Pedro Sánchez/I
Capítulo I
editarEntonces no era mi pueblo la mitad de lo que es hoy. Componíanle cuatro barriadas de mala muerte, bastante separadas entre sí, y la mejor de sus casas era la de mi padre, con ser muy vieja y destartalada. Pero al cabo tenía dos balcones, ancho soportal, huerta al costado, pozo y lavadero en la corralada, y hasta su poco de escudo blasonado en la fachada principal. Nunca pude darme cuenta de lo que venían a representar aquellos monigotes carcomidos y polvorientos; pero mi padre, que afirmaba haberlos alcanzado en su prístina forma, me aseguró muchas veces que eran unas abarcas, a modo de las del país, es decir, almadreñas, y el busto de un gran señor con barbas y capisayo, y que todo aquel conjunto era como jeroglífico que significaba, en castellano corriente, Sancho Abarca, del cual descendíamos los Sánchez de mi familia. Parecíame ingeniosa y hasta agradable la interpretación, y aceptábala sin meterme en nuevas investigaciones, no tanto porque así complacía a mi padre, que se pagaba mucho de estas cosas, cuanto por lo que de ellas se mofaban los Garcías contiguos, gentes ordinarias que nos miraban por encima del hombro, porque contribuían por lo territorial algo más que nosotros, y nunca salían del ayuntamiento.
La verdad es que la hacienda de mi padre y el pelaje de su media levita no eran cosa mayor para echar grandes roncas a sus convecinos, toscos labradores, pero pobres felices, que tenían en mayor estima un pedazo de borona que los mejores timbres de nobleza esculpidos en un sillar ruinoso.
Pobres felices dije, puesto que no es desgraciado, por el mero hecho de no ser rico, el hombre que no tiene necesidad de ocultar su pobreza a los demás, que como pobre vive y trabaja, y para pobres educa a sus hijos. Desgraciado es el pobre que, por respetos humanos, necesita andar en hábitos y holganzas de rico, para sostener el prestigio de un don de bambolla que heredó de sus mayores, como censo irredimible.
Mucho de esto acontecía en mi casa. Éramos cuatro hermanos (tres hembras y yo). Para mantenernos a todos de señores, sólo contaba mi padre con cinco mil escasos reales que venían a producirle, en especie y en dinero, las tierras y ganados de su pertenencia, parte administrados por él, y parte dado a renta y aparcería, más otros dos mil, no completos, procedentes de una carga de justicia, tan pronto reconocida como puesta en tela de juicio por el Gobierno; por lo que se llevaba la mitad de su producto este incesante trabajo de sostener un derecho que jamás llegaba a ponerse enteramente claro.
Mis tres hermanas eran garridas mozas, bien afamadas de tales; pero como eran señoras pobres, se veían y se deseaban para acomodarse, pues se juzgaban demasiado altas para bajarse hasta los mocetones del lugar, y las tenían en poco los galanes ricos de las inmediaciones.
Al fin, partiendo la diferencia, acomodóse la mayor con un jándalo hacendoso que la conoció en una romería, no sin grandes repugnancias de mi padre, que tasaba el lustre de su alcurnia en mucho más, y ya transigente una vez en punto tan espinoso, casáronse las otras dos al año siguiente, con un arbitrista bien redondeado y con un procurador del partido, mozo de porvenir en la carrera, según informes de toda la curia del juzgado, sin que faltara el respetabilísimo y fehaciente de su Señoría.
Yo era el menor de los hijos de mi padre, y en mí tenía éste puestos los cinco sentidos, no solamente por ser el Benjamín de la casa, sino por mi calidad de varón, llamado, por ende, a conservar el apellido de familia, de lo cual se pagaba mucho el candoroso autor de mis días, ni más ni menos que si los Sánchez no abundasen en el mundo, o hubiera en la rama directa de los de mi casta alguna particularidad eminente que valiera la pena de irse esculpiendo en la memoria de las sucesivas generaciones de mi familia, o no pudiera ni debiera endosarse a cualquier otro Sánchez de los muchos que había en el lugar, o al primero con quien se topase al revolver la esquina, a faltas de otro mejor.
Con haberse aliviado mi padre del peso de mis hermanas (que no llevaron otra dote que las que debían a la naturaleza, y la parte ideal que les correspondía de los preclaros timbres del apellido), vime yo en casa más regalado y mejor vestido que antes; y hasta anduvo mi padre en tentaciones de darme una carrera literaria, aun a costa de someterse él a mayores y nuevas angosturas en lo de pura necesidad para la vida; pero, echadas bien las cuentas, no alcanzaban a tanto sus haberes, ni a mucho menos; y tras de que ello era poco, pidióse por entonces una nueva revisión de la desdichada carga de justicia, con lo que nos faltó también este importantísimo recurso.
Contaba yo a la sazón doce años bien cumplidos, y sabía cuanto podía aprenderse en la escuela del lugar, regida por un maestro del antiguo sistema, pero, afortunadamente, por ser yo hijo de quien era, amén de gozar gran fama de listo y amañado para todo, cogióme por su cuenta el párroco, no bien me dejó de la suya el pedagogo, y me enseñó casi todo el latín que él sabía, con algunas cosas más, que, aunque no muy nuevas, no eran malas, con lo que dicho queda que eran útiles. De este modo, y con leer a menudo la Clarisa Harlowe, El hombre feliz y el Quijote, que andaban algo empolvados en la alacena que en mi casa hacía las veces de librería, cobré señalada afición a la amena literatura, y comencé a abandonar mis hasta entonces ordinarios entretenimientos con los muchachos de mi edad, toscos motilones en quienes no entraba la gramática ni a puñetazos, y el catecismo a duras penas, no por falta de entendimiento seguramente, sino por la índole grosera de sus obligaciones ineludibles, mal avenidas siempre con toda clase de perfiles escolares.
Como además de esto, era yo, por naturaleza, blanco de color, pulido de facciones y bien contorneado de miembros (lo cual era el orgullo de mi padre, pues me creía cortado por la mano de Dios para ser un caballero), creyéronme a lo mejor enfatuado por tales prendas mis rústicos camaradas; dieron en mirarme recelosos, Y concluí por separarme de ellos y por hacer vida aparte, sin gran esfuerzo, aunque bien sabe Dios cuánto me gustó siempre tocar las campanas a vísperas los domingos y fiestas de guardar, y al mediodía casi todos los de la semana, acechar nidos, jugar a la cachurra, coger mayuelas, o fresas silvestres, en el monte; saltar las huertas; apedrear los nogales; calar la sereña en la cercana costa; hacer, en fin, cuanto hacer pudiera el más ágil, más duro y más revoltoso muchacho de mi lugar.
No por el nuevo rumbo que tomaban mis ideas llegaron éstas a volar tan alto que traspusieran las cumbres de los montes, entre los cuales y la costa, que por el lado opuesto me cerraba la salida, se desparramaba el pueblo, señor de un reducidísimo valle tapizado de verdor perenne, eterno jardín con callejos por sendas y manchas sombrías de espesos robledales, olorosos limoneros y laberintos de zarzas y madreselvas. En aquella fragante hondonada yacía desde que el mundo era mundo, al decir de mis viejos convecinos, tan resignado a su pobreza y tan satisfecho con ella, que ni siquiera se tomaba el trabajo de estirarse un poco hasta plantar una casa sobre la loma del Poniente para ver desde allí la mar que le pertenecía, y hacerse cargo de la hermosa y abrigada playa con que lindaba por aquella parte su término municipal. Un solo edificio parecía acometido de aquella mala tentación, pues se le veía arrastrándose cuesta arriba en dirección al mar, pero sin llegar a columbrarle, ni con la monterilla de la chimenea. Dijérase que, arrepentido de su temeridad a medio camino, se había quedado allí despatarrado y sin ánimos para volverse atrás, estribando en los pedruscos calcáreos de una pradera, y con la espalda guardada por un castañal frondoso. De los muchos años que llevaba en aquella actitud violenta e indecisa, eran irrevocable testimonio las yedras que le ceñían por un lado y le estrujaban hasta el punto de haber reducido a escombros entre sus brazos temibles, medio hastial del Oeste y el correspondiente alero del tejado. El tal edificio, mejor conservado por las fachadas de Este y Mediodía, era grande y tenía cierto aspecto señorial. Pertenecía, con las tierras que le circundaban y otras muchas desparramadas en las mieses del pueblo, a la casa del Infantado, bienes que administraban en mi lugar los ya citados Garcías: aquellos Garcías que se mofaban del escudo de armas de mi familia, y nunca salían del ayuntamiento.
Comunicábase el pueblo con los inmediatos por unas malas camberas, verdaderos caminos de cabras, donde sólo podían andar los pesados rodales y las cabalgad uras del país: así es que ver en aquellas callejas un jinete forastero o un carro entoldado con gente desconocida amontonada en el colchón de la pértiga, acontecimientos eran que ponían de punta la curiosidad de todo el vecindario, el cual no sosegaba hasta averiguar quiénes eran, de dónde venían y adónde se encaminaban.
Del movimiento y del hervor del mundo, sólo llegaba a la apacible y grata soledad aquélla lo que cabía en un periódico harto serio y formalote, que pagaban a medias el párroco y mi padre, en el cual periódico se leían las noticias de Madrid, la reseña de una sesión de Cortes borrascosa, los temores de un cambio ministerial, o las sospechas de un pronunciamiento, con la estoica tranquilidad, no exenta por eso de cierto asombro, con que hoy nos enteramos de lo que acontece en el corazón de la China o en las cumbres del Himalaya. Fuera de los muchachos que había en el ejército o en las tabernas de Sevilla, ganando un puñado de duros para volver hechos unos jándalos al pueblo (y no pasarían de cuatro entre unos y otros), ningún hijo de él andaba apartado de sus términos más allá de tres leguas, y eso para ir al mercado o a la feria o al molino, de modo que, sin el periódico de mi padre y del señor cura, y sin las tardías cartas de los cuatro ausentes, la estafeta del lugar hubiera sido innecesaria.
¡Y cuántos pueblos había en la provincia en igual estado de patriarcal inocencia que el mío entonces, y aun muchos años después!... hasta que, de repente y como por reflujo de lejana tempestad, allanáronse los montes, alzáronse los barrancos, taladráronse las rocas y llegó el bufido de la locomotora a confundirse con el bramar de las olas al estrellarse en la antes desierta y ociosa playa; el firme, llano y placentero arrecife sustituyó al áspero callejón, y el sonoro cascabeleo de los coches de colleras, al lento tintinar de los cencerrillos de la mansa yunta; descubrióse por las gentes cultas de Madrid que no se podía vivir ya sin los aires campestres y las aguas salobres de las costas del Norte en verano; invadiéronnos aquéllas y otras tales en alegre y regocijado tumulto; huyó de las arboledas el pastoril y rústico caramillo; y las vírgenes comarcas sometiéronse al imperio del invasor trashumante, que, sin imprimirles la cultura de que él alardea, les quitó, con la tranquilidad que era su mayor bien, cuanto de pintoresco y atractivo conservaban: el amor a sus costumbres indígenas, el color de localidad, el sello de raza.
No voy por este camino a acometer la harto desacreditada empresa de discurrir sobre las ventajas y desventajas de que se borren todas las fronteras y se reduzca la humanidad a un solo pueblo, regido por una sola ley: ¡en buen atolladero me metía!... La tal parrafada ha caído en el papel por sí sola, al venírseme a las mientes la increíble transformación obrada en el modo de ser de algunas comarcas del Norte, desde que yo era muchacho y aún se hallaba mi pueblo en el inocente y primitivo estado que tanto encarecía yo; y a este punto me vuelvo, pues quiero decir, porque debe tenerse en cuenta, que cuando me apuntó el bozo, y di en mirarme al espejo, y en pagarme mucho de mi persona, y me tuvo el párroco por regularmente instruido en letras humanas, ni por descuido me asaltó la tentación de ser ministro, ni siquiera diputado a Cortes, ni de meterme a periodista, ni a poeta dramático, ni a funcionario de la nación, aunque fuera de los de corto sueldo. Todas estas cosas y otras muchas más, estaban tan lejos de mi lugar, tan fuera del alcance de la máquina de mis pensamientos; tan limitado era el círculo de mis ideas; tan enclavado estaba en los angostos linderos del terruño nativo, que hubiera yo tomado a sueños febriles aquellas imaginaciones, si alguna vez se me hubiera metido entre los cascos.
Y no vaya a deducirse de aquí que, a pesar de las enseñanzas del párroco y de mis constantes lecturas de las mencionadas novelas y hasta de las que publicaba en su folletín el periódico de mi padre, estaba yo tan en barbecho como cualquiera de mis rústicos convecinos: nada de eso; para entonces ya escribía mis correspondientes versos a la luna, y al borrascoso mar, y a cuanto se me ponía por delante, y agotaba consonantes para llorar imaginadas amarguras y fingidos desengaños, y cansancios prematuros, mal, muy mal, por supuesto, aunque no me pareciera así; y hasta me ponía triste y llegaba a tomar mis pesadumbres por lo serio. ¡Pues poco me dieron que hacer y que escribir los amores de Grisóstomo y los desdenes de Marcela! Lo cual me demuestra que el hombre por sí, es tonto a cierta edad de la vida, sean cuales fueren los elementos que le rodeen; o lo que es lo mismo, que los resabios peculiares a la naturaleza humana pueden corregirse con la educación, pero no desarraigarse.
Volviendo al asunto, digo que cuando me vi bien trajeado, regularmente instruido, suelto de pluma y galán incipiente, todas mis ambiciones se cifraban en llegar a ser, andando los años, secretario del ayuntamiento, plaza que valía poco más de doscientos cincuenta ducados. Atrevíame también a pensar, pero sólo a pensar y a decírselo muy bajito a mi padre, que lo consideraba tan tentador y tan difícil como ganar un terno seco a la lotería de entonces; atrevíame, repito, a pensar en la administración de los mencionados bienes de la casa del Infantado, radicantes en el lugar: administración que andaba desde tiempo inmemorial en manos de los Garcías consabidos, y que no les produciría menos de onza y media cada año; la cual administración podía llegar a obtener yo, por influencias de mi cuñado el procurador con el juez de primera instancia, amigo particular del regente de la Audiencia del territorio, muy emparentado (el juez, no el territorio) con un sobrino del marqués del Perejil, pariente cercano del conde de la Chiribía; Y así sucesivamente. Y teniendo yo un sueldo fijo de tres mil quinientos reales, más los cuatro terrones que algún día habían de pertenecerme, ya estaba mi comida asegurada; y teniendo asegurada la comida, buscaría en los contornos una señorita que trajera la cena: y en hallándola así, ¿quién me tosía en el mundo?
Así Dios me salve como no pasaban de aquí mis ambiciones, ni llegaban a tanto las de mí padre cuando trataba conmigo el delicado punto de «hacerme un hombre» sin salir de las fronteras de mi tierra nativa.