Los miserables (Rubén Darío)

LOS MISERABLES

Los «gueux» franceses, los
«tramps» yankis, los «atorrantes»
argentinos.



El «Gueux».


Q

uien haya visto en ciertos paseos, en la banlieue, o bajo arboledas hantées, como dice el pequeño poema de Baudelaire, la figura grotescamente miserable de ciertos desheredados de la suerte, de ciertos malditos de la vida, de ciertos parias del arroyo, ¿no ha sentido al mismo tiempo la repugnancia y la lástima?

Harapientos, con fragmentos de zapatos, sombreros de todas las formas imaginables, sucios y abollados; con las caras abotagadas y las narices rojas de alcohol; viejos, de largas barbas canas; hombres fuertes: hombres jóvenes, bajo el viento, bajo el sol, bajo la noche, pueblan sus lugares preferidos.

¿Dónde viven? No tienen lugar fijo, o se amontonan en ocultas covachas, o vagan noctámbulos, para dormir a pleno sol en un paseo público, junto a una estación de ferrocarril o en las gradas de un edificio.

La miseria es tan antigua como el hombre. En el cielo fabuloso de la Grecia se conocía ya la mendicidad. Aro o Areo fué un pordiosero del país de Itaca. El zaparrastroso pretendió nada menos que casarse con Penélope, y Ulises, su noble rival, se deshizo de él de un puñetazo.

Las manifestaciones de la miseria son las que han cambiado con los tiempos y las costumbres.

El gueux de la Francia de hoy no es el mismo de la época de Villón. Especiales causas políticas y sociales engendraron aquellos vendangeurs de costé, aquellos temibles mendigos y rateros que adoptaron por patrono, cosa curiosa en verdad, al rey David: «David, le roy, seige prophète».

Víctor Hugo ha reconstruído, en su admirable Notre Dame, la célebre Corte de los Milagros. Villón, en sus Testamentos, ha dejado una pintura vivísima de la canalla de su tiempo. El frecuentó los más ocultos rincones de la miseria, y, como dice J. de Marthold: «Il sait le nom de tous les malandrins, orphelins, et claque-patins, celui de toutes les filles et de tous les mauvais lieux; item connaît-il celui de tous les représentants de l’autorité et de la loi, mouchards, soldats du guet, geôliers, geôlières même, greffiers, auditeurs, procureurs, lieurenant criminel, bourreau, celui de tous les corps de garde, de tous les cachots et tous les gibets.»

Tan les conocía, que estuvo a punto de ser entregado al Monsieur de París, de entonces, como el mismo Gringoire.

La diferencia que se puede notar entre los miserables de antaño y los de nuestra época es que sobre aquéllos parece que hubiera flotado un aire de alegría, y hoy reina en el mundo, en todas las clases, la tristeza, el pesimismo. Aun en medio de sus oscuros conciliábulos, de sus hambres y pillerías, tenían los de antes una canción en los labios, una carcajada. El raro rey Luis Onceno mira reir a su pueblo, y le deja reir, porque sabe que «rire est déjà se venger». La fiesta de los Tontos distrae a los gueux, que son amigos de las farsas y de las locuras.

Luego, lo que llamaremos la policía, de entonces, los angelz, están listos para evitar los golpes de los malhechores, y recorren los lugares sospechosos.

En cuanto a la Corte de los Milagros, se componía de gentes activas, en su peligrosa industria de falsa mendicidad, cojos fingidos, falsos ciegos, etc., etc. De todo eso hay hoy también. Los castigos eran crueles y se aplicaban con frecuencia. Maître François Villón solía predicar la moral entre las turbas de vagabundos endiablados, al mismo tiempo que escribía sus célebres baladas en el jargon de la poco noble «camaradería».

De Villón a los héroes de Richepin, el tipo de los gueux parisienses ha cambiado por completo.

Nuevas ideas, nuevos elementos, han producido distintos resultados. Obsérvese con Malato cuántos cambios no ha traído, por ejemplo, la introducción del uso de ciertos estimulantes, de alcoholes nuevos, de bebidas que desconocieron las generaciones anteriores. Y con los alcoholes, las negras filosofías. Existe en la alta Italia una enfermedad que se llama pellagra, y que proviene de exclusiva alimentación compuesta de polenta y castañas. Así, ciertos libros han causado en el pueblo una como pellagra moral, y el principal síntoma de la terrible dolencia es una amarga tristeza, que se revela hasta cuando habla el alma del desheredado de la vida, del paria, por boca de sus cancioneros.

Arístides Bruant, el aeda de los gueux, canta en su Mirliton:

T’es dans la rue, va, chez-toi!

La casa del mendigo, del hambriento, es la calle: la misma de los canes sin dueños. Como ellos, los caídos, están en su casa, van por todas partes en sus horribles déshabillés, se tambalean, se tienden en los bancos de los jardines públicos. La miseria les arranca hasta el último jirón de vergüenza. No son ya hombres. Y por la noche, junto a las avenidas obscuras, cerca de los puentes solitarios, o en innominables tabernas, quien les habla al oído es el crimen.

Bruant es un conocedor admirable de ese bajo mundo de París en que se agitan todas las miserias que su filosofía de cancionero sabía pintar y compadecer en su Cabaret.

«Yo no sé, escribe un conocedor del dueño del Mirliton, que nadie comprenda mejor que Bruant, y exprese como él en su verdadero «argot» la inconsciencia de esos parias de la sociedad, que ¡Dios mío! no son más malos que el común de los mortales ¡y cuán interesantes!» Yo les condenaba; pero después que les he visto de cerca y he leído a Bruant, les excuso, y no experimento por el condenado que oye del fondo de su celda levantar el cadalso, más que una inmensa piedad. Se quiere hacer de la mayor parte de los criminales seres irresponsables. Serían sobre todo inconscientes, como una de las formas de la irresponsabilidad; pero, en todo caso, es Bruant quien ha puesto primero el dedo en la llaga. Ciertamente, el cancionero harto disculpa las fechorías y hazañas del «apache» y de la peligrosa compañera de éste; mas la caridad y la compasión tienen sus límites, y la sociedad y justicia tienen que ver como enemigos a esos sombríos desventurados que saben, entre otras cosas, dar el coup du père François, lo mismo que una puñalada, al pobre transeunte que, en hora propicia al crimen, tiene la desgracia de pasar cerca de ellos.

En la canción de Bruant A’ Saint-Ouen, uno de esos parias sociales muestra su áspera vida. En el primer couplet dice cómo, en un mal día, a la orilla del Sena, fué engendrado. Después, desde niño, está condenado a trabajar como un negro para comer. En esa infancia no hay una sola sonrisa. En la juventud, el amor es sencillamente canino.

Y el final:

Enfin, je n’ sais pas comment
on peut y vivre honnêt’ment,
c’est un rêve;
mais on est récompensé,
car, comme on est harassé,
quand on crêve...
l’cim’tière est pas ben loin,
á Saint-Ouen.

Es la absoluta sujeción a la fatalidad, el acatamiento a las leyes de la suerte y la renuncia y olvido de toda esperanza. En Heureux, Bruant presenta al viejo vagabundo, en tiempo de invierno. Cuando le muerde las carnes la brisa fría y la necesidad de descansar le hace buscar un refugio, él se va tranquilamente a meterse como un ratón en su cueva, entre los tubos viejos del acueducto.

Et puis, doucett’ment, on s’endort...
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Alors on sent comme un’caresse,
on s’allong’ comm’dans un bon pieu...
Et l’on rêv’ qu’on est à la messe
où qu’, dans le temps, on priait l’ bon Dieu.

La miseria en París tiene muchísimas fases. Sus tipos varían, desde el clásico personaje de arrugado sombrero de pelo y levita indescriptible, hasta la madre mendiga, el «apache» siniestro, el «rigolard», etc.

La caridad no puede matar tantas hambres, por más que se establezcan lugares donde haya sopas baratas o gratuitas; y por su parte el anarquismo, con la idea de su soupe-conférence, hábilmente fundada y dirigida por los «compañeros» Rousset y Onin, mientras daba el alimento que podía a los hambrientos, les predicaba sus doctrinas; y la lógica les entraba por el estómago.


“El Tramp”.


Si hay un sér que tenga grande semejanza con el atorrante argentino, aparte de su mayor tendencia criminal, es el que en los Estados Unidos se llama tramp.

Para hacer la comparación, baste con presentar el tipo, apoyados en Fred. S. Root, quien ha tratado el asunto en una conferencia, hace ya tiempo.

El tramp ¿es un ladrón, un vagabundo, un asesino, un mendigo? Sí y no.

El tramp, como le llaman en los Estados Unidos, y especialmente en el Canadá, es un producto extraordinario de nuestra moderna civilización. Puede tener todos los defectos, y ser tramp sin tener ninguno. Como el atorrante.

El tramp, en su calidad de mendigo de profesión, es fácil de conocer y de describir. Se presenta a la puerta de una villa, por ejemplo, y pide una limosna. Su rostro inflamado denuncia una vida de débauche, y sus vestidos desgarrados y en desorden son una verdadera caricatura de todo lo que es decente y elegante; sus ojos hundidos tienen miradas agresivas, y cuando se fijan, parecen decir: «Dame de comer pronto, o quemo tus establos y la casa, y asesino al dueño».

El tramp vagabundo es perezoso, borracho muy frecuentemente, lleno de todos los vicios, y de un trato brutal. En una palabra, es el terror de los lugares poco poblados, y el problema de las grandes ciudades.

Una ciudad de Massachussets solamente ha alojado 852.000 tramps, los cuales, con muy pocas excepciones, debían su estado a la intemperancia.

Existe, sin embargo, otra especie de tramps, que no pertenece a la clase de los tramps mendicantes: es el tramp por fuerza, digámoslo así. El tramp puede reunir en sí todo lo que hay de abominable, puede tener todas las depravaciones y todos los vicios; pero es un hecho innegable que el tramp obrero ha sido obligado a serlo, a causa de los cambios industriales de este siglo.

Hace cincuenta años, el tramp no existía en la Nueva Inglaterra. ¿Por qué existe hoy, y por millares? Al procurarse una civilización más refinada, ¿los hombres han llegado a ser más indolentes? ¿Es acaso por decreto de la providencia, que el tramp está llamado a invadir la América entera? ¿El tramp llega a serlo, por no ser suficientemente inteligente para luchar con quien lo es más? ¿El cristianismo del siglo XIX tiene una palabra para el vagabundo? Son estos problemas de no fácil solución.

¿Por qué en América, donde el suelo es generoso hasta la prodigalidad, hay hombres hambrientos, miserables y desesperados? ¿No hay campos que ondulan verdaderos mares de trigo?

Hay sus causas indudablemente. Esos tramps que no lo son sino por necesidad, han pertenecido al gremio de los trabajadores, y aun querrían volver al seno de la clase obrera; pero las máquinas han vuelto inútiles los útiles, e inútiles a muchos obreros.

Ejemplo: En los Estados Unidos se puede atravesar a caballo las grandes llanuras de California y de Dakota, milla por milla, sin encontrar la más humilde habitación, allí donde antes de la invención de las máquinas agrícolas se encontraban miles de hombres.

Es verdad que las máquinas contribuyen, al fin, a la distribución de la riqueza, que hacen bajar los precios de los productos y los ponen al alcance de todas las bolsas; pero es un hecho también que los primeros efectos de la introducción de las máquinas tienden a privar a los obreros de su única fortuna: el trabajo.

Es de notar, sí, que la pobreza y el poco éxito del fermier inglés son debidos a la falta de máquinas propias para dar impulso a la producción de sus tierras.

Por la sola razón de las máquinas, millares de obreros son despedidos de las fábricas; las máquinas que reemplazan a los trabajadores pueden ser manejadas por pocos empleados. Eso mismo establece un enorme aumento de cesantes en todos los centros industriales, de desempleados que no encuentran empleo. Los obreros van de ciudad en ciudad, en espera de encontrarlo. No lo hallan, se desazonan y se deslizan por la pendiente que les hace caer en la dantesca región del tramp.

No todos los tramps pertenecen a esa clase, en verdad; pero un gran número de ellos, sí. En 1885 se vió el caso de que hubiesen 100.000 hombres sin ocupación, y no por culpa de ellos. Empujado por su mala situación, sin encontrar en qué emplearse, el hombre comienza a desesperar de su destino, y cuando llega a la desesperación tiene dos salidas enfrente: el suicidio, o la vida del tramp.

La falta de trabajo es, pues, una de las principales causas de la existencia de este parásito social. La emigración continua es otra, y esto completa el problema. Los que sobresalen en alguna especialidad pueden siempre abrirse algún camino entre las muchedumbres; pero esos constituyen las excepciones. Las posiciones aceptables para hombres de ciencia o de letras son cada día más difíciles de obtener. Los sueldos de los tenedores de libros, dependientes, empleados (hombres y mujeres) disminuyen constantemente. ¿Por qué los conductores y cocheros de los tranways están tan mal remunerados? Porque los directores de las compañías pueden encontrar al mismo precio cuantos cocheros y conductores quieran.

En los diarios se leen avisos como éste:

«Se necesita un hombre fuerte para cuidar un enfermo de enfermedad contagiosa.»

Más de cien solicitantes llegan antes de que pasen veinticuatro horas. Eso dará una idea de la necesidad que hay en la clase de que hemos hablado.

Otra gran causa de que exista el tramp obrero, son las detenciones de los trabajos mineros. Las minas se encuentran en manos de unos cuantos capitalistas, y éstos las manejan a su antojo. Por ejemplo: hace algunos años, muchos individuos que representaban juntos una suma de cien millones de dólares, se reunieron para aconsejar la suspensión de los trabajos mineros, a fin de alzar el precio del carbón. El resultado fué que miles de mineros se vieron de repente sin trabajo, mientras que aquellos individuos se ganaban una suma de ocho millones de dólares, a causa del alza.

Los grandes capitalistas, sobre todo aquellos que se encuentran a la cabeza de las empresas mineras de carbón o de hierro, pueden, a su gusto, echar al arroyo miles de obreros, con sólo alzar el precio de las materias primas, deteniendo la producción.

Con esos detalles es fácil darse cuenta de que el tramp, es decir, el hombre errante de plaza en plaza, fatigado, extenuado, en busca del trabajo que no obtiene, es el resultado inevitable de un sistema industrial desorganizado y establecido contra todo principio de humanidad.

La llegada anual a los Estados Unidos de muchos cientos de miles de emigrantes, creó una gran población en los centros industriales, y en consecuencia engrosó el número ya enorme de obreros sin empleo.

Ese problema del tramp, del gueux, es uno de los más formidables de nuestra época, por la sola razón de que las causas que lo producen no le dan ninguna esperanza de alivio.

¿Recuerda el lector que haya estado en los Estados Unidos aquellas plazas llenas de desocupados de todas cataduras, aquellos negros cuadros del barrio italiano, o del Bowery?


El «Atorrante»


El atorrante argentino ha llenado antes la población, a medida que ha ido en aumento la vida europea, por decirlo así.

La inmigración ha ayudado entonces, como en los Estado Unidos, al desarrollo de esa plaga, que poco a poco fué menguando. Que la miseria toma creces en Buenos Aires, es cosa innegable.

Que también existe como en todas las grandes ciudades la industria del mendigo, es verdad. Pero junto a la falsa miseria está la verdadera, que ciertas buenas personas conocen. La primera toca a la policía; la segunda a la caridad.

La Nación, el gran diario de Buenos Aires, publicó hace años una comunicación en que se leen estas palabras: «Los que voluntariamente nos hemos impuesto la obligación de visitar a los pobres, nos damos cuenta exacta de la gran miseria que hay en nuestra rica capital. No se trata del atorrantismo, sino de verdaderos pobres, de familias necesitadas que no tienen qué comer, y que en las noches crudas de invierno tiritan de frío. No tienen ni cama, ni colchones, ni frazadas, ni nada con que poder hacer entrar en calor sus cuerpos; duermen en el suelo como los animales, siendo ésta la causa principal, si no la única, de las enfermedades que padecen».

Y hoy pasa lo mismo.

El atorrante duerme a la bartola, se quema la sangre con venenosos aguardientes, y así pasa las noches heladas. O si no, se deja morir acariciado por la pereza, o por el desdén de la vida, y amanece comido de caranchos, o ahogado en el río, o tieso y abandonado entre los muelles, o en cualquier oscuro rincón.

Desilusionados italianos, franceses, ingleses, españoles, rusos, hombres de todas partes, componen ese vago ejército. Viven, se alimentan y mueren cínicamente; es decir, como los perros.

A esta clase de ilotas debe dirigirse la mirada del sociólogo, pues encierra un amargo problema. Y a los pobres enfermos, a los verdaderos necesitados, víctimas de la desgracia, la bondad de las manos generosas.