Pedagogía social/Vivió educando

VIVIÓ EDUCANDO

¿La conocisteis?

Alta, esbelta en su extremada delgadez; la cabeza erguida, el cabello blanco y fino abriendo como diadema, la mirada penetrante, franca, recta; la boca hermosamente expresiva; las manos con esos afilados dedos medioevales que tanto dicen de aspiración y de amor; el andar ágil y rítmico; distinguida, elegante, única, en medio de su fealdad; tal era Miss Mary O. Graham cuando la conocí en 1895.

Sarmiento, en un rasgo de genial egoísmo, de entre todas las profesoras norteamericanas que trajo para organizar la escuela normal argentina, escogió a "Miss Mary", — como cariñosa y familiarmente la llamábamos sus alumnas, — para fundar una escuela de maestras en San Juan.

Allí formó maestras, allí formó madres, allí formó mujeres. Llamada a La Plata, como fundadora de su escuela normal, la dirigió hasta caer abatida sobre el surco fecundado. Al reabrirse las clases, en marzo de 1901, Miss Mary moría, víctima de una antigua afección gástrica contraída en la lucha diaria y tenaz.

¿Cuándo la vi por primera vez?

Tratábase de inscribirme como alumna de 4.º grado. Mis padres habían dado mi educación por concluída con lo poco que aprendí en un internado bonaerense. Pero, habiendo trabado amistad íntima con una vecinita, alumna del normal, quise ser su condiscípula, para estar siempre juntas.

¡De lo poco que depende la orientación de una vida!

Llevada a inscribirme, esperamos, mi madre y yo, en el vasto vestíbulo. Aquello imponía: era imposible moverse, ni respirar, casi, en medio de tanta y tanta madre que acudía con sus hijos, — la escuela era mixta, — para lograr una vacante de inscripción.

Por turno, después de larga y ansiosa espera, pasamos, en pequeño grupo, a un salón, donde la vicerrectora — la tan buena cuan débil Miss Aooss, — nos examinaba uno por uno. Tal era su bondad, morbosa por lo débil, que vacilaba, al tener que repudiar a un candidato.

De pronto, sin haberla sentido, vi al lado la inconfundible silueta de Miss Mary, que ya me era familiar por descripciones de mi amiguita Obdulia. Y, severas, justas, concitando a la obediencia absoluta, cayeron de sus labios las primeras palabras que oí, dirigidas a un muchachón, aspirante a alumno, que, "ipso facto", recibió la lección inaugural: — "Quítese la gorra. Los hombres se descubren ante las señoras". Y, sin mirar si había sido obedecida, tan impotente era ante ella la inobediencia, Miss Mary tomó la dirección del examen.

Caída como "nueva" en un medio que me era extraño por lo desconocido, no lograba orientarme. ¡Eso no era la escuela que yo había conocido en el internado porteño! ¡Eso era un templo, durante las horas de clase, un paraíso de los muchachos durante los recreos, durante las horas de gimnasia!

Miss Mary — permítaseme que la muestre primero bajo esta fase, — se preocupaba, ante todo, por obtener de cada alumno "el buen animal" de que nos habla Spencer. El horario de la escuela, pese a disposiciones ministeriales en contra, siempre fué discontinuo. "El horario continuo favorece al profesor más que al alumno, — nos decía. — Ustedes no pueden almorzar bien si lo hacen de 8 a 9 a. m. Y están en edad en que la mala alimentación determina enfermedades incurables." — Se valía de toda ocasión para explicarnos qué clase de desayuno y de almuerzo nos convenía más; cuándo y cómo debíamos trabajar y cuándo descansar; aprovechaba los días lluviosos — en un país cuyo año escolar es interrumpido por meses de humedad, de lluvia y de frío, — para mostrarnos cómo debíamos defender nuestros pies, nuestras manos y nuestra ropa de la lluvia y del viento glacial, inculcándonos, de paso, ideas de economía y de cómoda elegancia.

Pero, lo que más nos hacía gustar eran las horas de gimnasia y de recreo. Cuanto juego se inventó, desde la rayuela hasta el football, croquet, lawn-tennis pelota, cuatro esquinas, saltar a la cuerda, correr a la mancha, el baile, todo nos lo enseñaba o lo aprendía, jugando con nosotros en ese hermoso jardín que sus alumnas grandecitas, las selectas, cuidaban, siguiendo un curso de jardinería que Miss Mary, en su amor por las plantas, nos lo hacía desear como un premio.

Hasta ingresar en el curso normal no conocía a Miss Mary más que por sus frecuentes visitas a la escuela de aplicación.

¿Por dónde entraba? ¿Cuándo? ¿Cuánto tiempo hacía que nos observaba ¿Habíanos hecho ya otras visitas en ese día? Imposible saberlo.

¿De dónde sacaba tiempo y fuerzas para estar en todas partes?

Así nacía, intuitivo y seguro, nuestro convencimiento de que Miss Mary lo sabía todo, de que si algo preguntaba era para probar nuestra veracidad; de que era inútil ocultar un hecho o ensayar el engaño o el disimulo. ¿Cómo soñar en desobedecer?

En el curso normal su influencia creció en intensidad. Miss Mary dirigía la enseñanza de las ciencias naturales y la crítica pedagógica, incitándonos siempre a estudiar las vidas de los grandes hombres, lo que ella llamaba la "moral en acción".

Nos señalaba temas a estudiar, temas generales, el mismo para toda la clase, indicando la bibliografía de consulta.

¡Cuán individualmente trabajábamos! Cada curso tenía, en el salón de clase, su biblioteca de acuerdo con los programas. Aquellos libros no eran un mero adorno. Sabíamos usarlos inteligentemente. Les dedicábamos todas las horas de lectura y las vacantes por falta de profesor. Trabajábamos con tanto más placer cuanto que no teníamos celadoras. Sabíamos que el vigilante sólo es necesario donde los individuos no se gobiernan a sí mismos.

"Sentíamos" el deber, cuya sola noción es tan difícil inculcar artificialmente.

En sus horas de clase, Miss Mary rara vez nos "tomó la lección". Y si lo hacía, como curso de composición oral, era para cerrar la exposición con su eterno: "Eso lo explica Milne Edvards o Spencer; ¿y usted qué dice?"

Cada punto esencial era debatido de acuerdo con los hechos observados por nosotros y por ella; con las teorías más razonables que cada uno de nosotros — dividiéndonos con anticipación el trabajo — buscaba, rehacía, exponía o criticaba. Sobre todo, criticaba.

Cuando faltaba un profesor era invariable la pregunta de Miss Mary: "¿Qué aprendió usted el jueves de 1 a 2?"

¿Por qué prefería enseñar ciencias naturales?

Miss Mary creía a esa ciencia la única capaz de desarrollar en la juventud la ley de la belleza, de la energía y de la verdad en eterna formación; de abrir la imaginación juvenil al amor y al respeto ante la vida, llámesela hierba, flor o gusano; de hacer sentir al neófito el peso de la responsabilidad al transmitir conscientemente la vida; de inculcarnos la moral física que obliga a conservar la salud en las mejores condiciones de higiene corporal y psíquica.

Con Miss Mary no había hipócritas misterios. Todo era religiosamente natural. ¡Cuánto leíamos en sus ojos, en su voz, vibrante de amor y de verdad, al aprender botánica en la glorieta de su jardín, de nuestro jardín, puesto que nosotros lo cultivábamos, puesto que cada IV año normal, al egresar de la escuela, lo hermoseaba con una fuente, con una glorieta, con árboles, con rosales, con violetas!

¡Las lecciones de crítica pedagógica! Dividía Miss Mary el curso en grupos de a ocho alumnas. Cada día un grupo preparaba el tema a enseñar. En nuestro salón de clase, presidida la sesión por ella, nos ejercitábamos en el arte de hacer descubrir la verdad por el alumno.

Miss Mary llamaba a cualquiera de los del grupo. El alumno-maestro, con todos sus sentidos en tensión, comenzaba a querer enseñar. No bien se equivocaba, Miss Mary exigía que sus compañeros lo criticaran, formulando la pregunta a hacer o indicando el error a corregir. Si, aun así, el practicante no acertaba, pasaba otro a ocupar su lugar, y, si los 8 del grupo designado no acertaban, lo que mil y mil veces ocurrió, Miss Mary tomaba la clase y, con admirable precisión, con 8 ó 4 preguntas llevaba a sus alumnos a descubrir lo que nosotros, inhábilmente, queríamos enseñarles. Retirada la clase de aplicación, en unos minutos, se señalaban errores o excelencias, dejando la, crítica detallada para unos días después.

Ese estar alerta, ese criticamos a nosotros mismos, a nuestros compañeros, a los autores consultados, a nuestros profesores, a miss Mary, ella lo exigía no bien notaba un error involuntario, esa gimnasia intelectual y moral continua, desarrollaba, minuto por minuto, nuestras verdaderas aptitudes. Así se educa.

No he hallado, ni hallaré en mi vida — una vida humana, es muy corta para eso — otra encarnación de "la maestra", otro genio pedagógico.

Lo exacto, lo personal, lo individual, lo que creyéramos verdadero — y eso tan sólo — era lo que "la Maestra" — ¡cuánto honra ese titulo! — exigía.

Los sábados, en alegre bandada, íbamos, con ella y con nuestros profesores, al bosque, a correr, a jugar, a sestear sobre el pasto, a herborizar, a reír, a conocernos, a amarnos mutuamente.

Hacíamos comiditas deliciosas aprovechando lo preparado por nosotras mismas en la clase de economía doméstica, del viernes a la tarde.

Los días de fiesta, cuando el tiempo favorecía, nos llevaba al puerto, a la Ensenada, a la isla Santiago. El subprefecto de entonces — un Sarmiento, y basta — ponía a nuestra disposición buquecitos, nos obsequiaba con un espléndido lunch, hasta nos acompañaba, a veces. ¡Lo que allí disfrutábamos corriendo, enterrándonos en la arena, "descubriendo" la isla, internándonos río adentro, en la playa baja, los pies descalzos, el cabello en desorden, las manos en visera protegiendo los ojos deslumbrados por el reflejo del sol poniente!

¿Olvidaré jamás esos 10 días pasados con ella y sus alumnas mejores, en las sierras del Tandil?

!Qué no hicimos! Alpinismo, carreras, marchas forzadas, inspección escolar, lecciones modelos, todo realzado por bailes con que la hospitalaria sociedad del Tandil nos obsequió.

¡Y las fiestas cívicas que Miss Mary nos hacía organizar por las grandes fechas históricas de mayo y julio!

Por turno, un año normal era el encargado de los festejos. Hecha la designación, los alumnos, solos, sintiendo pesar sobre nosotros la responsabilidad del éxito o del fracaso, elegíamos comisión honoraria, la directiva y la de recepción; arbitrábamos fondos por subscripción escolar y familiar; preparábamos el programa... ¡ Y a ejecutarlo! La escuela entera nos obedecía. Nuestras indicaciones eran órdenes. !Qué satisfacción nos proporcionaba cada número aplaudido!

Miss Mary dirigía las grandes fiestas de colación de grados, al finalizar cada año escolar. Recordaré "El sueño de una noche de verano", la bellísima maestra", al alcance de nuestras facultades juveniles; representada de noche, en pleno jardín, bajo profusa iluminación eléctrica.

El efecto, fué féerico. ¡Cómo bailaron las haditas del Jardín de Infantes!

En todo — y sobre todo — cultivaba, Miss Mary, la personalidad del alumno. Llegado el caso, forjaba el carácter dura y enérgicamente. Cuanto más altamente colocado en su aprecio estaba el delincuente, tanto más severa se mostraba. Exigía más, siempre más. ¡Que duramente nos reprendió un día, un 4 de Julio, aniversario de la independencia de su patria, cuando, momentos después de haberle saludado con flores y con discursos, nos sorprendió faltando a nuestro deber! Inflexible ante la falsedad, ante la cobardía, ante la pequeñez, llena de amor religioso por la vida que se busca a sí misma para elevarse, erigiéndose en único juez de sí misma, supo infundir vida a su enseñanza.

Jamás dudó de nuestra palabra darla. Jamás nos atrevimos a pensar en engañarla.

La disciplina era férrea como impuesta de adentro afuera por cada alumno juez de sí mismo en toda ocasión ordinaria, sometido al tribunal de sus condiscípulos en casos gravísimos ; la enseñanza era tan profunda, tan individual, tan personal, que hacía de cada escolar un eterno alumno de la vida, en marcha hacia la verdad, hacia la bondad. No es superior el que se adapta simplemente al medio, el que se deja teñir por él, nos decía. Superior es el que obliga al medio a adaptarse a él, siempre que, adaptándolo, eleve la línea de la vida. Tal era el espíritu de su enseñanza. Tan único y genialmente humano es hoy, como lo era ayer, que, hace unos días cuando lo hice conocer en una de las sesiones plenas del Congreso Internacional de Higiene Escolar reunido en París, la asamblea escuchaba, absorta y conmovida, como ante un ideal futuro, el relato de lo que, para mí, era — desgraciadamente — una bellísima y fecunda realidad, vivida ya.

En Marzo de 1902 se reabrían las clases en la Escuela Normal de La Plata. Los niños entraban en oleadas numerosas. Pero, no bien pasado el vestíbulo, un silencio que no conocíamos, que no se asemejaba al callar de la vida mientras se afana por crear, nos sorprendió. Susurrábase: "Miss Mary está mal, muy mal".

Los niños debían retirarse. Y lenta, tristemente, volvieron filas. Mientras allá arriba, en el dormitorio lleno de luz, tan artística, tan bellamente lleno de ella misma, miss Mary, moribunda, preguntaba ansiosa : "¿Qué ruido es ese?"

"Son los niños que entran" — alcanzó a oír "la maestra" al cerrar para siempre los ojos.

París, Septiembre 1910.