Oliverio Twist
de Charles Dickens
Capítulo XVIII.



CAPITULO XVIII


DE CÓMO VIVÍA OLIVERIO EN COMPAÑíA DE SUS RESPETABLES AMIGOS


La mañana siguiente al día de su captura, al quedarse solo con Fagin, éste aprovechó la ocasión para predicar un largo sermón á Oliverio, censurando su ingratitud por haber querido abandonarlos después que le habían manifestado tan sincera amistad y evitado, al recibirle en su compañía, que pereciera de hambre en las calles de Londres. Luego le contó la espantosa historia de otro joven ingrato que había querido venderlos y había acabado en la horca, dándole á entender claramente que él, Fagin, aun lamentándolo con todo su corazón, había sido la causa de que le colgaran, obligado por la necesidad.

Escuchando al judío, Oliverio temblaba de espanto. Sabía por experiencia que la Justicia podía confundir al inocente con el culpable; y acordándose de los altercados del viejo con Sikes, no le cabía duda de que Fagin había puesto más de una vez en práctica su plan para reprimir indiscreciones y hacer desaparecer á los charlatanes. El viejo bandido sonreía satisfecho de su elocuencia al ver el terror pintado en las facciones del muchacho. Durante aquella tarde y todos los días subsiguientes Oliverio quedó solo encerrado en la estancia, pensando en sus buenos y cariñosos amigos de Pontoville. Al cabo de una semana el judío no cerró la puerta del cuarto, y el chico pudo vagar por toda la casa, sucia, asquerosa, destartalada y triste.

Un día que el Tramposo y Bates iban á pasar la velada fuera, metiósele en la cabeza al primero de ellos poner más cuidado que de costumbre en el arreglo de su persona, á pesar de que no solía tener tales debilidades, y se dignó mandar á Oliverio que le sirviera de ayuda de cámara.

El muchacho, muy contento de servir para algo y ávido de conciliarse el afecto de los que le rodeaban, siempre que pudiera hacerlo honradamente, se apresuró á hacer lo que le mandaban. El Tramposo se sentó á la mesa. Oliverio puso una rodilla en tierra, y comenzó con toda conciencia á lustrarle las botas; operación que el señor Dawkins llamaba «barnizar las trotadoras».

Sea el sentimiento de libertad é independencia que debe suponerse propio de todo animal racional al hallarse cómodamente sentado en una mesa fumando una pipa y balanceando una pierna acompasadamente, mientras le limpiaban las botas sin sufrir la enojosa molestia de descalzarse ni la terrible perspectiva de calzarse, operaciones que distraen los pensamientos; sea que la calidad del tabaco le predispusiera á la bondad, es el ca so que después de contemplar un instante á Oliverio exclamó, medio ensimismado, medio dirigiéndose á Bates:

—¡Qué lástima que no sea de los nuestros!

—¡Bah!—dijo el otro—. ¡No sabe lo que es bueno!

El Tramposo dió un suspiro y volvió á fumar en silencio.

—Apuesto á que no sabes cuál es nuestra profesión—dijo después de una pausa á su limpiabotas.

Oliverio puso una rodilla en tierra, y comenzó á lustrar las botas.
—Creo que sí—contestó éste levantando los ojos—. La de ladrón. ¿Es eso?

—Sí; Y me avergonzaría de hacer otra cosa—. Al decir esto se encasquetó el sombrero de un sopapo, y miró á Carlos como desafiándole á opinar en contra—. Sí; esa es mi profesión, y también la de Carlos, y la de Fagin, y la de Anita, y la de Guillermo, y la de Isabel, y la de todos nosotros, comenzando por Fagin y acabando por Turco, que es el último de la cuadrilla.

—Y el menos dispuesto á hacernos traición—agregó Carlos.

—¡No sería él el que fuera á ladrar al banco de los testigos, aunque le tuvieran una quincena en cerrado y sin comer!

—¡Ni resollaría!—afirmó Bates.

—¡Es un perro magnífico!—prosiguió el Tramposo—. Cuando está con la compañía, ¡con qué aire amenazador mira al que ríe ó habla fuerte. Gruñe cuando oye tocar el violín, y de testa á los demás perros. ¡Es una alhaja!

—¡Ya lo creo!—dijo Carlillos.

—¡Bueno, bueno!—agregó Juan Dawkins volviendo á su tema—. ¡Eso no tiene nada que ver con este muchacho!

—Verdad. Oye, Oliverio: ¿por qué no te dedicas á ello?

—Habrías hecho tu fortuna.

—Vivirías de tus rentas, como pienso hacerlo yo.

—No me gustar—dijo tímidamente Oliverio—. Quisiera irme... Preferiría marcharme...

—Y Fagin prefiere que te quedes—replicó Carlos. Demasiado lo sabía Oliverio; pero juzgando peligroso explicarse más claramente, suspiró, y volvió á la limpieza de las botas del Tramposo.

—¡Va de ahí!—exclamó éste—. ¿No tienes corazón? Careces de amor propio? ¿Es que te agrada vivir á expensas de los amigos?

—¡Oh!—dijo Carlos sacando del bolsillo dos ó tres pañuelos de seda y echándolos en un armario—. ¡Sería vergonzoso!

—¡En cuanto á mí, no podría vivir así!—agregó el Tramposo con desdén.

—Lo que no impide que abandonéis á los amigos y los dejéis castigar en vuestro lugar—replicó Oliverio sonriendo.

—Eso fué por consideración á Fagin—respondió el Tramposo—, porque los guindillas saben que trabajamos unidos, y él se habría visto muy comprometido si hubiéramos caído en la ratonera. ¿Verdad, Carlillos?

Maese Bates hizo un gesto de asentimiento. Iba á responder; pero de pronto asaltó su imaginación el recuerdo de la fuga, y le acometió un acceso de risa, en virtud del cual tragó el humo de la pipa, y estuvo más de cinco minutos tos iendo y golpeando el suelo con el pie.

—¡Mira!—agregó el Tramposo, sacando un puñado de chelines y peniques—. ¡Esto es gozar de la vida! ¿Y á qué juego he ganado esto? En ti solo consiste aprenderlo. ¡Desengáñate; si tú no escamoteas relojes y pañuelos, otros lo harán! ¡Tanto peor para los que se los dejan quitar, y tanto peor para ti también! El dinero no viene á meterse en el bolsillo de uno, si uno no lo coge donde esté, y tú tienes tanto derecho como cualquiera otro á cogerlo de donde haya.

—¡Seguramente, seguramente!—exclamó el judío, que acababa de entrar sin que le viera Oliverio—. ¡Haz caso á lo que te dice el Tramposo; es como el Evangelio! ¡Oh; éste conoce perfectamente el catecismo de su profesión!

Al mismo tiempo que daba su asentimiento, el alegre anciano se frotaba las manos entusiasmado por los talentos de su discípulo favorito. La conversación se suspendió, porque Fagin llegaba acompañado de la señorita Isabel y de un caballero que Oliverio no había visto nunca, pero á quien el Tramposo saludó con el nombre de Tomás Chatling.

El joven Chatling, de más edad que el Tramposo, contaría ya sus diez y ocho años, pero mostraba á su joven compañero cierta deferencia que traslucía el reconocimiento de su inferioridad. Tenía los ojos pequeños, parpadeaba incesantemente, y su cara estaba marcada con las huellas de las viruelas. Su traje estaba poco presentable; pero se excusó diciendo que hacía sólo una hora que había acabado su condena, y que había estado vistiendo el reglamentario durante seis semanas.

El señor Chatling se manifestó indignado con el nuevo sistema de fumigación empleado allá, sistema infernal que quema y estropea las ropas; y estaba sumamente enojado con la despótica costumbre de hacerles cortar el pelo, lo que, á su juicio, era ilegal y arbitrario. Protestaba también contra el hecho de que durante cuarenta y dos mortales días de trabajo forzado no hubiera podido probar una gota de alcohol; y añadió que consentía en ser empalado si no tenía la garganta más seca que un esparto.

—Oliverio—exclamó el judío, mientras que los jóvenes ponían sobre la mesa una botella de aguardiente—, ¿de dónde crees tú que viene el señor?

—¡No sé!

—¿Quién es ése—preguntó Tomás mirándole con desdén.

—Uno de mis amigos, querido.

—Pues bien, pequeño; no te preocupes de averiguar de dónde vengo. ¡Apostaría á que no tardas mucho en hacer el mismo camino!

Los otros rieron, y hablaron algo entre sí en voz baja. Después de beber un vaso con deleite, Tomás pasó con Fagin á una estancia separada, donde conferenciaron algunos minutos. Luego volvieron, y se sentaron cerca del hogar.

Cuando todos se hubieron retirado á dormir el judío retuvo á Oliverio, anunciándole que tenía que hablarle.

Había celebrado aquella noche una larga conferencia con Guillermo, que tenía preparado un soberbio «golpe», para el cual necesitaba un chico. El que acostumbraba servirles, alquilado para el caso á una tía suya, había sido recogido por una Hermandad y llevado al Hospicio, donde les enseñaban á leer, escribir y trabajar honradamente, cosa que desesperaba á Sikes.

El judío quiso averiguar dónde era el golpe; su cómplice no quiso dar pormenor alguno, y se le ocurrió al viejo proponer á Oliverio para sacarlos del apuro. Guillermo aceptó desde luego.

—Pero te prevengo que como cerdee lo más mínimo, no vuelves á verle.

El judío, pues, comunicó al niño que al día siguiente irían á buscarle de parte del señor Guillermo.

—¿Para quedarme allí?—preguntó Oliverio.

—¡No, no; te quiero demasiado para deshacerme de ti! No tengas miedo; no te abandonaré añadió el judío con tono irónico. Luego agregó—: Supongo que querrás saber para qué vas á casa del señor Guillermo; ¿eh?

—Cierto; desearía saberlo.

—¿No sospechas para lo que puede ser?

—No, señor.

El judío vaciló.

—Bueno—dijo luego—, pues ya te lo dirá Guillermo. Ahora coge la vela, y vete á dormir.

—¡Buenas noches, señor!

Al irse vió que el judío le examinaba atentamente, con las cejas fruncidas. De pronto exclamó con voz relativamente cariñosa:

—¡Cuidado, Oliverio, cuidado! ¡Guillermo es una fiera capaz de todo, por poco que se le contraríe! Suceda lo que suceda, no digas nada, y haz todo lo que te mande. ¡Acuérdate bien de lo que te digo!

Antes de dormirse el muchacho rogó fervientemente al Todopoderoso que le matara antes de permitirle hacerse criminal, mientras las lágrimas corrían silenciosamente por sus infantiles mejillas.