el portal, no muy ancho ni limpio, del cual arrancaba, a la derecha, la escalera que daba acceso a los cuartos con luz a la calle, a la izquierda estaba el tabuco del portero, sastre remendón de oficio, a juzgar por la obra que traía a la sazón entre manos. Entre la portería y la escalera había un pasadizo angosto, y por él salirnos nosotros a un patio descubierto, pero más grande que el portal, verdadero fondo de un pozo, en cuyo brocal, a una altura de sesenta o setenta pies, se quebraba un rayo de sol, dádiva de la madre naturaleza, que sólo servía de tortura a los habitantes de aquel agujero: en el frío invierno, porque le veían sin sentir su calor; en el sofocante estío, porque era un tizón más de la hoguera en que se abrasaban. Atravesando el patio, entramos en un portalillo lóbrego, en el que comenzaba una escalera angosta, sin más luz que la necesaria para no subir por ella a tientas.
-Perdone usted por lo poco -me dijo don Serafín-, que no es culpa mía, sino de los infames gobiernos que me ponen en tales estrecheces.
Y comenzamos a subir tramos y más tramos. En el cuarto piso, con cuyo techo andaba mi sombrero si toca o llega, nos detuvimos. Tiró don Serafín de un cordelillo que colgaba de la pared; sonó dentro una campanilla; abrióse momentos después la puerta, y apareció Quica en el claro resultante, con pañuelo a la cofia y amplio mandil de cocina. Fea estaba como un demonio, pero limpia como la plata. Despepitóse conmigo en saludos y reverencias; y por mi parte, creo que hasta le di un abrazo. Oyónos Carmen desde adentro, y salió a recibirnos... ¡Qué monísima estaba! Jurara yo que se le enrojecieron un poco las mejillas al encararse conmigo. Parece que la estoy viendo todavía con su cabellera abundosa, un poquito rizada naturalmente, los labios húmedos y rosados, los dientes como la más limpia porcelana, los ojos dulces y rasgados, la nariz un si es no es aguileña, en cada carrillo un hoyuelo, el cutis fino y transparente, y el cuello como de rosas y azucenas; después una pañoleta azul sobre el seno túrgido, y un vestidillo de percal, fresco y almidonado, cuyos pliegues descendían del esbelto talle hasta el suelo, formando cola por detrás, y no tan largos por delante que, al andar, los pisaran unos pies como dos almendras, prisioneros en sendos zapatitos bajos, sobre unas medias como los ampos de la nieve. Reiríanse de ello, si a leerlo acertaran, los libertinos al uso; pero la verdad es que sólo me atreví a tocar ligeramente con la mía, la suavísima y ebúrnea mano que me tendió, un poquillo ruborizada, la hija de don Serafín. Tal respeto me infundió la irradiación de su fragante y casta hermosura en aquella lóbrega mansión de la pobreza.
Pasamos inmediatamente a lo que llamaban sala Carmen y su padre, reducidísima estancia que casi se llenaba con un menguado sofá, cuatro sillas de Vitoria y una consola de nogal, y recibía la luz por una ventana que daba al patio. Esta salita, un gabinete contiguo, dos alcobas en el corredor, enfrente de la puerta de la escalera, y la cocina y el comedor al otro extremo, componían toda la casa. Pero ¡qué limpio, oreado y hasta fragante estaba cuanto de ella vi! Sobre el sofá de la sala había, colgado en la pared, un cuadrito con la estampa de la Virgen del Carmen; en la consola un vaso de porcelana con musgo y siemprevivas, y encima, en la pared se entiende, un espejillo de dos pies en cuadro; delante del sofá un felpudo nuevo, y otro debajo de la ventana, junto a una silla de labor y un canastillo con obra de costura; pobre defensa contra el frío de las baldosas del suelo que, más que fregadas, parecían bruñidas. Unas cortinillas blancas, de muselina rameada, en las vidrieras, completaban el lujo visible de aquella humilde vivienda que, sin exagerar, cabía toda en el ostentoso salón de la familia Valenzuela.
Mientras nos sentábamos don Serafín y yo en el sofá, Carmen lo hizo en la sillita que estaba debajo de la ventana, muy cerca de él; y sin dejar de mirarme a menudo con su cara dulce y placentera, ni de tomar parte en el interrogatorio de lugares comunes con que nos acribillábamos los tres, cogió del canastillo una prenda a medio hacer, que era un enorme chaleco, y comenzó a coserla por donde sin duda lo había dejado para salir a recibirme a mí. Lo de ser tan grande el chaleco, siendo tan exiguo el tórax de don Serafín, ya me llamó un poquito la atención; pero me la llamó mucho más el hecho de que, al tomarle Carmen en sus manos, quedaron al descubierto, sobre el canastillo, otras dos piezas preparadas, que me parecieron chalecos también.
-¡Cáspita! -dije a don Serafín, señalándolos con el bastón-: veo que se pertrecha usted de firme para el invierno.
Cruzóse cierta sonrisa triste entre Carmen y su padre, y me respondió éste:
-Si hubiera de romperlos yo, con más gusto trabajaría en ellos la pobre Carmen. ¿No es verdad, hija mía?
Comprendí por estas palabras y aquella sonrisa que había cometido una imprudencia al decir lo que dije, y añadí para enmendarla:
-Perdóneme la franqueza, si con ella me he metido donde no me llamaban.
-¡Perdonarle! ¿Y de qué, calabaza? -saltó don Serafín muy asombrado-. ¿De haber descubierto que Carmen me ayuda con su trabajo a levantar las cargas domésticas en mis largas cesantías? Ya ve usted cómo ella lo oculta... ¿y por qué lo había de ocultar? ¿Es un pecado trabajar honradamente para comer? Pecado fuera quitarlo de la boca para emplearlo en moños, o morirse de hambre por no confesar la pobreza, que no viene de despilfarros viciosos, sino de maldades de pícaros ministros... Que me diga usted que es duro, eso es ya diferente; porque duro, muy duro es, y hasta frío como un puñal, para mí que lo veo, el que un ángel de Dios como ése le quite al sueño muchas horas para... ¡calabaza!; pero que diga ella si yo le he impuesto, ni siquiera aconsejado, el sacrificio, y si le consiento tan pronto como me emplean y da el sueldo para todo. Allá con su madrina, la señora del comerciante de ultramarinos que me recoge los muebles y me busca casa cuando es necesario, lo arreglaron durante una de mis cesantías. Desde entonces, un sastre de rumbo le proporciona cuanta obra se le pide, y de la menos penosa, como esos chalecos que usted ve... Ayer los trajo Quica en cuanto acabaron de arreglar la casa: ya está el uno temblando... También hay quien proporciona ropa blanca; en fin, se hace a todo; y cuando hay apuros, ayuda Quica, que cose como unas perlas. Estas faenas dice Carmen que la entretienen mucho, y que sin ellas no sabría qué hacerse en una casa que tan poco entretenimiento da por sí sola, como la nuestra... Y el caso es que yo he llegado a creerlo, porque en cuanto se halla ociosa se le hacen las horas siglos... y no me extraña, que en las jaulas a obscuras, sin sol y sin cielo, como ésta y cuantas habitamos aquí en tiempos de estrechez y penuria, están de más los ojos y el entendimiento, si no se emplean de puertas adentro.
-Pero esta vida de encierro y de trabajo -interrumpí yo mirando a Carmen con honda pesadumbre-, no es para continuada mucho tiempo, porque el cuerpo no es de bronce.
-Sana es como unos corales -respondió Balduque-, y ya verá usted cómo hasta la engordan estas faenas... ¡La Providencia de Dios!
-Pero -insistí-, la procurará usted en tales casos algunas distracciones...
-Eso sí -respondió su padre-: de movimiento, siempre que tenemos una hora de sobra en día de trabajo; en los festivos, de sol a sol, como quien dice: por la mañana, después de oír misa tempranito, entre calles; por la tarde no nos cabe en Madrid, y nos vamos los tres al Príncipe Pío, o al Retiro, hacia el cerrillo de San Blas, o a Chamberí... en fin, adonde haya más luz que ver y más aire que respirar... Solemos permitirnos también, en estas ocasiones, la calaveradilla, a la vuelta, de un café por barba, y alicuando alicuando, es decir, de mes a mes, si hay cunquibus, el escándalo de unas delanteritas de grada por la noche en el teatro donde trabajen Romea o Arjona... porque ha de saber usted que esta mi hija, en materia de funciones dramáticas, o las quiere buenas o no quiere nada, en lo cual va con mi gusto, y también con el de Quica, que, por gustarle todo, se acomoda perfectamente al nuestro. Es raro, calabaza, lo que le pasa a esta mujer en el teatro: todo cuanto ocurre de telón adentro le causa las mismas impresiones; todo la hace llorar; que muera en el drama hasta el apuntador, o que a los personajes les toque la lotería, y Mariano Fernández haga desternillarse de risa a los espectadores, la cara de Quica no se limpia de goteras.
Reíase Carmen como una chiquilla al oír a su padre, y continuó éste:
-Ya comprenderá usted que me refiero, en este cuadro de vida que le trazo, a los tiempos calamitosos de mis cesantías, pues tantas han sido y tan periódicas, que me han permitido establecer un plan de existencia inalterable durante ellas... Porque mientras estoy empleado, le aseguro a usted, calabaza, que vivimos como príncipes: tenemos casa con vistas a la calle, tomamos el sol cuando nos da la gana, y vamos al teatro, si le hay en la población, todos los domingos; porque entonces Carmen no cose más que para nosotros; yo tengo horas cómodas de oficina, y ahorro una buena parte del sueldo... Conque ya ve usted, mi buen amigo, cómo, por fas o por nefas, no somos tan dignos de compasión como a primera vista parece... Hasta tenemos nuestro correspondiente vicio.
-En efecto -dije siguiéndole el humor a don Serafín-, tienen ustedes el vicio de la luz y del aire libre.
-Y el del teatro -añadió Carmen con cierta sonrisilla entre picaresca y codiciosa.
-¿Le gusta a usted mucho? -le pregunté, comprendiendo su intención.
-¡Muchísimo! -respondió-. Si fuera rica no perdería noche. Ya ve usted si soy viciosa.
-Ése no es vicio, Carmen: antes es afición que enaltece.
-¿Lo cree usted así?
-Sin la menor duda. El teatro es escuela de moral y buenas costumbres -exclamé con gran aplomo, lo mismo que si hubiera visto un teatro en todos los días de mi vida, y no hubiera tomado la máxima del periódico de mi padre, que la repetía a menudo, aunque con minuciosas salvedades.
Rodando la conversación sobre este tema, asaltóme el deseo (puesto que me sobraban medios de realizarle, y realizándole satisfacía yo la curiosidad que comenzaba a sentir) de ofrecer a aquella singular familia un extraordinario esparcimiento de los que tanto apetecía Carmen. Busqué el modo que me pareció más prudente para decirlo sin ofensa de ninguna fibra sensible, y logré que conviniéramos don Serafín y yo, con visible regocijo de Carmen, en que iríamos todos juntos al teatro en la noche del día siguiente, con dos condiciones que impuso Balduque: primera, que, por entenderlo mejor que yo, recién llegado a Madrid, habíamos de ir a las localidades que él eligiera (sin duda para serme menos gravoso el obsequio); segunda, que había de aceptar yo la recíproca cuando llegara el caso.
¡Si me hubiera sido tan fácil reponer a don Serafín en su destino como proporcionarle a su hija tres horas de descanso y de recreo...! Y bien sabe Dios que, al asaltarme entonces el enojoso recuerdo de mi malograda visita al influyente Valenzuela, no fue por lo que me interesaba personalmente.
Algo hablamos de él allí, y de mis cordialísimos propósitos de recomendarle la reposición del mísero cesante; algo también de los primeros pasos dados por éste, sin éxito alguno, en el terreno de sus particulares conexiones; y mucho más de ciertas generalidades que me entretuvieron grandemente, por ser Carmen quien hizo el mayor gasto en la conversación.
Llegó la hora de despedirme de ella, y salí con don Serafín a la calle. Recorrimos otras muchas, siempre bajo la dirección de mi amigo, que se complacía en no llevarme dos veces por una misma; y en la de la Magdalena nos detuvimos delante de una fachada medio cubierta de carteles.
-Este es el teatro de Variedades -me dijo Balduque-. Veamos qué función habrá en él mañana... La misma de esta noche, Adriana: ¡soberbio! Verá usted qué Teodora Lamadrid y qué Joaquín Arjona. Es cosa de partírsele a uno el alma, según dicen los que han visto la tragedia... Tomando de víspera la localidad, cuesta una friolerilla de surplús; pero tiene uno la seguridad de no quedarse sin asiento y la ventaja de escogerle a su gusto.
Entramos en el vestíbulo, y pasando a la contaduría del teatro, pidió y escogió don Serafín cuatro delanteras de grada, que importaban menos de treinta reales, que me apresuré a pagar con sumo gusto.
-Ahora, a brujulear otra vez -me dijo el cesante mientras salíamos a la calle y me guardaba yo los cartoncitos que, según me informó don Serafín, y no me pesó de ello, pues jamás las había visto más gordas, acreditaban mi derecho a entrar en el teatro y a sentarme en la localidad pagada.
-Mañana cuidaré yo de ir a recogerle a usted a su casa; pues si se lanza solo en busca de la mía, se expone a extraviarse.
Y brujuleando estuvimos, viendo yo nuevos barrios y nuevas calles, hasta que anocheció, y se despidió don Serafín a la puerta de mi casa.
Aquella noche, o porque estuvieran más insinuantes mis paisanos, o porque me hallara yo mejor dispuesto para todo, no solamente los acompañó al café después de comer, sino a los recién inaugurados salones de Capellanes, de donde no salimos hasta muy cerquita de la media noche.
No eran entonces aquellos famosos bailes lo que han llegado a ser después acá los de su misma categoría; pero así y todo, es fácil calcular cuál sería el estupor que me produjo la inesperada contemplación de aquel mar de frenéticos, corriendo entrelazados alrededor del deslumbrante salón, al compás de una música encaramada allá arriba, entre gritos, porrazos y estridentes algarabías, teniendo presente que jamás había visto yo otros bailes que los aldeanos de mi tierra, al son del encascabelado pandero; bailes en que el demonio tiene poquísimo o nada que hacer, porque es imposible que, con toda su infernal astucia, logre extraer un adarme de malicia de aquel piafar inocente, ni de aquellas respetuosas y acompasadas mudanzas, sin asomo de contacto entre ambos sexos.
Muy a menudo me asaltaban, sin saber por qué, el recuerdo de mi padre y el de la linda costurera de la calle del Olmo, y hasta observé que coincidían estos asaltos con los instantes en que más infernal y libidinoso me parecía el cuadro; y notaba en mí, al propio tiempo, un instintivo e inconsciente empeño de ahuyentar aquellas consoladoras, pero severas imágenes de la honradez y del pudor, como se oculta, por un movimiento maquinal, la cadena del reloj en cuanto se oye gritar ¡ladrones! Pero lo cierto es que aunque me sucedían estas cosas y me pasé la noche sin tomar parte más que con la vista en el jolgorio, no me parecieron largas las horas.
Volviendo hacia mi casa con dos de mis compañeros y paisanos, pues los restantes por allá se quedaron todavía, lamentábame yo de la corrupción de los tiempos y de la perversión de las costumbres, en vista de lo visto.
-Cuando se observa de lejos, como usted lo ha observado esta noche -me respondió uno-; pero desde adentro parece muy distinto.
-Lo cierto es -concluí con la mayor ingenuidad-, que si he de sacar partido de estas cosas, necesito aprender a bailar.
Por conclusión, y después de acostarme, me, di un hartazgo de novela de Paul de Kock. Me leí Zizina de punta a cabo.