Pedagogía social/La educación y la guerra

LA EDUCACION Y LA GUERRA

No en nombre del altruísmo sino del egoísmo bien entendido —única y real virtud— proponemos esta solución al problema de la guerra.

Como la peste, como la prostitución, como el dogma imperante de obediencia, la guerra es hoy por hoy uno de esos llamados males necesarios para los que se procuran inmediatos remedios y mediata higiene que en un porvenir tan cercano como sea posible los suprima o los reduzca a su mínimum.

La guerra existe porque, a despecho de inyecciones de instrucción, el hombre es aún animal falto de cultura, es aún bárbaro, es aún salvaje.

No hay sino que aprovechar esa fuerza, esa energía que lo muestra aún joven, rico en vida, y encauzarla por medio de una cultura intensiva y extensiva — conste que no hablamos de instrucción cuya abundancia sin base apropiada cultural constituye serio peligro. Prueba al caso: En la actual guerra, ciencias y artes convergen a matar más a mansalva y, lo que es peor, a crear un ideal guerrero para el devenir humano.

Convencidos estamos de que la higiene reducirá al mínimum posible los estados patológicos; de que la educación integral, basada en la coeducación sexual y social y en la transformación de la escuela antihumana actual en escuela-hogar, reducirá a un mínimum la lacra de la prostitución y salvará al niño al convertirlo en único ideal humano y en objetivo de toda iniciativa y de esta preocupación social y política; creemos que el individualismo, al desarrollar el sentimiento fecundo de la responsabilidad, hará triunfar la obediencia interna, creadora del ambiente de la disciplina externa: harmonía resultante del mayor esfuerzo personal. ¿Pero, la guerra, será siempre un mal necesario? Si entrevemos la probabilidad de imposibilitar no ya sólo su realización, sino hasta su concepción, ¿de qué medio valernos para encauzar humanamente el bárbaro instinto de conquista que hasta hoy arrastra a matar en la guerra a millares y millares de seres útiles y necesarios?

La política ha ensayado con escaso provecho medidas coercitivas: el Tribunal de la Paz, el desarme parcial o total, los tratados internacionales, el paro socialista universal. Pero los resultados de esas medidas artificiales tienen necesariamente que asemejarse a ellas. No modifican al factor de la guerra, al hombre. Y mientras lo animal no se humanice, la guerra subsistirá.

Ahondemos el problema. ¿Dónde y quiénes moldean al hombre?

La madre lo engendra, lo desarrolla y lo educa; la escuela prosigue la obra. El militarismo, mal necesario para defender las naciones, lo es aún más para sostener prejuicios religiosos y despotismos políticos. La escuela oficial, encargada de moldear al futuro ciudadano, lo hace teniendo en cuenta las necesidades actuales del Estado. Verdadero lecho de Procusto, amolda el espíritu infantil a los vicios y prejuicios de la época en lugar de libertarlo de ellos gloriosamente. Y contemplamos impasible el mal que se comete inyectando en el alma primitiva del niño dosis de odio, de amor a la lucha en la que el premio es para el más fuerte y no para el más justo, bueno o inteligente; dosis de admiración por conquistadores y saqueadores; baños de sangre, de injusticia, de crímenes colectivos cometidos al amparo del derecho de la guerra: saqueos, violación de territorios, incendios, matanzas, devastación, imposición a sangre y fuego de ideas, de nacionalidad, de creencias.

Y la sociedad acepta que el Estado imponga a sus niños esa educación guerrera que fomenta los instintos belicosos propios de la infancia. Y los maestros imparten esa enseñanza sin concebir siquiera por un instante la magnitud, del crimen contra natura perpetrado al convertir en profesión de verdugos la profesión de apóstoles. Y las madres no protestan, inconscientes de sus derechos y de sus deberes de conservar la integridad afectiva, volitiva e intelectual de esos hijos de entrañas de los cuales son tutores naturales y responsables. Y los literatos se complacen con general aplauso en exaltar en libros, en opúsculos, en uentos, en artículos, en capítulos de historia, en novelas, en dramas, las "virtudes guerreras".

Analicémoslas: La virtud es fuerza que propende al desarrollo normal de la vida tal cual nos es dado conocerla. El valor militar es fuerza destinada a destruir vidas humanas: luego es vicio engendrador de muerte, de atraso, de descenso en el devenir humano ; no es "virtud", sinónimo de creación, de progreso, de ascensión en la espiral de la vida.

Tan sencillo y fundamental criterio nos hará rechazar, con el crimen de la guerra, las pseudovirtudes religiosas y el dogma de la obediencia ostentados por el militarismo.

El hombre actual, bárbaro aún, recibe inyección depresiva y desorganizadora con la actual enseñanza pseudo-religiosa; la escuela completa esta obra anuladora de la personalidad inyectando el virus de salvajismo encerrado en la tendencia interpretativa de la historia; el ambiente familiar, social, político, literario, acrecienta tan perniciosas influencias forjando tablas de valores que miden como virtudes a fuerzas destructoras y tildan de vicios y de cobardía lo que a tales prejuicios se opone.

Y así el mal aún necesario de la guerra acreciéntase con lo aportado nefandamente por esos factores que moldean al niño deformándolo.

Muy luego el Estado hace pasar al joven por otro molde aún más rígido: el servicio militar obligatorio que fija y sella lo ya desarrollado tan criminal e inconscientemente. Aceptada la actual necesidad de Ia guerra, natural es que, mientras tal peligro exista, cada nación deba apercibirse para la defensa, de igual modo que, aceptada la actual difusión de las enfermedades, la medicina se apercibe para combatirlas. Pero, así como a la par y más intensa y extensamente, si cabe, la higiene previene las enfermedades para que llegue un día en que la profilaxis social e individual reduzca al mínimum posible las causas de morbilidad, así también busquemos un medio preventivo de la guerra, una higiene política tan humana como la médica.

Cae de su peso lo artificial e inocuo de las medidas internacionales adoptadas. Para que la guerra y la casta militar no sean idealizadas —concretadas en el devenir ascendente de la humanidad— hay que modificar fundamentalmente el factor humano que en ella interviene.

La mujer madre y la escuela son las llamadas a tan humana empresa.

Hoy por hoy, la mujer, menos aún que el hombre, está habilitada para intervenir útilmente: Presa fácil de prejuicios religiosos, sociales y sexuales; parásito económico del hombre, no tiene derecho a vivir íntegramente su vida mientras no cumpla con su deber primordial: ser madre consciente, humana, divinamente. De ahí que no comprenda su deber de defender la integridad física, moral, volitiva e intelectual de su hijo, al que deja librado a leyes, disposiciones, costumbres e imposiciones absurdas, antihumanas, degeneradoras. Réstanos el segundo factor, la escuela, molde común de humanidad.

Vimos que, tal cual hoy está organizada, la escuela es esbirro y verdugo al servicio de prejuicios sociales y sexuales y de despotismos políticos. Del hombre, desarrolla casi exclusivamente la inteligencia y, de esa inteligencia, especialmente la memoria. Desdeña la afectividad y la voluntad sin concebir que la inteligencia es resultante de estos dos componentes; e inyecta en el niño el virus guerrero.

Dejando por ahora de lado la parte artificial, antihumana de la escuela universal y concretándonos al problema de la higiene social que imposibilite la guerra educando el factor hombre, averigüemos de qué medios puede valerse ese molde común de humanidad para encauzar en el niño los instintos belicosos, utilizándolos en la lucha por ideales de paz, de amor, de trabajo, de confraternidad. Aboguemos por la humanización de la historia.

Enséñese, por su intermedio, la génesis y el desarrollo de los grandes hechos humanos individuales y sociales; la evolución del trabajo, de las artes, de la industria, de las ideas, de la vida íntima; reláteseles la importancia de la evolución de la familia a través de la humanidad, la lucha del padre por defenderla, la de la madre por afianzarla, empléese, como ilustración necesaria en contra de la guerra, los relatos de conquistas, saqueos, matanzas; estúdiese el advenimiento del pueblo al gobierno más bien que la apología de reyes y conquistadores; la historia de la evolución de la humanidad más bien que la de las dinastías y la de las batallas. Utilícese la biografía de los grandes hombres como escuela de voluntad. Y el espíritu del niño quedará fecundado por tales nociones de progreso, de paz, de ascensión hacia la divinidad humana; por el reino de la justicia, de la confraternidad, del mejor aprovechamiento de las energías individuales, sociales, nacionales, universales; por el predominio del egoísmo bien entendido, única y real virtud.

Y una vez que la noción clara de justicia, de virtud, de bondad, de derecho y de deber para con la propia vida y, de consiguiente, para con la ajena, se haya hecho carne en el espíritu de todos y de cada uno, por propia conveniencia, por egoísmo bien entendido, por amor y conquista de sí mismo, por don hecho del propio ser al resto de la humanidad, el hombre no concebirá sino horrores, destrucción, atraso, barbarie y degenerarión en la guerra, la que de hecho dejará de existir al negar su posibilidad cada uno de los hombres hoy factores inconscientes que la permiten, sustentan y adoran.

Y desaparecido con el militarismo el sostén del dogma religioso y del dogma social y político de la obediencia y desarrollado con la educación humana el auto gobierno y el régimen de la obediencia interna a la personal ley de evolución, reinará entre los hombres la religiosidad humana cuyo ideal será el niño. Y el imperio de la justicia natural habrá llegado.