Capítulo X

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Con las indicaciones que llevaba yo bien impresas en la memoria, no me costó gran trabajo dar con la calle del Príncipe. Una vez en ella, pronto encontré la casa. El portal era grande, la escalera ancha y vieja, de ladrillo el suelo de los descansos, y acuarteronada y sarpullidas de gruesos clavos las puertas de los pisos. Llamé a la del segundo, y me abrió un criado a quien yo conocía de haberle visto en mi lugar. Mostróseme un si es no es risueño, y díjome que el señor no estaba en casa; preguntéle por la familia, y me respondió que aguardara la respuesta. Fuese por aquellos pasillos adelante, y volvió luego para conducirme a la sala, en la cual me dejó encerrado y a media luz. La estancia aquélla era amplísima; tenía rica alfombra en el suelo, lujosos cortinones en las puertas, grandes espejos en las paredes; brillaban el oro y la seda en los sillones, y estaban mesas y veladores cubiertos de cachivaches y muñecos tan varios como artísticos. Jamás me había visto entre tanto lujo, ni le había soñado siquiera; me daba lástima pisar aquel finísimo vellón con mis botas de becerro, y no me atreví a sentarme sobre el pulido raso de la sillería. La dudosa calidad de mi vestido, aunque flamante, realzaba su ordinariez y aspereza entre aquellas tintas brillantes y delicadas, y yo mismo, aunque de buen cutis y no mal perfilado, me veía en los espejos con un no sé qué de montaraz y palurdo, que me hacía sudar de congoja. Viéndome en tal guisa y tomándolo muy a pechos, sentí que también me iba embruteciendo por dentro, y temí que cuando llegara el caso de hablar en aquel aparatoso escenario, mis palabras y mi estilo, y hasta mis ideas, habían de disonar tanto como mi persona. ¡Tan pobre concepto había formado de mí mismo en presencia de aquellas inesperadas y desconocidas grandezas, testimonios deslumbrantes de la altísima importancia de las personas a quienes iba a molestar, recordándoles el mendrugo que me habían ofrecido en mi pueblo! Malo es el pecado de la petulancia y del atrevimiento desfachatado, pero el de la modestia que raya en sandez, como el que yo cometía entonces, creo que es mucho peor.

Cerca de media hora pasé sumido en aquel espanto; y ya me asaltaba también el de que me dejaran allí olvidado, lo cual hubiera tenido que ver, cuando reapareció el consabido sirviente; abrió las puertas que daban a un gabinete, alzó el pesado cortinaje, y apartando el cuerpo a un lado, me dijo, mostrándome con la zurda la despejada senda:

-Pase usted.

Y pasé a otra estancia más pequeña, pero no menos lujosa que la que dejaba atrás. Había allí tres personas arrellanadas en sendas butacas de rica tapicería. Una de las personas era Clara, no con aquel desgaire en que yo solía verla en mi pueblo, sino cargada de moños y follados muy sobresalientes; tenía delante un lindo costurero y entre manos una labor casi invisible por su tenuidad y sutileza. En buena justicia, no debí quejarme del recibimiento que me hizo, pues siendo ella la misma sequedad, quiso como sonreírse, y hasta me presentó a su madre, que se sentaba cerca de ella. La turbación en que yo me hallaba no me impidió ver, a la primera ojeada, los afeites y perifollos con que aquella señora quería falsificar su fe de bautismo. Después acá he conocido muchas mujeres de su tipo, viejas presumidas y rebeldes contumaces al poder de los años y a la ley de la naturaleza; madres frívolas que ven con mayor pesadumbre la caída de un diente o la aparición de una nueva arruga que la muerte de un hijo. Ya se sabe que la señora de Valenzuela se llamaba Pilita; y bastaba verla una vez, afectando aires y hasta formas de niña dengosa y elegante, para comprender la razón del diminutivo con que se la conocía.

Vuelta de espaldas a la poca luz que entraba en el gabinete por una vidriera oculta entre cortinajes, entreteníase en juguetear con un abanico, que abría y cerraba sin cesar, inmóvil en la postura estudiada que parecía haber elegido para lucir a un tiempo su afectada altivez, su vestido, su pie pequeño y su busto de Ceres trasnochada. a la presentación hecha por Clara, respondió con un imperceptible movimiento de cabeza, mirándome al mismo tiempo con los ojos fruncidos y con un gesto entre desdeñoso y de asco, como si contemplara un bicho raro y molesto. Recuerdo perfectamente, porque fue uno de los detalles que más me desconcertaron, que al sonar mi nombre en los labios de Clara, le subrayó su madre con un riiichsss-raaachsss de su abanico, que me hizo el mismo efecto que si me te barriera con una escoba.

Detrás de Pilita estaba su hijo Manolo, a quien también me presentó Clara al mismo tiempo que a su madre. Era un mozo encanijado y escrofuloso, con una barbucha lacia, mucha nuez poco pelo, largas uñas, dientes rancios, gran pechera, poca corbata, largo talle y ojos saltones. Hojeaba un grueso volumen con láminas, respondió a mi saludo, desconcertado y humilde, con un amago de levantarse de la butaca en que estaba repantigado, y una inflexión de pescuezo; pero ni acabó de incorporarse, ni me dijo una palabra, ni cerró el libro por entero.

Yo me senté en una silla que estaba desocupada cerca de Clara, y pregunté por don Augusto. Respondióme su hija que estaba en el ministerio... y se acabó la conversación. Como Pilita no cesaba de mirarme con los ojos fruncidos, ni cesaban tampoco los riiichsss-raaachssg de su abanico, únicos rumores que se oían en la estancia, no contando tal cual ronco carraspeo de Manolo, y Clara no levantaba la vista de su labor, convencíme de que mi presencia era allí un estorbo, pero un estorbo ridículo, por haberme metido donde no me llamaban. De todas maneras, ya fuera esto la pura verdad, ya que mi cortedad de aldeano me hiciera ver visiones, el hecho innegable era que yo estaba representando en la visita un desairadísimo papel, sin que hubiera en mi derredor un alma caritativa que me prestase su auxilio para salir del atolladero; y esta fundadísima consideración acabó de desconcertarme: no sabía qué postura tornar en la silla, ni cómo romper aquel silencio enloquecedor, más bien medido que roto por el diabólico charrasqueo del abanico de Pilita; y, sobre todo, cómo preparar una despedida decorosa que no dejara entre aquellas gentes un recuerdo grotesco de mí. Si no por echarlo a perder, yo hubiera dicho a aquellas desatentas señoras, y muy especialmente para que me oyera el grosero mozo que no cesaba de hojear el librote con láminas:

-Han de saber ustedes que yo he venido aquí en virtud de lo convenido en mi lugar con el señor de Valenzuela, que me lo propuso, y con usted, Clara, que lo aplaudió, muy pocos días hace, cuando mi padre y yo nos despepitábamos por hacerles llevadera la vida de la aldea, y ustedes parecían muy satisfechos de nuestras cordialísimas y desinteresadas atenciones. Si mi inexperiencia y cortedad de aldeano me han puesto en este trance angustioso al pisar por primera vez en mi vida alfombrados salones, y verme entre gentes encopetadas a quienes jamás he saludado, a usted, Clara, que me ha tratado y sabe por qué vengo y a lo que vengo a esta casa, y que no en todo soy tan zafio como en el arte de presentarme con desembarazo en ella; a usted, repito, le toca sacarme del apuro, apuntando la única conversación que aquí vendría al caso ahora, o diciéndome cuándo y en dónde podría yo hablar con el señor de Valenzuela.

Pensaba yo todo esto, cuando la ruda voz de Clara se dejó oír de este modo:

-¿Va usted a estar muchos días en Madrid?

No podían darse unas palabras más opuestas a las que, en mi concepto, debían salir de los labios de Clara, puesto que la tal pregunta revelaba un completo olvido del asunto que me llevaba a Madrid y a aquella casa. Prodújome este desencanto cierta irritación de espíritu, y respondí al punto:

-Eso dependerá de lo que disponga el señor don Augusto.

Un fortísimo riiisch, terminado en seco, me hizo volver los ojos hacia Pilita, y observé que no sólo fruncía los suyos para mirarme, sino también las cejas, como si, al oírme, la moviera la curiosidad tanto como el desdén. No replicándome Clara una palabra, pensaba yo explicar mi respuesta, y de este modo encarrilar a mi gusto la conversación, cuando se presentó a la puerta del gabinete el sempiterno criado, y dijo con voz solemne, mientras hacia media reverencia:

-El coche.

Estas palabras, dos charrasqueos muy briosos del abanico de Pilita, una mirada harto dura de Clara, y el arrojar Manolo su libraco sobre un velador, me dieron a entender en el acto que yo estaba allí de sobra. Levantéme, y de muy buena gana, puesto que la casualidad deparaba a mi visita un término menos ridículo que el que yo estaba temiéndome; mas no quise despedirme sin preguntar dónde y a qué hora podía yo ver al señor don Augusto.

-En el ministerio toda la tarde -me respondió Clara.

-¿Está usted segura -volví a preguntar, escarmentado con lo que acababa de pasarme allí-, de que me recibirá en su despacho, o me dejarán llegar a él?

-¿Y por qué no? -me preguntó a su vez Clara con ceño adusto.

-Por sus muchas ocupaciones, verbigracia -respondí tratando de enmendar el efecto de la sequedad de mi reparo.

Entonces Clara, abriendo las portezuelas de un mueble adornado de ricos embutidos, que estaba cerca de mí arrimado a la pared, sacó una tarjeta con su nombre, y me la dio después de escribir algunas palabras en ella con lápiz.

-Haga usted que le entreguen ésta -me dijo al dármela.

Agradecí el obsequio, y me despedí con toda la finura y elegancia de que me juzgué capaz.

Ya en la calle, por demás se entiende que no pensé en otra cosa sino en analizar por átomos el quid de la visita que acababa de hacer. ¿Debía yo tomarlo en cuenta para calcular el éxito de mis planes? Verdaderamente que lo acontecido en casa del Excelentísimo señor de Valenzuela no se parecía en nada a lo que yo esperaba de la cuasi intimidad que en mi pueblo me unía al encopetado personaje, y aun a su hija, ni guardaba la más mínima relación con las espontáneas y reiteradas ofertas de amparo, hechas por el aparatoso manchego; pero ¿qué mayor afabilidad podía esperar yo del seco y desabrido carácter de Clara? ¿Fue, por ventura, en mi lugar, mucho más expresiva y afectuosa conmigo, cuando faltaba alguna circunstancia externa cuyo peso rompiese el hielo de su naturaleza esquiva? En cuanto a su madre y a su hermano, ¿qué obligación tenían ellos, fatuos o insubstanciales madrileños, de ser corteses y obsequiosos con un ente como yo, que comienza por sudar gotas de angustia en cuanto se ve entre alfombras y tapices, y se ataruga y atraganta con el charrasqueo de un abanico en manos de una vieja presumida? Lo que a mí me importaba era que el señor don Augusto Valenzuela me cumpliera lo ofrecido; y hasta entonces nada había acontecido que a ello se opusiera. Del repolludo manchego, hombre sencillote y locuaz, atento y cariñoso, tenía yo que esperarlo todo; y con él iba a tratar tan pronto como las puertas de su despacho se abrieran con el talismán que guardaba en mi bolsillo.

Discurriendo así y tropezando con todo el mundo, llegué al ministerio, cuyas señas había pedido yo oportunamente. ¡Dios sabe las vueltas que di en el laberinto de sus escaleras, pasadizos y encrucijadas, hasta llegar al departamento de que era jefe el señor de Valenzuela! Preguntó por él a un portero soez que apenas se dignó responderme. Mostréle la tarjeta: y al ver el nombre litografiado en ella, desarrugó un poco el fruncido ceño, la tomó en la mano, y diciéndome que le aguardara allí, fuese; abrió, con el rechinamiento de un mastín que se despierta, una mampara que se veía enfrente, y desapareció a la parte de allá, cerrándose sola también entre gruñidos, y por la virtud de un resorte, la mugrienta y resobada hoja.

Poco después volvió el portero.

-Que venga usted otro día -me dijo-, porque hoy está muy ocupado.

-¿Cuándo? -preguntó con las alas del corazón caídas.

El adusto cancerbero se encogió de hombros y me volvió la espalda.