Pedro Sánchez/III
Capítulo III
editarPasaron años sin que yo volviera a salir de mi pueblo sino para hacer breves excursiones a algunos de los inmediatos, y pasó con ellos el tan temido riesgo de que la mala fortuna me llevara a ser soldado de la patria, u obligara a mi padre a vender lo mejor de la hacienda para librarme de ello. Este feliz acontecimiento que me dejó dueño y señor de mi voluntad, causa fue de que los nunca dormidos intentos de aspirar a la secretaría, por de pronto, y a la administración en hora favorable, renacieran con nuevo calor en nuestras conversaciones, y hasta de que se pensara en llevar a vías de ejecución procedimientos tantas veces examinados y discutidos. Pero quiso el azar que en aquellos meses los ya casi rotos vínculos de unión entre el alcalde y el secretario volvieran a reanudarse por no sé qué fechoría administrativa de entrambos, que reclamaba este mutuo esfuerzo de abnegación para librarlos de una causa criminal con todas sus consecuencias, y héteme otra vez resignado y tranquilo con la esperanza de lograr más propicias coyunturas, y vuelto a la vida de caballero descuidado, mozo ya de bien nutrido bigote, muy fornido de miembros, y según público decir (no del todo desmentido por el espejillo de mi cuarto, ni por los más amplios de las pozas del lugar), la mejor estampa de galán que se paseaba en muchas leguas a la redonda. Podría haber sobre esto algo de exageración en los dichos de las gentes y un poquillo de vanidosa ceguedad en mí; pero lo que no tiene duda es que yo continuaba siendo, entre tantos estímulos para ser un haragán completo, un inverosímil ejemplar de bien arreglado y edificante doncel, perseverante en aquellas literarias aficiones insinuadas bien temprano en mí, con el aditamento de otra nueva, hacia las faenas campestres, que últimamente comenzaba a solicitarme con vivísimas fuerzas.
En esto, el tan debatido plan de unir las áridas llanuras de Castilla con el mejor puerto del Cantábrico por medio de un ferrocarril, iba a dar el primer paso en el terreno de los hechos consumados. ¡Y de qué manera!: «bajando» la corte, o una parte muy integrante de ella, a solemnizar con su presencia y concurso un acto ya, por su naturaleza, solemne y trascendental. Con tan fausto motivo los santanderienses echaban la casa por la ventana, y se agitaba y se conmovía la providencia entera, entre la curiosidad y los recelos, hijos una y otros de esas hondas impresiones que causan en los hombres pacíficos y sedentarios los misteriosos rumores que le anuncian un súbito cambio de vida y costumbres, la invasión inmediata de extraños elementos que han de borrar en breves días de febril actividad la obra de tantos siglos de inmovilidad y de sosiego. Los periódicos de la capital, henchidos de programas de fiestas y jolgorios, inundaban pueblos y caseríos, y el aldeano más apático y remolón daba un tiento a la enjuta bolsa por si topaba en ella algo con qué vivir dos días fuera de su casa, para satisfacer la tentación de ver las anunciadas maravillas, entre las que descollaba la de un rey, no en su trono precisamente, rodeado de ostentosos magnates, con el cetro en la mano, la corona en la cabeza y el manto sobre los hombros (pues, tratándose de reyes, así se los imaginaban en mi lugar), sino en medio de una pradera, hiriendo el suelo con el azadón, cargando la removida tierra en una carretilla, y conduciéndola con su augusto esfuerzo, entre sus regias manos, algunas varas más allá. Verdad que el azadón sería de plata, y de plata la pala, y de barnizada madera la carretilla; pero ¿no consistía en esto mismo la novedad del lance? ¡Un monarca cavando la tierra como un simple ganapán, y sus cortesanos formándole la cuadrilla! Hay que advertir que así, al pie de la letra, tomaban el suceso mis toscos convecinos, entre quienes abundaban los que ya veían los chorros de sudor cayendo por la augusta faz abajo. Y todo esto iba a suceder dentro de breves días, y a las puertas, como quien dice, de sus hogares, y en unos tiempos en que los monarcas españoles no se codeaban todavía con los simples mortales, ni dejaban el alcázar de Madrid sino para habitar alguno de los de sus cuatro sitios celebérrimos. Así es que se despoblaron materialmente las aldeas con motivo de aquel memorable acontecimiento. El cual también me sacó a mí de casa y me arrastró a la ciudad con grandísima complacencia de mi padre, que se resistió a acompañarme so pretexto de que, a sus años, más le molestaban que le divertían estruendos y baraúndas tales, aunque yo jurara que se privó de ellos porque luciera en mí solo el puñado de duros de que podía disponer a la sazón y que cariñosamente deslizó en mi bolsillo.
Ésta fue mi segunda salida del paterno hogar. Hícela a caballo hasta el camino real, y en diligencia desde la villa.
¡Bueno estuvo aquello! Dígolo por el estruendo y revoltijo de cosas y de gentes; pues de las funciones apuntadas en los prospectos no vi pizca, unas veces porque no era de los llamados, otras, porque, siendo públicos los actos, o llegaba tarde a ellos, o me perdía en el mar de curiosos que se ponían de puntillas para lograr, a lo sumo, ver los sudorosos pestorejos de los que nos precedían y también se estiraban sin enterarse de cosa mucho más divertida.
-¡Ahí va! -oí decir varias veces, mientras asomaba por una bocacalle un tropel de gentes a todo correr; y enseguida:
-¡Ése es!
-¿Cuál de ellos? -preguntaba yo, hecho todo ojos y curiosidad.
-¡Ese que va en coche!
Pero pasaban por delante de mí, con la rapidez del viento, entre nubes de polvo y turbas de desocupados jadeantes, lo menos cuatro coches llenos de personajes hechos un ascua de oro; fijábame en el más relumbrante de todos ellos, y resultaba luego que no era aquél, sino el otro; otro que iba en el primer coche, en cuyo coche no reparó yo creyéndole ocupado por gentes de poco más o menos.
Al principio no dejaba de entretenerme el bullicioso y pintoresco hervor de la ciudad, y hasta me asombraban, por lo incansables y resistentes, aquellas oleadas de curiosos que invadían calles y paseos al solo impulso de un vago rumor de que por allí iba a pasar; conmovíanme aquellos racimos de pudientes señorones, de granujas entremetidos y de populacho sencillote, colgados de rejas y faroles, victoreando, enronquecidos ya, al augusto huésped desde que le columbraban a lo lejos hasta que le perdían de vista; me entusiasmaba el acendrado realismo de aquella elegante juventud que alfombraba con sus levitas las gradas de la catedral al subir por ellas el egregio visitante, o se vestía de simple marinero para tener la honra de hogar en la regia falúa, o siquiera en las que le servían de cortejo, desde el sitio de la inauguración de las obras hasta la rampa larga del muelle-, despistojábame leyendo los lemas de los arcos de laurel y los versos arrojados a cada instante por ventanas y balcones, como espesa lluvia, en papel de lo más majo; versos, dicho sea sin ofensa, no mucho mejores que los que en mi lugar escribía yo de cuando en cuando... ¿y cómo no entretenerme y fascinarme a mí, sencillote aldeano, tal revoltijo de cosas, estruendos, jerarquías y colores?
-Pero al cabo, el esfuerzo mismo de la curiosidad, siempre excitada y tirante, y rara vez satisfecha, llegó a producirme un mortal cansancio de espíritu y de cuerpo. Mareábanme las muchedumbres, y hube de sentir algo como indigestión de uniformes, marciales ruidos de tambores y charangas, flámulas de percalina, lugareños papanatas, cruces, bandas y libreas, víctores de todas clases, cañonazos y cohetes. Latíame la cabeza, dolíanme los músculos del pescuezo, y las piernas me flaqueaban. Entristecíme, y hasta me asaltó la nostalgia de mi lugar.
Desde entonces huí de los bullicios y algaradas, y busqué los puntos donde la población estaba en reposo y en silencio, en sus hábitos de trabajo y con su cara de todos los días. Con este procedimiento conseguí dar descanso a mi imaginación, meter en sus quicios las dislocadas ideas y ver cada cosa a la luz que le pertenecía. Logré separar en el cuadro lo postizo y casual de lo permanente y necesario; y entones fue cuando comencé a entretenerme con fruto observando lo que jamás había observado: en la aldea, por su natural obscuridad y la propia sencillez de mis ambiciones; en la ciudad, por un deslumbramiento de mis sentidos. Observé que con la sociedad acontece lo que con la naturaleza contemplada desde lejos: atraen la atención los altivos picachos, los agudos perfiles, las grandes moles; el resto del panorama es una masa descolorida, de triste aridez y penosa monotonía; júzgase inaccesible lo saliente; y no hay en lo vago y confuso nada que mueva la curiosidad; y a lo uno y a lo otro se va acostumbrando la vista sin el más leve escozor del deseo. Pero acércase el observador al cuadro; y en aquellos antes vagos y descoloridos términos, piérdese la consideración en un cúmulo de no soñadas maravillas: la pintoresca roca entre rozagantes arbustos, el aterciopelado suelo, el parlanchín arroyo, la sombría cañada, el silvestre rosal, el gigantesco roble... y el más insignificante de estos y otros mil detalles, le seduce y atrae más que la admirada eminencia, que de cerca es triste por escabrosa y árida.
Contemplada la sociedad desde el agreste retiro, colúmbranse las figuras de primera magnitud; los monarcas, los guerreros de fortuna, los magnates, los atletas de la política, los héroes de la riqueza; nombres que la fama trae y lleva a su antojo. Todo lo restante es masa deforme que bulle y se agita a merced de aquellas irresistibles voluntades, como las aguas del mar a los caprichos del viento. Pero salga el observador de su retiro; métase entre el bullir de las gentes, y ¡cuán distinta de lo imaginado verá la realidad!
Cavilando yo sobre esto, después que, terminadas las fiestas, se quedó la ciudad como escenario de teatro cuando se retiran los actores y se apagan las candilejas; cavilando sobre esto, repito, de vuelta a mi lugar, caballero en el paterno rocín que hallé esperándome al apearme de la diligencia en la villa de los Calderetas, según lo convenido antes de salir de casa.
-¡Válgame Dios! -exclamaba para mis adentros-: sin ser rey, ni ministro, ni general, ni diputado a Cortes, ni gobernador de provincia, ni escritor de fama, ¡cuántas cosas puede ser un hombre además de secretario de ayuntamiento y administrador de unas cuantas fincas de la casa del Infantado! ¡Cuántas posiciones existen en el mundo al alcance de la mano, con un poco de fortuna o con mucha fuerza de voluntad!
Y exclamaba yo de esta manera, porque en aquel instante desfilaban en mi memoria los átomos y burbujitas de la masa deforme; los pintorescos detalles del término indeciso del consabido panorama; cuantos representantes había visto de las ciencias, de las artes, del comercio, de la industria, ya en la ostentosa comitiva, ya en medio de los afanes de sus respectivas ocupaciones; cuya manifestación palpable era aquella varia riqueza que yo admiraba citando las muchedumbres desaparecían y quedaba el barrio entregado a sus propios y naturales elementos.
Pero no se deduzca de este mi modo de discurrir, que al volver de la ciudad a mi casa paterna llevaba ya conmigo el roedor gusano de las desmedidas ambiciones. Nada más lejos de mí. Juro a Dios que me entregaba a aquellas meditaciones tan fresco y desimpresionado como si nada tuviera yo que ver con ellas; y que al llegar a mi casa, ni en lo más mínimo lastimó su pobreza ni conturbó la serenidad de mi espíritu el recuerdo que tan fresco traía de las pompas y relumbrones que durante tres días habían estado pasando en la ciudad por delante de mis ojos. Ni por esto que afirmo se me tenga por un admirador romántico de la paz y hermosura de mi aldea, téngaseme sencillamente, y se estará en lo cierto, por un mozo con las mejores condiciones de carácter para vivir muy a gusto en el elemento que me había tocado en suerte; siendo también de advertir que nada de ello era obra de enrevesadas filosofías, ni del esfuerzo de virtudes sobrehumanas, sino pura, simple y prosaicamente, porque de ese barro quiso hacerme Dios.