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e aquí el crepúsculo. El cielo toma un tinte rojizo. El abejeo de las vías humanas se acentúa. Monsieur se viste, Madame inspecciona singularmente sus cabellos, sus hombros, sus ojos y sus labios. Los autos vuelven del bosque como una enorme procesión de veloces luciérnagas. La ciudad enciende sus luces. Se llenan las terrazas de los bulevares, y se deslizan las fáciles peripatéticas, a paso parisiense, en busca de la buena suerte.

Los anuncios luminosos, a la yanki, brillan fija o intermitentemente en los edificios, y los tzíganos rojos comienzan en los cafés y restaurants, sus valses, sus cake-wals, sus zardas, y su hoy indispensable tango argentino, por ejemplo: Quiero papita.

Un pintoresco río humano va por las aceras, y la tiranía del rostro, que decía Poe, se ve por todas partes. Son todos los tipos y todas las razas: los yankis importantes e imponentes, glabros y duros; los levantinos, los turcos y los griegos, parecidos a algunos sud-americanos; los chinos, los japoneses y los filipinos, con quienes se confunden por el rostro de Asia; el inglés, que en seguida se define; el negro de Haití o de la Martinica, afrancesado a su manera, y el de los Estados Unidos, largo, empingorotado y simiesco, alegre y elástico, cual si estuviese siempre en un perpetuo paseo de la torta. Y el italiano, y el indio de la India y el de las Américas, y las damas respectivas, y el apache de hongo y el apache de gorro, y el empleado que va a su casa, y la gracia de la parisiense por todas partes, y todo el torrente de Babel, al grito de los camelots, al clamor de las trompas de automóvil, al estrépito de ruedas y cascos, mientras las puertas de los establecimientos de diversión o de comercio echan a la calle sonora sus bocanadas de claridad alegre.

El morne Sena se desliza bajo los históricos puentes, y su agua refleja las luces de oro y de colores de puentes, barcos y chalanas. El panorama es de poesía. En el fondo de la noche calca su H de piedra sombría Notre-Dame. De las ventanas de los altos pisos sale el brillo de las lámparas. En la orilla izquierda del gran río parisiense, por donde hay aún gentes que sueñan, artistas y estudiantes, el movimiento en la luminosidad de bulevares y calles se acentúa, y autobuses y tranvías lanzan sus sones de alerta. Mimí, modernizada, pasa en busca de, sonríe por, o va del brazo con Rodolfo, el Rodolfo del vigésimo siglo. Ya no se ve entrar a las cervecerías y cafés el béret de antaño, y junto a las mesas se oyen, tanto como el francés, las lenguas extranjeras, sobre todo los varios castellanos de la América nuestra. Un japonés de sombrero de copa flirtea con una muchacha rubia; un negro fino y platudo se lleva a la más linda bailadora de Bullier. Aunque Bullier no sea ya como antes, a él acuden los que gustan de la danza en el país de los escolares. Así, después que ha pasado la comida en la taberna del Panteón para unos, para otros en bouillons o crémeries, propicios a la economía o a la escasez, es a Bullier, donde principalmente se dirigen, como no sea a algún cine o cabaret de cancionistas. Después los cafés se llenan, los discos de fieltro se multiplican en las mesitas; hasta que el vecindario que tranquilo duerme se suele despertar por la madrugada, a los cantos en coro de los noctámbulos. En la orilla derecha, por la enorme arteria del bulevar, los vehículos lujosos pasan hacia los teatros elegantes. Luego son las cenas en los cafés costosos, en donde las mujeres de mundo que se cotizan altamente se ejercen en su tradicional oficio de desplumar al pichón. El pichón mejor, cuando no es un azucarerito francés como el que aun se recuerda, es el que viene de lejanas tierras, y, aunque el rastacuerismo va en decadencia, no es raro encontrar un ejemplar que mantenga la tradición.

Cerca de la Magdalena y de la Plaza de la Concordia está el lugar famoso que tentara la pluma de un comediógrafo. Allí esas damas enarbolan los más fastuosos penachos, presentan las más osadas túnicas, aparecen forradas academias o traficantes figurines, para gloria de la boîte y regocijo de viejos verdes, anglosajones rojos y universales efebos de todos colores, poseídos del más imperioso de los pecados capitales, bajo la urgente influencia del extra-dry. Allí, como en tales o cuales establecimientos de los bulevares, se consagra la noce verdaderamente parisiense, para el calavera de París, o d’ailleurs, que cuenta con las rentas de un capital, o con los productos de una lejana estancia, puesta, hacienda, rancho, fundo o plantación.

Por la calle del faubourg Montmartre y de Notre-Dame-de-Lorette, asciende todas las noches una procesión de fiesteros, tanto cosmopolitas como parisienses, afectos al Molino-Rojo y a las noches blancas.

Nadie tiene ya recuerdos literarios y artísticos para lo que era antaño un refugio de artistas y de literatos. Además, se sabe ya la mercantilización del Arte. Pero existen Montoya y otros que no quieren que la Musa sea atropellada por el automóvil.

Lo incómodo para la ascensión a la sagrada butte es la afluencia de apaches de todas las latitudes y de apachas de todos los tonos. Cuando se llega ya bajo la iluminación del Molino-Rojo, si se tiene la experiencia de París, acompañada de un poco de razonamiento, entra uno a un cabaret artístico; si se es el extranjero recién llegado con cheques u oros en el bolsillo, entra a esos establecimientos llenos de smokings, relucientes de orfebrería, adornados de espaldas esbeltas y por el rojo de los tziganos, y en donde la botella de champaña obligatoria se ostenta en la heladera.

Estas son las casas con nombres de abadía rabelesiana o de roedor difunto. Allí, los indispensables violinistas hacen bailar a las hetairas, o heteras, que convierten en champaña los luises de los gentlemen ciertos o dudosos; danzarines de España, o de Italia, o de Inglaterra, demuestran las tentaciones de las jotas, garrotines, tarantelas, o gigues; M. Berenger no estaría muy tranquilo desde luego si presenciase tales ejercicios coreográficos, y sobre todo cuando las machichas brasileñas y los tangos platenses son interpretados con floriture montmartresa, exagerando la nota en un ambiente en que la palabra pudor no tiene significado alguno. Pero como esos centros no son para las niñas que comen su pan en tartines, como aquí se dice, están en tales fiestas a sus anchas quienes vienen de los cuatro puntos del mundo en busca del fabuloso París, eternamente renombrado como el paraíso de las delicias amorosas y de los goces de toda suerte. A pesar de lo que se diga, es para el amante de la diversión y del jolgorio, para los derrochadores del dinero y de la salud, un imán irresistible. El chino en su China, el persa en su Persia, el más remoto rey bárbaro y negro que haya pasado por el paraíso parisiense, recordará siempre sus encantos y pensará en el retorno. Es que, si en cualquier gran ciudad moderna puede encontrarse confort, lujo, elegancia, atracciones, teatros, galanterías, en ninguna parte se goza de todo eso como en París, porque algo especial circula en el aire luteciano, y porque la parisiense pone en la capital del goce su inconfundible, su singular, su poderosísimo hechizo, de manera que los reyes de otras partes, reyes de pueblos, de minas, de algodones, de aceites, o de dólares, a su presencia se convierten en esclavos, esclavos de sus caprichos, de sus locuras, de sus miradas, de sus sonrisas, de su manera de andar, de su manera de hablar, de su manera de recogerse la falda, de comer una fruta, de oler una flor, de tomar una copa de champaña, de oficiar, en fin, como la más exquisita sacerdotisa de la diosa hija de la onda amarga, patrona de la ciudad de las ciudades, y cuyos devotos y peregrinos habitan todos los países de la tierra.

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París nocturno es luz y único, deleite y armonía; y, hélas! delito y crimen... No lejos de los amores magníficos y de los festines espléndidos, va el amor triste, el vicio sórdido, la miseria semidorada, o casi mendicante, la solicitud armada, la caricia que concluye en robo, la cita que puede acabar en un momento trágico, en el barrio peligroso, o en la callejuela sospechosa.

Mas los felices no se percatan de estas cosas. Los que van al bar elegante en un 40 H. P. no piensan en el proletariado del placer. Ni el extranjero pudiente viene a fijarse en tales comparaciones. El ha venido con la visión, con el ensueño de un París nocturno, único y maravilloso. Halla todo lo que necesita para sus inclinaciones y sus gustos. Sabe que con el oro todo se consigue, en las horas doradas de la villa de oro, en donde el Amor transforma ese rincón de alegría, en donde hace algunos años todavía se soñaban sueños de arte y se amaba con menos desinterés. Aun los tiempos del Chat noir se recuerdan con vagas nostalgias. ¡Se dice que los artistas de hoy, los mismos artistas! no piensan más que en la ganancia, y que el asno Boronali, del Lapin Agile, es el único artista verdaderamente independiente. Así, los hombres cabelludos y con anchos pantalones y con pipas, que se ven por Montmartre, no son artistas siquiera. El talento mismo, en ellos no es ciego; no lleva venda, cuando más un monóculo, que por lo general es un luis de Francia, una libra esterlina, o un águila americana. Y ese amor que no ciega, en París se ve mejor de noche que de día.