Capítulo IX

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Hallé cuarto en la posada aquélla, aunque obscuro y angosto; y por él y la comida ajustéme en siete reales diarios. Por de pronto me sirvieron un tentempié; a las tres de la tarde, después de escribir a mi padre, me metí en la cama, y del primer tirón dormí hasta las, ocho de la mañana siguiente. Tal necesidad tenía yo de dar descanso y mullida a mis huesos machacados.

A las diez me llamó la patrona para almorzar; y la misma mujer, ajamonada y no fea ni sucia, me condujo al comedor a través de un tortuoso, nada claro y estrecho pasadizo. Estaba la mesa preparada para ocho personas, en una estancia reducidísima, con luces a un patio.

-Siéntese usted -me dijo-, que enseguida vendrán los demás; todos chicos cariñosos y paisanos de usted.

Sentéme en la silla indicada por la patrona, y marchóse ésta. Momentos después comenzaron a llegar «los demás». ¡Sorpresa jamás olvidada por mí! Primeramente llegó un joven repolludo, blancote y de afeminadas facciones, en calzoncillos de punto, con botas de charol de altas cañas de tafilete encarnado; una levitilla corta puesta del revés; una toalla por corbata, y gorrita de jockey: cabalgaba sobre el lomo de una silla de paja, y con ella entre piernas caracoleaba y daba brincos y hasta botes de carnero; castigábala a menudo con un latiguillo, y no sin grandes fatigas consiguió arrimar a la mesa la contrahecha cabalgadura. Apeóse de ella, enderezóla, me saludo muy fino, volvióse junto a la puerta, y allí se cuadró. Apareció enseguida en el hueco de ella un mozo moreno, de rizada melena negra, altísimo sombrero de copa, tirillas de papel, a la inglesa, corbata blanca, ceñido frac azul con botones dorados, pantalón negro, tan raído y maltrecho como el frac, guantes blancos de algodón y zapatillas de badana. Andaba este personaje a paso trágico, y miraba con altivo gesto. Inclinóse el lacayo delante de él, y después de recibir de sus manos el sombrero y los guantes, preparóle una silla junto a la mesa. Sentóse el caballero grave y solemne; saludóme también muy fino, y se acomodó a su lado el fingido jockey después de arrojar debajo de la mesa los guantes y el sombrero de su señor. Tras éste llegó un mozo de negra barba, tipo árabe, con un viejo albornoz sobre los hombros, boina blanca en la cabeza, un diccionario de la Lengua debajo del brazo y una guitarra en la mano; al cual mozo acompañaba un cuarto personaje, asaz largo y macilento, despechugado, mal ceñido de calzones y peor trajeado de cintura arriba; pero muy armado de espadín de veras al costado, y con un sombrero de tres picos de lo más superior y neto, sobre la cabeza. Casi al mismo tiempo que estos dos comensales vinieron otros tres: el uno rehecho, musculoso, chispeante de mirada, muy crespo de bigote, envueltos el cuello y las quijadas en una bufanda de veinticinco colores, y sobre el occipucio una montera asturiana; el otro cubría el suyo con un raído bonete de doctor, cuya amarilla borla, grasienta y deshilada, parecía un ataque de ictericia mortal: no recuerdo al pormenor lo demás de su vestido, aunque puedo jurar que todo ello no valía tres pesetas. Acaso no valiera tanto lo que llevaba encima el último estudiante que entró en el comedor, y cuya especialidad digna de mención era el ir tocado con una papalina.

Con estos tres huéspedes se llenó la mesa, y yo me vi entre todos ellos dudando si soñaba o si era lo que delante tenía un anticipado carnaval... o una burla que querían dedicar a mi rustiquez de lugareño aquellos endiablados montañeses. Esta sospecha me desconcertó un poquillo, por ser cosa muy distinta lo que yo me prometía al acomodarme en aquella posada, y no contar con paciencia bastante para tomar a risa zumbas de tal calibre y tan inmerecidas. Afortunadamente me convencí muy pronto de que las sospechas me engañaban, pues una vez arrimados a la mesa los estudiantes, mostráronse conmigo atentos conterráneos y corteses camaradas, sin ajustar, para maldita de Dios la cosa, su comportamiento al tono de sus raros disfraces, antes bien, olvidados de ellos como si ya no los llevaran encima, o el llevarlos así fuera la cosa más natural del mundo; incongruencia que daba al cuadro el aire más cómico y pintoresco que puede imaginarse. En adelante observé que ni un solo día se sentaron a almorzar aquellos mis compañeros de posada vestidos como Dios manda, y por eso cito el hecho; que de haber ocurrido una vez sola con aire de calaverada, no tendría gracia maldita.

Noté que las prendas más codiciadas de todos eran el espadín y el sombrero de tres picos, piezas correspondientes al uniforme que usaban entonces los alumnos de la Escuela de Ingenieros civiles, a la cual pertenecía el mozo de la bufanda pintoresca y de la montera asturiana, que jamás en casa quitaba de su cabeza. Algo más incomprensible era la tenaz afición del taciturno del albornoz y la cara moruna al diccionario de la Lengua y a la guitarra. No conocía dentro de casa otros entretenimientos que puntear la una y hojear el otro. Qué conexión misteriosa podía haber entre ambos instrumentos, nunca lo supimos, ni nos lo quiso decir entonces el aficionado a ellos, ni muchos años después me lo ha podido explicar, ni se explicará en los siglos de los siglos. Pero es un hecho que no negarán el interesado ni los testigos de él que aún viven y pueden dar fe de la exactitud de todos estos y los otros mis asertos, en la confianza de que no he de sacar a relucir aquí otras menudencias de los mismos tiempos y del propio lugar por respetos fáciles de presumir.

También este pasaje de mis apuntes es de los que habían de provocar desdeñosa sonrisa en los imberbes escolares al uso; y sin embargo, merece algún respeto como dato curioso para la historia de las costumbres; pues han de saber estos hombres precoces, que aquellos muchachos recalcitrantes no eran menos listos, ni más tontos, ni menos ingeniosos que ellos; pero les daba por las susodichas inocentadas, porque no era costumbre entonces entre los estudiantes fundar periódicos batalladores ni asaltar las cátedras del Ateneo y de las Academias para difundir la luz de la ciencia por todos los ámbitos de la patria; tarea peliaguda, cuyo intento estaba, con mediana suerte, encomendado a unos cuantos hombres con canas y de reconocida autoridad.

Durante el almuerzo, supe de qué pueblo de la Montaña era cada uno de los estudiantes, y supieron ellos de dónde era yo. Recuerdo que el jockey (muerto pocos meses después, de una tisis galopante), su amo (médico de nota hoy) y el larguirucho del espadín (años ha desaparecido del mundo de los mortales), eran de la capital: el árabe de la guitarra y del diccionario, malogrado arquitecto entonces y hoy encanecido entre los azares de los negocios, trasmerano; el de la bufanda pintoresca y la montera asturiana (capaz de improvisar ahora un camino de hierro sobre dos hilos de araña), de Toranzo; el de la papalina, de Torrelavega, y el de la amarilla borla, pasiego.

Diéronme por de pronto minuciosas señas de la calle del Príncipe, porque yo les dije que en ella vivía don Augusto Valenzuela, a quien necesitaba visitar; me explicaron cómo podría yo, recién llegado a Madrid, con algún dinero en el bolsillo, pasarlo regularmente entretenido, de día brujuleando por las calles, de noche con ellos, a primera hora en el café de La Esmeralda, en la calle de la Montera, y más tarde en Capellanes o en el paraíso del Teatro Real, etc., etc., y para matar las horas sobrantes dentro de la posada, brindáronme con una copiosa colección de novelas, cuyos títulos me cautivaron desde luego. No podían ofrecerme comidilla más de mi agrado: la novela era mi tentación... ¡y cuánta había en aquella casa donde apenas existía un libro de texto!

Estando de sobremesa todavía, entró en el comedor un joven muy bien vestido, hasta elegante. Saludó breve y expresivamente a todos los comensales a la vez, y se dejó caer en el desvencijado sofá que estaba debajo de las vidrieras por donde pasaba la luz del patio. El tal mozo era pequeñito y flaco, blanco de tez, de mirar sutil y malicioso; barba corta, pero negra y espesa; el cabello ralo, y muy limpio y bien aliñado todo su traje. Recibiéronle muy regocijados mis siete compañeros de mesa, y tuvo para cada uno de ellos algún apóstrofe picaresco y bien adecuado al caso y a la persona. Continuando el tiroteo de frases, no siempre de color de rosa, acertó alguien a preguntarle por «el poema»; respondió que «así» le tenía aún; rogóle el estudiante del frac azul que les recitara otra vez la introducción, y no hubo necesidad de repetirle el ruego. Con reposado y solemne ademán, sonora voz y magistral acento, comenzó a soltar octavas reales por aquella boca. No he oído jamás cosas más indecentes ni versos más gallardos, robustos y armoniosos. Quevedo no los hizo mejores. Terminada la introducción del poema, que a mí, pobre o inexperto provinciano, me puso colorado de vergüenza, comenzó el poeta a recitar epigramas de su cosecha contra todo lo existente y otro tanto más: graciosísimos, punzantes o ingeniosos. Yo estaba asombrado. Estrujando el chirumen en mi aldea y royéndome hasta las puntas de los, dedos, había logrado escribir media resmilla de ternezas quejumbrosas, insulsas y descoloridas, ¡y aquel mozo tenía en la cabeza una fábrica de versos y otra de malicias y donaires!

El empecatado poeta era extremeño: se llamaba Mata; llamábanle Matica, y estudiaba medicina en el colegio de San Carlos, es decir, debía estudiarla, porque llevaba nueve años matriculándose en la facultad, y aún no había llegado a la mitad de la carrera. Conocía a todo Madrid, y tuteaba a la cuarta parte de él. Era mozo de verdadera chispa; pero sin señales de juicio, y muy capaz de poner en solfa la misma Summa Theologica. Había acometido muchas obras serias; recitaba comienzos magníficos, estrofas incomparables de composiciones épicas y místicas, trozos en los cuales parecía emular la entonación robusta de Herrera y la dulzura y suavidad de Fray Luis de León; pero de allí no pasaba jamás: destellos, chispazos de un fuego cubierto de frías y sucias cenizas; lo vulgar, lo grotesco, lo brutalmente carnal le solicitaba; desvanecíale la altura; el águila perdía sus bríos, y descendía rápida a manchar sus alas en los lodazales de la tierra. Frecuentaba las redacciones de los principales periódicos de Madrid, y en todas ellas se hubieran recibido con palmas las flores de su ingenio, si éste hubiera sido capaz de amoldarse a las condiciones sanitarias, digámoslo así, en que vivían los suscriptores y la ley de imprenta; se le tentó con halagos de todas especies, hasta con pingües sueldos... todo inútil; aquel pájaro no sabía cantar dentro de la jaula, ni podía sujetar los raudales de sus armonías a ninguna ley; necesitaba la libertad del monte para dar al viento toda la rica variedad de los registros de su numen, y así cantaba como un salvaje.

Es muy de notar que en su trato ordinario era culto, y revelaba sus instintos de artista de raza hasta en las cosas más nimias; su conversación era siempre amena, su imaginación fecundísima; su habilidad para trazar en cuatro rasgos la biografía de un personaje de los infinitos que él conocía en la política, en las artes y en las ciencias, tremenda; sacaban sangre sus trazos, y levantaba ampollas su colorido. Oyéndole pocas veces, se le creía capaz de las más altas empresas; frecuentando su trato, se caía bien pronto en la cuenta de que tenía dos enemigos invencibles: la sujeción y el método. Era un vagabundo incurable que derrochaba su ingenio a borbotones en las mesas de los cafés y entre estudiantes desenfadados. Estaba bien por su casa, y de eso vivía holgadamente en Madrid, pues no era vicioso ni gastador. Había sido condiscípulo de algunos de mis compañeros de posada, y por eso la visitaba de vez en cuando.

Todo esto me contaron de él, enseguida que se marchó, los que creían conocerle más a fondo. No tardé mucho en persuadirme de que el retrato moral, aunque parecido, no era exacto. Matica valía mucho más.

Deshecha la tertulia de sobremesa, vestíme con lo mejor del baúl, y lancéme a la calle, buscando, medio a tientas, la del Príncipe, donde vivía el Excelentísimo señor don Augusto Valenzuela, causa tentadora de mi presencia en Madrid, y faro, luz y guía de todas mis esperanzas.