Capítulo XI

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Si me hubiera dejado llevar de las impresiones que me dominaban en aquel momento, en lugar de irme derechamente a mi posada, me hubiera detenido en la administración de las Peninsulares para comprar un billete de vuelta a la Montaña; pero como el que no se consuela es porque no quiere, yo me consolé bien pronto aceptando por buena la disculpa del señor don Augusto. Porque bien considerada, ¿en qué se oponía a lo convenido entre él y yo en mi lugar? Que estaba muy ocupado y no podía recibirme aquella tarde: ¿no me había dicho él cien veces que no le dejaban en Madrid un instante de sosiego los asuntos de su cargo? Verdad es que pudo haberme recibido siquiera para demostrarme con un apretón de manos que no me tenía olvidado, y para decirme a cuántos estábamos del asunto o cuándo podríamos tratar de él... pero ¡vaya usted a saber con quién estaría entretenido en aquellos momentos -acaso con el ministro-, y qué negocios traerían entre manos! Decididamente me cegaba un poquito la quisquillosidad montañesa, y otro tanto la novedad del elemento en que había caído de repente.

Discurriendo así y andando hacia mi casa, me encontré con el bueno de don Serafín Balduque en la calle de la Montera. Abalanzóse a mí, y me abrazó por el pecho, por no alcanzar sus brazos más arriba. Abracéle yo casi por el cogote, por no poder hacerlo más abajo sin encorvarme mucho, y me dijo el pintoresco cesante, tan pronto como nos desenredamos:

-Vengo de casa de usted. Dos veces he estado allá esta tarde.

-¿Para verme a mí?

-Para verle a usted.

-¿Algún asunto urgente, quizá?

-¡Qué asunto ni qué calabaza! El simple deseo de verle, de preguntarle si ha descansado de las fatigas del viaje, de ponerme a su disposición para acompañarle...

-Tantísimas gracias, señor don Serafín...

-¡Qué gracias ni qué calabazas, hombre!... Conozco a Madrid a palmos; no tengo en estos primeros días maldita la cosa que hacer, porque del destinillo de temporero que se me ha proporcionado en una empresa particular, no puedo tomar posesión hasta mediados de mes, por no dejarle hasta entonces el sujeto que hoy lo desempeña; y, por último, tendría un grandísimo placer en servirle a usted de algo... y aquí estoy a su disposición.

Si en estas fervorosas declaraciones no entraba para nada, la circunstancia de mi supuesta intimidad con el señor de Valenzuela, la conducta de don Serafín era por todo extremo digna de mi mayor gratitud.

-¿Y Carmen? -le pregunté.

-Tan buena y tan guapa -me respondió-; quiero decir, tan alegre y entretenida, arreglando los cuatro cachivaches de nuestra casita... que es de usted también.

-No he olvidado la oferta, señor don Serafín; y sepa usted que si no he ido a visitarlos ya, es porque no he tenido tiempo.

-¡Calabaza!, pues si llegó usted ayer, y es además forastero en la corte... Pero más días hay que longanizas; y sépase usted que tanto Carmen como yo contamos con la visita.

-Ahora mismo, si usted quiere, voy a pagar con el mayor gusto esa deuda de cortesía.

-Poco a poco, señor don Pedro: hoy no está mi casa en disposición de que la honren personas tan distinguidas como usted.

-¡Señor don Serafín!...

-La verdad pura, amiguito: nunca me perdonaría Carmen que yo le permitiera a usted asaltar hoy nuestro chiribitil.

-¿Por qué?

-Porque ya usted sabe que las mujeres transigen con todo menos con que se las sorprenda desaliñadas y con los trastos de la hacienda patas arriba... ¡y le aseguro a usted que tiene que ver la pobre muchacha en su afán de acabar para mañana el arreglo de la casa sin otra ayuda, que la de Quica!... Ello es poco; pero como la gracia está en que se ha de ver la cara hasta en los suelos...

-¿De manera que usted conservaba su casa puesta en Madrid?

-¡Calabaza!... ¡Pues buenos están los tiempos para esos lujos!... Lo que hay es que tengo cuatro trapitos y media docena de trastos viejos aquí, hace ya muchos años, en poder de un amigo, comerciante de ultramarinos. Me dejan cesante en provincias, donde, si lo puedo remediar, vivo con los muebles alquilados, y si no, hago almoneda de ellos, como me ha sucedido ahora en Santander, y le digo al amigo de Madrid: «dómame una casita barata y pásame a ella el pobre ajuar que me tienes recogido»; y el amigo me sirve, mirando por mis pobres intereses como si fueran los suyos propios, mientras llego yo de provincias... porque ya usted sabe que tan pronto como me dejan cesante, me vuelvo aquí a pretender de nuevo, con el surplús de un empleíllo particular que nunca suele faltarme... el mendrugo del día, como si dijéramos... Esto me sale mucho más barato que vivir de posada... Pero ¿por qué estamos parados en medio de la acera, señor de Sánchez? Lo mismo podemos echar un párrafo andando... ¿Iba usted a su casa?

-Sí, señor; pero como nada tengo que hacer en ella hasta la hora de comer, y son las tres de la tarde, lo mismo me da ir con otro rumbo, si usted quiere.

-Pues vamos a brujulear un poco por esas calles para que comience usted a conocerlas.

Esto dicho, retrocedí yo; y mientras bajábamos hacia la Puerta del Sol, me dijo, entre otras cosas, el bueno de don Serafín:

-¿Y cómo va de visitas?

-¿De qué visitas? -pregunté a mi vez.

-¡Calabaza!, de las innumerables que tendrá usted que hacer en Madrid... porque ustedes, los pudientes de la Montaña, son el mismo demonio en este particular.

¡Los pudientes de la Montaña!... ¡Pudiente yo!... Este piropo me hizo recordar que por un escrúpulo, hijo a medias de mi vanidad y del triste efecto que me causó la historia de don Serafín, este pobre hombre ignoraba que era yo en la corte tan pretendiente como él, y acaso más desvalido, pues que ni siquiera me recomendaban sus años de servicios y sus grandes desventuras. Oyóme decir que era mi íntimo amigo el Excelentísimo señor don Augusto Valenzuela; me vio caminando hacia Madrid, bien vestido y guapo mozo, y túvome por algo.

¡Si me hubiera visto una hora antes sudar de congoja en casa del resonante manchego, y lacio y desvaído a la puerta de su despacho, después de darme con ella en las narices!... Parecióme un pecado mortal la falsa idea que había hecho concebir de mi importancia al pobre cesante, y allí mismo le hubiera sacado de su error, si un vago presentimiento que comenzaba a dominarme, no me hiciera reputar por inútil la rectificación. Pero le dije, tratando de hablar en verdad, sin ser la verdad misma:

-Ni soy pudiente, señor don Serafín, ni tengo que hacer en Madrid más que una sola visita, que, por cierto, está ya medio hecha.

-¿La del señor de Valenzuela, acaso? -preguntó el cesante clavando en los míos sus ojos vivarachos.

-La misma -le respondí-. Y digo que está ya medio hecha, porque, aunque he saludado a su familia, no le he visto a él todavía, por estar muy ocupado en su despacho.

-Como siempre -respondió mi acompañante, metiendo ambas manos en los correspondientes bolsillos del pantalón- Esos señores jamás se desocupan... ¡Pues si tuviera usted que pedirle algo!... ¡Como no le cogiera usted a tenazón, calabaza, ya podía aguardarle sentado!... Lo mejor de mi vida me he pasado yo enamorando porteros y volviendo «mañana» a contemplar la puerta de todos los Valenzuelas habidos hasta ese amigo de usted. A esas gentes hay que apretarlas por arriba.

-¿Cómo por arriba?

-Quiero decir, con recomendaciones que manden, no que supliquen... Pero esto tiene que ver conmigo, pobre menesteroso, no con usted, que, por su suerte, nada. tiene que pedir a estos farsantes...

Con un pretexto cualquiera atajé a don Serafín en estos razonamientos, que me descorazonaban lo que él no podía imaginarse, y manifestéle mi deseo de que consagráramos el resto de la tarde puramente a brujulear por las calles, como él me había dicho, para que empezara yo a conocerlas. Y así lo hicimos durante dos horas, al cabo de las cuales me volví a la posada, acompañándome don Serafín hasta la puerta, donde nos despedimos después de haber convenido en que al día siguiente iría a buscarme para continuar el «brujuleo» y conducirme él a su propia casa.

A las seis de la tarde, o más bien de la noche, y tan pronto como llegó el último de mis compañeros de posada, comimos. Encontrábame yo bastante rendido y muy perezoso todavía, y no quise aceptar ninguno de los modos que aquellos buenos paisanos me propusieron de pasar la noche en su compañía. Resuelto a no salir de casa y a acostarme temprano, pedíles una novela, y me dieron a elegir entre más de ciento que me fueron mostrando, llevándome de alcoba en alcoba. Todo Paul de Kock andaba por allí; lo más crudo de Pigault-Lebrun; lo selecto de Dumas y Soulié; El judío errante, a la sazón objeto de las más terribles anatemas de la censura eclesiástica, y Nuestra Señora de París, prohibido también por el Ordinario.

¡Inexplicables contubernios de juveniles y veleidosas fantasías! Revueltas con aquel fárrago de malas pasiones y de libidinosas profanidades, andaban las Confesiones, de San Agustín, y la Guía de Pecadores, de Fray Luis de Granada.

Tomé al azar unos cuantos volúmenes de los profanos, y me encerré con ellos en mi alcoba, mal alumbrada por la luz vacilante y perezosa de un velón de tres mecheros, pero con una sola mecha, que la patrona había colocado sobre una mesita de pino, muy arrimada a la pared. Allí, engurruñado en una silla de paja, con la cabeza entre las manos, los codos sobre la mesa, y el libro debajo de las narices, devorando páginas y más páginas, engolosinado con las travesuras, no siempre santas, de estudiantes y grisetas, y seducido por los lances, tan inverosímiles como descomunales, de Los tres mosqueteros, me dieron las doce de la noche, y quizá me la hubiera pasado toda en vilo, si las continuas oscilaciones de la llama del velón, que no parecía sino que andaba bregando por no caerse, como cuerpo escaso de vida, no me hubieran advertido que iba a quedarme a obscuras. Aproveché los últimos destellos de la luz, que se moría por momentos, para meterme en la cama; y tan deprisa anduve, que aún me sobró tiempo para ver desde ella las fantásticas sombras que dibujaba en techo y paredes el incesante caer y levantarse de la expirante llama, que al fin se extinguió con un débil chirrido, mientras comenzaban a confundirse en mi cerebro amodorrado las monstruosas sombras que aún conservaba en mis retinas sensibilizadas, y el recuerdo de las pendencias, liviandades, estocadas y travesuras, cuyos relatos acababa de devorar yo sin punto de sosiego.