I
La isla de los muertos.

E

n qué país de ensueño, en qué fúnebre país de ensueño está la isla sombría? Es en un lejano lugar en donde reina el silencio. El agua no tiene una sola voz en su cristal, ni el viento en sus leves soplos, ni los negros árboles mortuorios en sus hojas: los negros cipreses mortuorios, que semejan, agrupados y silenciosos, monjes-fantasmas.

Cavadas en las volcánicas rocas mordidas y rajadas por el tiempo, se ven, a modo de nichos obscuros, las bocas de las criptas, en donde, bajo el misterioso, taciturno cielo, duermen los muertos. La lámina especular de abajo refleja los muros de ese solitario palacio de lo desconocido. Se acerca, en su barca de duelo, un mudo enterrador, como en el poema de Tennyson. ¿Qué pálida princesa difunta es conducida a la isla de la Muerte?... ¿Qué Elena, qué adorable Yolanda? ¡Canto suave, en tono menor, canto de vaga melodía y de desolación profunda! Acaso el silencio fuese interrumpido por un errante sollozo, por un suspiro; acaso una visión envuelta en un velo como de nieve...

Allí es donde comienza la posesión de Psiquis; en esa negrura es donde verás quizás brotar, pobre soñador, de la obscura larva, las alas prestigiosas de Hipsipila. A tu isla solemne ¡oh, Boeklin! va la reina Betsabé, pálida. Va también, con un manto de duelo, la esposa de Mauseolo, que pone cenizas en el vino. Va Hécuba, y ¡horrible trance! va silenciosa, mordiendo su aullido, clavando sus dedos en los dolorosos, maternales pechos. Va Venus, sobre su concha tirada por las blancas palomas, por ver si vaga gimiendo la sombra de Adonis. Va la tropa imperial de las soberbias porfirogénitas, que amaron el amor al mismo tiempo que la muerte. Va en un esquife divino, con un arcángel por timonel, la Virgen María, herido el pecho por los siete puñales.

Más allá de las solifarias islas en donde

descansan los pájaros viajeros...

II
Idilio marino.

Más allá de las solitarias islas en donde descansan los pájaros viajeros, en el reino en que Leviatán domina, sobre una roca, está entronizada la Vencedora, en la irresistible omnipotencia de su desnudez.

En su blanca piel está la sal, el perfume marino de Anadiómena, y la serpiente de las olas hace ver una vez más, amorosa y humillada, el soberano triunfo del encanto femenino. Europa sobre el lomo del toro, la Bella y la Fiera, la Mundana del pintor moderno, que, desnuda, corta las uñas al león. Un tritón velludo y escamoso hace cantar su ronco caracol, en tanto que el monstruo recibe una caricia de la tentadora mujer, que bajo el inmenso cielo ofrece su fatal hermosura en el abandono de su supremo impudor.

la risa del tritón, que muestra

su cabeza de sileno oceánico...

III
Sirenas y tritones.

Con más sonoridad que el ruido del caracol, suena la risa del tritón, que muestra su cabeza de sileno oceánico, ceñida con hojas de las desconocidas viñas que crecen en los campos submarinos, y rosas de una flora extraña e ignorada, cortadas entre líquenes y flotantes medusas. Tras él se infla una faz batraciana, boca redonda y carnuda, ojos saltones. Se ven danzar las ondas. En el seno de una se hunde, con un salto natatorio, una ninfa de opulentos muslos, que tiene aletas en los talones. Más allá, otra erige sus pechos, y su cabeza coronada de algas. Con asombro jocoso viene un Sancho centauro acuático, braceando; la grupa está sobre la ola, y la espuma le forma un cerco hirviente y blanco por la redondez de la barriga, en la cual muestra su honda mancha, como la señal de un golpe de espátula, el ombligo.

En primer término, en la transparencia del agua, una sirena extiende su bifurcada y curva cola de pescado, negro y plata; a flor de espuma, tiembla la doble rotundidad en que termina el talle.

La faz medrosa mira hacia un punto en que algo se divisa, y casi no atiende la hembra al tritón fáunico, que la atrae, invitándola a una cita sexual, tal como en la tierra, al amor del gran bosque, lo haría Pan con Siringa.

Cerca del blando tronco de la haya, estaríais vos, señorita, con vuestro sombrero blanco, vues-

tro vestido blanco y vuestra alma blanca.

IV
Día de Primavera.

Cerca del blando tronco de la haya, estariais vos, señorita, con vuestro sombrero blanco, vuestro vestido blanco, y vuestra alma blanca. Yo tendría mi negro dolor. Procuraría haceros soñar dulces sueños, y el laúd no tendría para vos sino los más acariciadores sonidos.—Sí, dice ella, mas esa villa italiana... ¿no será la morada de la más infeliz de las mujeres? Los árboles sombríos forman un misterioso recinto de duelo. El agua de los arroyos parece monologar extrañas historias de amores difuntos. El crepúsculo inunda, con su tenue tinta de melancolía, todo el paisaje. El anciano que contempla meditabundo las ninfas, parece la encarnación de un triste pasado. Los niños que juegan cerca de la «villa», no alcanzan a hacer que mi alma encuentre una sola nota de alegría.

Nuestra alma, a veces, contagia con sus males el alma de las cosas.

V
Los Pescadores de Sirenas.

Péscame una ¡oh, egipán pescador! que tenga en sus escamas radiantes la irisada riqueza metálica que decora las admirables arenques. Péscame una, cuya cola bifurcada pueda hacer soñar en el pavo real marino, y cuyos costados finos y relucientes tengan aletas semejantes a orientales abanicos de pedrería; péscame una que tenga verdes los cabellos, como debe tenerlos Lorelay, y cuyos ojos tengan fosforescencias raras y mágicas chispas, cuya boca salada bese y muerda, cuando no cante las canciones que pudieran triunfar de la astucia de Ulises, cuyos senos marmóreos culminen florecidos de rosa y cuyos brazos, como dos albos y divinos pithones, me aten para llevarme a un abismo de ardientes placeres, en el país recóndito en donde los palacios son hechos de perlas, de coral y de concha de nácar. Mas esos dos sátiros que se divierten en la costa de alguna ignorada Lesbos, Tempe o Amatunte, son ciertamente malos pescadores. El uno, viejo y fornido, se apoya en un grueso palo nudoso, y mira con cómica extrañeza la sirena asustada y poco apetecible que su compañero ha pescado. Este saca la red, y no parece satisfecho de su pesca. De los cabellos de la sirena chorrea el agua, formando en el mar círculos concéntricos. Sobre las testas bicornes y peludas se extiende, al beso del día, un fresco follaje, mientras reina en su fiesta de oro, sobre nubes, tierra y olas, la antorcha del sol.