Capítulo II

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Los Garcías se llamaban así, en plural, siguiendo una costumbre muy añeja en el pueblo, como se dice los Osunas y los Oñates, aludiendo más a la casta en general que a sus individuos en particular; costumbre que revela cierta importancia en la cosa nombrada, por no ser ésta casual y transitoria, sino de influjo permanente y extensa envergadura. Por lo demás, en el tiempo a que me refiero, no había en mi lugar más que un solo García, de los Garcías temibles y manducones; pero este García era alcalde casi perpetuo, y administrador de los consabidos bienes del Infantado, y administrador y alcalde había sido su padre, y alcalde y administrador su abuelo, y todos ellos mercadistas, ferieros y gente de mucha trapisonda: ninguno de ellos fue más malo que su antecesor, y todos adolecían de los mismos achaques. De aquí la costumbre de nombrarlos a todos juntos aunque se tratara de uno solo.

Su no disimulada inquina a los Sánchez, también venía de padres a hijos, así como sus burlas y menosprecios. Y esto consistía, a mi entender, en la media levita de mi casta, hidalga aunque pobre distinción que inspiraba cierto respeto en el pueblo; el cual respeto jamás lograron conquistar ellos con sus interesadas y vejatorias demasías. A pesar de ellas, no levantaba su casa un dedo más que la nuestra, ni en el pico del arca atesoraban mayores caudales que mi padre en su viejo y claveteado pupitre, ni sus ganados eran más copiosos ni más lucidos que los de mi casa, ni llegaba a cuarenta carros de tierra la diferencia que nos sacaban en fincas de labranza, aun contando a su favor las heredades que llevaban en arrendamiento de las mismas que administraban. Pero ¡ya se ve! eran los tales de cepa labradora, y ellos se lo guisaban y ellos se lo comían; y como con lo que cuestan una mala levita de paño fino y unas faldas de alepín de la reina y una hornada de pan de trigo, se compran cuatro chaquetas de paño pardo, seis refajos de estameña del Carmen y una carga de maíz, siempre andaban ellos más nuevos y galanes que nosotros, y hasta si se quiere, más hartos y satisfechos de estómago, y, por ende, más alegres y descansados; es decir, que relativamente, vivían con mayor desahogo que nosotros, puesto que eran labriegos bien acomodados, al paso que los Sánchez éramos señores menesterosos. De aquí sus zumbas y menosprecios, y el andar mi padre muy retraído siempre y algo acoquinado, y sus hijos poco menos.

Pues de las garras de un enemigo tan temible había de sacar yo la plaza de secretario del ayuntamiento, cuando vacara, y la administración de los bienes de la casa del Infantado, cuando Dios quisiera. Hay que advertir además que mi padre no tenía en toda la provincia ni fuera de ella un apoyo que valiera dos cuartos. Los valedores de los hombres como mi padre, habían pasado para no volver, al decir de amigos y enemigos, al paso que los Garcías, como gentes activas en el nuevo curso de ideas y de sucesos en que iba entrando la sociedad más que deprisa, tenían, en primer lugar, a los Calderetas de la villa no lejana, familia en quien venía vinculándose la representación casi oficial, y sin casi omnímoda, de los altos poderes de «arriba» para cuanto en aquellas comarcas circundantes hubiera que cortar y que rajar, lo mismo en el orden político que en el administrativo, y aun sospecho que en el judicial, en bien del Estado, se entiende, y con la mejor de las intenciones, siendo muy de tenerse en cuenta que en la tal familia había ramas de todos colores, y hombres, por lo tanto, para todos los apuros; de modo que los Calderetas siempre estaban en candelero, y, por consiguiente, los Garcías de mi lugar, ¿Cómo demonios había de conseguir yo arrancar a éstos una administración que conservaban ellos tanto por cuestión de honra como por razón de provecho? Por eso dije antes que aunque la tal administración tentaba mucho a mi padre, la consideraba tan difícil de alcanzar como acertar un terno seco a la lotería primitiva, no obstante la intimidad de mi cuñado el procurador con el juez del partido; la de éste con el regente de la Audiencia del territorio; el parentesco del regente con el marqués del Perejil...

No por tan dificultoso reputaba yo lo de la secretaría, pues como ésta había de proveerse por todo el ayuntamiento, tenía mi padre recursos propios para influir en la elección de concejales cuando llegara el caso, además de que en la casa de los Garcías no había por entonces ningún varón que sirviera para el cargo, a la sazón desempeñado por un hombre que a medida que envejecía iba apartándose del sempiterno alcalde que ya no podía verle. Era, pues, indudable que el cargo vacaría a la hora menos pensada, y no muy aventurado creer que al llegar el caso de proveerle, bien por medio de una lucha descarada o por virtud de un acomodamiento entre mi padre y el alcalde, me llevaría yo la plaza.

Felizmente ni mi padre ni yo teníamos prisa. Había en casa qué comer; yo andaba bien trajeadito, y entretenía mis ocios, que eran muchos, ora leyendo los libros de la alacena y los folletines del periódico, ora persiguiendo las codornices en la mies, las liebres y las sordas en el monte y las ánades en la costa. Pasaba también algunas temporadas, muy breves por no dejar solo a mi padre, con alguna de mis hermanas, especialmente la procuradora, en cuya casa no había los laberintos que en las de las otras, y éste mi cuñado, por la índole particular de sus ocupaciones, era de trato más atractivo para mí que el jándalo y el arbitrista, en quienes asomaban demasiado las costras del oficio, siendo muy de notarse que hasta sus mujeres se habían contaminado no poco de ellas, lo cual antes me complacía que me disgustaba; pues esa asimilación de las flaquezas de sus maridos les ahorraba la pesadumbre mortal de conocerlas.

Entre tanto, rayaba yo en los diez y ocho, y ¡asómbrense los imberbes de ahora, cansados de amar y rodar por el mundo! aún no tenía pizca de novia, ni trabajaba para tenerla, ni me acordaba de ello, ni había salido dos leguas más allá de los términos de mi lugar; y ¡asómbrense más todavía! el andar mi padre a la sazón empeñado en llevarme a dar un vistazo a Santander, me traía sin hora de sosiego, indeciso y turulato, sin poder darme cuenta yo mismo de si aquella impresión rarísima, por lo profunda y cosquillosa, me alegraba o me entristecía.

Llegó al fin el momento de decidirme, y, dos días después, el de sacar del fondo del baúl los trapitos de cristianar; meter, «por si acaso», una muda de mi padre y otra mía en la maleta; colocarla en el arzón trasero de la vieja silla de borrenes, puesta ya sobre el hirsuto lomo del manso tordillo del cura; cabalgar de un salto, mientras mi padre, con sombrero de felpa, alto y bien armado corbatín de raso negro, larga levita verde botella y botas de media caña, puesto el pie izquierdo en el estribo, pasaba con alguna dificultad su pierna derecha por encima de las vacías alforjas, atadas sobre la grupa de su peludo rocín, harto de roer los helechos de la sierra; dar un adiós de despedida a los curiosos que nos contemplaban, y salir del pueblo sacando lumbres de los morrillos de sus callejones con las herraduras de los jamelgos.

¡Válgame Dios, qué grande me parecía el mundo a medida que entraba yo en lo desconocido, y a una hondonada seguía una cumbre, y a la cumbre otra hondonada, y luego una sierra y después un valle, y otra vez la cumbre, y vuelta a la hondonada! ¡Qué variedad de contornos, de matices, de objetos, de luces y de horizontes! Aquí la aldehuela agazapada entre peñascos y robledales; allí el molino maquilero, debajo de una chopera, a la margen del río, manso y transparente, reflejando en sus aguas sus festones de laurel y zarzas, alisos y parra silvestre, y su puente de dislocados sillares, mal sostenidos por ligazones de compacta yedra; junto al fresco manantial encerrado en un arca de mohosos cantos, el solitario humilladero, obra de la piedad de un pueblo cristiano, si no de los remordimientos de un pecador arrepentido, pero reflejo siempre de una época de arraigada fe; sobre el camino que serpenteaba cuesta arriba, en lo alto de la sierra, un espeso cajigal con una ermita blanqueada: la ermita, para el santo patrono del lugar inmediato; el cajigal, para dar sombra a los romeros un día cada año. A cada paso algún signo de éstos, perenne testimonio de la fe de mis conterráneos. Y nada más puesto en razón en un país donde no hay un detalle cuya belleza, bien observada, no sea un himno de alabanza a la bondad y a la grandeza de Dios.

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Y anda, anda, siempre una loma por delante, que me parecía la última, y al trasponerla, otra nueva más allá.

Al fin se acabaron las alturas; fuese allanando el terreno; la senda áspera y tortuosa que seguíamos trocábase en sólida carretera, la carretera en ancha calzada, y los edificios próximos a ella iban perdiendo su aspecto rústico y aldeano, y enfilándose en ambas orillas. Del corralón de uno de ellos salió echando demonios el primer coche de colleras que yo había visto en mi vida. Volaba delante de nosotros entre nubes de polvo, gritos del mayoral, matraqueo del herraje y sonar de las cascabeleras de las caballerías. Perdióse pronto de vista al fin de la calzada; y siguiéndola nosotros, llegamos al camino real, anchísimo arrecife, blanco como la nieve y duro como una peña. Había allí un parador de mala muerte, y entramos en él a descansar un rato de las tres largas horas de jornada que llevábamos; tomamos un refrigerio, y ofrecimos otro a los rendidos bucéfalos, consistente en un maquilero de maíz por boca, con la correspondiente paja, no de la fina de Castilla, pues algo tiraba, por lo negra y correosa, al trigo de la tierra.

Media hora después volvíamos a cabalgar y enderezábamos el rumbo a Santander. No se tome a exageración; pero es lo cierto que me sentí nueva y penosamente impresionado al verme entre gentes extrañas por completo para mí. Entre gentes extrañas digo, porque a los pocos pasos de nuestra salida del mesón topamos con la villa principal de la comarca, patria y residencia de los Calderetas consabidos. Advirtiómelo así mi padre; y como la carretera pasaba rozando la parte principal de la villa, vi casas aparatosas, calles que se me antojaron enormes, y personas que, por el atavío, me parecieron de mucha cuenta. Algo me tentó la curiosidad, y muchas preguntas hice a mi padre y hasta le apunté el deseo de ver un poco «lo de adentro»; pero como íbamos en busca de cosa más grande, y lo restante del día no daba ya para muchas detenciones si habíamos de llegar con sol a la ciudad, contentéme con poner el rocín al paso mientras atravesábamos aquel contorno de la población, y observar lo que buenamente se nos metía por los ojos.

Dejada la villa un buen trecho a la espalda comencé a sentir en los ojos, hechos a las dulces entonaciones y suaves tintas de la agreste naturaleza, la blancura deslumbrante del camino real, cuyos trozos, como los anillos de una inmensa serpiente columbraba a lo lejos, ya trepando la falda de una sierra, ya tendidos en la llanura de un valle, aspecto fatigoso, en verdad, para el que, como yo, estaba tan poco avezado a semejante monotonía, y llevaba encima la mejor ropa de su baúl, blanqueada ya por el corrosivo polvo que movían carros y viandantes de todas especies.

Lo de los carros me admiraba mucho, viéndolos en interminables hileras, todos entoldados, y tan arrimada la yunta del uno a la rabera del otro, que parecían eslabones de una larguísima cadena.

-Estos carros que tanto te llaman la, atención -me dijo mi padre-, van de Reinosa, o de Alar del Rey, cargados de harina, a Santander, donde se embarca para medio mundo: todos son montañeses que se dedican a este tráfico. Las filas que pasan por nuestra derecha van de vacío. Cuando se haga el ferrocarril, que ahora se proyecta, entre Alar y Santander, concluirá esta carretería. ¡Gran beneficio para la agricultura, harto descuidada en las comarcas vecinas al camino real!

Pasó un coche muy grande con seis mulas, enganchadas de dos en dos.

-Eso es una diligencia -díjome mi padre- que corre, en días alternos, entre la ciudad y la villa. La que va a Madrid desde Santander es enorme, y tiene más de doce bestias. Este río que llevarnos a la izquierda -continuó- es el Besaya, reunido al Saja media legua más atrás. Luego volveremos a verle, aunque desde lejos, en su desembocadura.

Más adelante vi salir de entre un monte y una llanura verde muchos mástiles de barcos. Asombréme. Sonrióse mi padre y me dijo:

-Es el puerto de Requejada. Aquí desemboca el río. Como la ría es angosta y tú y yo estamos lejos, desaparecen a nuestros ojos los cascos de los buques entre las dos orillas; pero mira más allá y la verás culebrear por la ribera, hasta perderse detrás de unos cerros. Verás luego un pueblo sobre el más alto: pues es Suances. Allí está el verdadero puerto: San Martín de la Arena. Estos grandes edificios junto a los cuales vamos pasando son almacenes para depositar el trigo de Castilla, que viene en carros, como la harina, y se embarca en esos buques cuyos mástiles te parecen salir del monte. También esto morirá cuando se haga el ferrocarril... si se hace.

De este modo seguimos caminando más de tres horas, durante las cuales anduvimos menos de cuatro leguas, pues las cabalgaduras no podían ya con el rabo, y a mí me dolían los talones de tanto machacar con ellos, inútilmente, los peludos ijares del tordillo. Aunque mi padre no cerraba boca diciéndome cómo se llamaba cada pueblo, cada sitio, cada venta que encontrábamos al pasar, mi atención llegó a dormirse por completo y mi cuerpo a no sentir otra cosa que un quebrantamiento muy grande en los riñones.

Al cabo, me dio en la nariz el tufillo de la mar; descubrieron mis ojos, siguiendo la dirección marcada por el índice de la diestra de mi padre, un trozo de bahía con medio bosque de mástiles; entramos bajo un toldo formado por gigantescos álamos, cargados sus troncos de verrugas, achaques de su vejez; y siguiendo aquella tenebrosa pero plácida senda, antes de un cuarto de hora llegamos a las puertas, como quien dice, de Santander, donde había un parador de mucha fama. Allí nos metimos con caballo y todo; allí descansé a mis anchas, y allí cenamos y dormimos, y de allí salimos al otro día, bien temprano, a dar el ofrecido vistazo a la ciudad, de la que sólo conocía hasta entonces los faroles del alumbrado, o mejor dicho, el alumbrado de los faroles contiguos al parador, el ruido insólito de la calle y el cantar dormilento y perezoso del sereno del barrio.

De casi toda aquella rápida inspección apenas me queda otro recuerdo que el de haberla hecho; ¡tan desorientado me encontraba yo y tan atropelladamente pasaban ante mis ojos puertas, establecimientos, encrucijadas y personas! Y yo creo que de esto tuvo más culpa que mi cortedad y atolondramiento de aldeano, el desmedido afán que había en mi padre de llamarme la atención hacia todo cuanto se nos ponía delante. No cesaba un punto el buen señor: «Este del sable es un policía... Mira esta casa ¡qué balconaje!... Repara esta tienda ¡qué riquezas contiene!... Cinco soldados juntos: son de infantería... Mira a la izquierda: la casa del ayuntamiento... Mira a la derecha: la catedral... El muelle: ¡qué grandiosidad, qué palacios!... La bahía: parece un mar. Lo menos hay en ella quinientos barcos de cruz... Ésta es la pescadería: tápate las narices... Por debajo de este puente ¿le ves bien? se va a la plaza de la Verdura... Este señor de borlas en el bastón pudiera ser muy bien el jefe político. Por si acaso, salúdale como yo, pues nobleza obliga.» En fin, no cerraba boca.

Ocurriésele llevarme a oír la misa mayor de la catedral, y por esta ocurrencia sola no dije yo al comienzo del precedente párrafo que de toda aquella rápida inspección no me queda otro recuerdo que el de haberla hecho, sino de casi toda, porque es de saberse que aquella misa, que aquella hora pasada en la catedral, me dejó impresión tan honda, que no han logrado borrarla ni las peripecias más culminantes de mi vida.

A un mozo de regular sentido le es fácil construir en su imaginación una ciudad, sin haber visto otra como ella; llenarla de tiendas aparatosas, de caballeros principales... y aun de lo que no existe sino en los cuentos maravillosos; cabe, en fin, hasta mejorar la realidad, y con frecuencia se observa este fenómeno en las gentes sencillas que han soñado mucho y han visto poco. Pero es imposible adivinar hasta dónde puede elevarse, cuánto puede sentir el espíritu humano excitado por el concurso de agentes externos, de los cuales no se tiene la menor idea. Yo me vi en este caso entonces. No me maravilló el templo con sus tres naves góticas, su coro bajo frente al altar mayor, su suelo de mármoles y sus capillas sombrías; pues si he de hablar con verdad, cosa más grande y más rica me había imaginado yo para una catedral de población tan renombrada e importante; pero comenzó la misa, y ya el ir y venir de los canónigos arrastrando las negras colas; el solemne y ostentoso ceremonial del presbiterio; los preludios del órgano; las nubes y el olor de los incensarios agitados por los inquietos monaguillos vestidos de rojo y blanco, y la templada luz que se descomponía en todos los colores, del prisma al atravesar los vidrios de las ojivas, imprimieron un nuevo rumbo a mis ideas, sacándolas de sus ordinarios y naturales cauces. Después, a medida que la misa adelantaba, crecía la fuerza de mi atención, porque nuevas ceremonias y no soñadas impresiones la sorprendían y la cautivaban, sin poder yo darme cuenta todavía de si aquel arrobamiento en que comenzaba a caer era solamente una inesperada excitación de mis sentimientos religiosos en ocasión y sitio tan señalados, o si en él influía también un exceso de curiosidad. Pero llegó un momento en que a las voces estentóreas de los sochantres, y a las atipladas de los niños de coro, y al sonar de las campanillas de los monagos, y al cántico trémulo e inseguro del oficiante se unió el estruendo de toda la trompetería del órgano, formando el conjunto un verdadero torrente de armonías que se desbordaba de las naves del templo y parecía estrellarse en inmensas oleadas contra los fustes, y saltar en ecos resonantes desde los mármoles del pavimento hasta los rosetones de las bóvedas. Entonces sentí un extraño cosquilleo que se deslizaba por todas las fibras de mi cuerpo; perdí la noción racional de cuanto tenía delante y en derredor de mí; hundí la cabeza en el pecho; parecióme que los haces de columnas se alargaban y crecían hasta perderse de vista, diáfanos y aéreos, y que la tempestad de sonidos se extendía por todo el espacio hasta llenar los ámbitos del mundo, como la voz terrible de Jehová...; Y LE Vi, Sí, LE vi flotando sobre nubes de incienso y de armonías, entre las desvanecidas bóvedas del templo, Y LE sentí en mi corazón y en mi conciencia, y crecieron en ella las más leves faltas hasta la magnitud de enormes culpas, al ardor de la fe, que también crecía en mi pecho; humillé mi cabeza... (creo que toqué con la frente el duro mármol en que se hincaban mis rodillas); negóse mi labio trémulo a pronunciar las plegarias que salían de mi corazón; brotaron mudas lágrimas de mis ojos; y al verme en presencia de Juez tan grande y majestuoso, avergonzóme la altura del suelo que me sostenía, y envidié la obscuridad y bajeza del mísero gusano que se arrastra bajo las costras de la tierra.

Doliente y quebrantado salí de aquel éxtasis extraño cuando el silencio volvió a reinar en el templo, y, mi padre, después de plegar en tres dobleces el pañuelo de yerbas sobre el cual se había arrodillado, me tocó en el hombro para advertirme que era hora de marcharnos, pues se había concluido la misa y no quedábamos allí más que nosotros y cuatro viejas rezadoras.

-Parece que te ha gustado la solemnidad -me dijo al llegar a los claustros-. ¡Nunca te vi oír una misa con tanta devoción!

En toda mi vida he vuelto a sentir impresiones como aquéllas.

De vuelta para la posada, compró mi padre medio queso de bola, una docena de lechugas y dos bacaladas de langueta; comimos a las doce, cabalgamos a la una, después de meter las compras en las alforjas; y al cerrar la noche, quebrantados los cuerpos y dolorida mi cabeza de mirar cara a cara el sofocante sol de junio durante siete horas, nos apeábamos en la nativa aldea, debajo del balcón solariego.

A esto se llamaba entonces dar un vistazo a la ciudad. Ya he dicho que sólo traje a mi casa el recuerdo de haberla visto, recuerdo vago y confuso, como el de un sueño febril que en nada alteró las apacibles realidades de mi vida en el angosto recinto de mí lugar. Ni un solo punto se extendió el horizonte de mis ambiciones en aquella mi primera exploración del mundo.