Oliverio Twist
de Charles Dickens
Capítulo XIX.



CAPITULO XIX


EN QUE SE RELATAN LAS TRISTES CONSECUENCIAS QUE TUVO PARA OLIVERIO UN INTENTO DE ROBO CON FRACTURA


Al despertar por la mañana Oliverio quedó agradablemente sorprendido viendo en lugar de su viejo calzado ordinario un par de zapatos nuevos con gruesas suelas. Tuvo un acceso de alegría; pero muy pronto recordó su conversación de la noche anterior con el judío, y volvieron á asaltarle mil temores.

Próximo al anochecer, solo en la estancia, y sin pensar en otra cosa que en sus amigos de Pontonville, sintió de pronto un ligero ruido que le hizo estremecerse. Anita había entrado en la cocina. Estaba muy pálida. Le preguntó afectuosamente si estaba enferma; ella se dejó caer en una silla volviéndole la espalda, se retorció las manos y no respondió.

—¡Dios me perdone!—dijo después de un breve silencio—. ¡Nunca hubiera creído esto!

—¿Le ha sucedido á usted algo?—preguntó Oliverio—. ¿Puedo serle útil en alguna cosa? ¡Disponga usted de mí!

Conmovida la joven, se llevó la mano á la garganta y lanzó un sordo gemido: parecía ahogarse.

—¿Qué tiene usted, Anita?-preguntó Oliverio muy inquieto.

La joven se golpeó las rodillas, se puso en pie, se arrebujó en su mantón y se estremeció de frío. Oliverio atizó el fuego y la miró con afecto.

—¡No sé lo que me sucede de algún tiempo á esta parte!—dijo ella reparando el desorden de su vestido—. ¡Es, sin duda, á causa de este cuarto sucio y húmedo! En fin, mi querido Oliverio; ¿estás dispuesto?

—¿Me voy con usted?

—Sí; vengo de parte de Guillermo. ¡Es preciso!

—¿Para qué?—preguntó nuestro amigo retrocediendo dos pasos.

—¡Oh; para nada malo!

—¡Lo dudo!

—¡Bueno!—repuso ella riendo afectadamente—. Pues para nada bueno, si quieres.

Oliverio comprendió que ejercía alguna influencia sobre la sensibilidad de la joven, y pensó en hacer un llamamiento á su conmiseración; pero luego reflexionó que, yendo solo con ella por las calles, hallaría quien le arrancase de sus manos. Ni esta reflexión ni el proyecto fruto de ella se le escaparon á Anita.

—¡Chist!—dijo señalando con un dedo la puerta y mirando en torno suyo de una manera escrutadora-— ¡No pienses locuras; no puedes escaparte! He hecho por ti todo lo que he podido; pero no hay medio. Estás vigilado por todas partes, y si alguna vez has de llegar á lograrlo, no será ésta: créeme.

Impresionado por el tono enérgico de la joven, Oliverio la miró con asombro. Era indudable que hablaba con sinceridad y seriamente. Estaba pálida, anhelante y temblorosa. Pocos segundos después se pusieron en camino, y no tardaron en llegar á casa de Guillermo.

Éste, enseñándole una pistola, le preguntó si conocía lo que era; y al oir la respuesta afirmativa del muchacho, la cargó cuidadosamente.

—¡Bueno!—dijo luego apretando la mano del niño y poniéndole el cañón tan cerca de la sien que Oliverio no pudo reprimir un grito—. ¡De una vez por todas, atiende bien: si cuando salgas conmigo tienes la desgracia de decir una sola sílaba sin que te pregunten, te alojo una bala en la cabeza sin más preámbulo! ¡Así, pues, si te viene el capricho de hablar sin permiso, encomienda á Dios tu alma primero!

Aquella noche durmió vestido en un colchón tendido en el suelo, y á la mañana siguiente muy temprano emprendió la marcha de la mano de Guillermo. No tardó éste mucho en arreglarse con un carretero para que los llevara hasta dos ó tres millas más allá de Sunbury. Luego continuaron á pie su camino, sin detenerse en Shepperton, como hubiera deseado Oliverio, que se hallaba extenuado.

Continuaron la marcha por mal camino, por medio de barrizales y en la mayor obscuridad, hasta que distinguieron las luces de un pueblo próximo. Como viera Oliverio que corría un río á sus pies y que en vez de pasar el puente bajaban hacia el lecho, pensó, medio muerto de terror:

—¡Va á echarme al río! ¡Me ha traído á este lugar desierto para deshacerse de mí!

En esto llegaron ante una casa aislada y en ruinas, donde entraron en silencio. Momentos después le obligaba Sikes á tomar una copa de licor, y salía con él y con su cómplice Tobías Crackit. Antes de que se le despejara un tanto la cabeza, ya habían saltado ambos bandidos las tapias de una casa de campo, metiendo dentro del jardín á Oliverio con ellos.

—¡Por amor de Dios! ¡Dejadme irme! ¡Juro que no iré nunca á Londres! ¡Tened piedad de mí! ¡Jamás di!... —empezó á suplicar Oliverio; pero Guillermo, profiriendo una horrible blasfemia, le aplicó la pistola á la cabeza. Tobías se la arrancó de la mano, tapó la boca del niño y dijo en voz baja:

—¡Silencio! ¡Si pronuncias una sola palabra, te hago pedazos la cabeza de un garrotazo! ¡Eso no hace ruido, y el efecto es el mismo!

Luego, con auxilio de una palanqueta, abrieron una ventana en la parte trasera de la casa. La abertura era tan chica, que los dueños de ella no habían creído necesario proveerla de barrotes. Apenas si un niño como Oliverio podía pasar por allí.

—¡Fíjate en lo que tienes que hacer, bribonzuelo!—exclamó Guillermo casi al oído de Oliverio é iluminándole el rostro con la luz de una linterna sorda—. Voy á hacerte pasar por ahí: te daré la linterna, y nos abrirás la puerta. Si no alcanzas á descorrer el cerrojo de arriba, te subes en una silla.

—Ahí estaba el perro; pero Barcey nos ha librado bonitamente de él. ¡Ah, ah, ah!—dijo Tobías.

Aunque habló en voz muy baja y rió sin ruido, Guillermo le ordenó imperiosamente que callase. Inmediatamente Tobías se puso en cuatro pies; Síkes subió sobre su espalda con Oliverio, hizo á éste pasar despacio por la ventana, y, sin soltarle, le bajó hasta tocar con los pies en el suelo.

—Toma la linterna—dijo echando una ojeada á la estancia—. ¿Ves enfrente la escalera?

—¡Sí!—repuso Oliverio, más muerto que vivo.

Sikes le designó la puerta con el cañón de la pistola, le recordó que estaría siempre al alcance del arma, y que si cerdeaba lo más mínimo, sería inmediatamente cadáver.

—¡Es cuestión de un minuto, de un solo minuto! ¡Voy á soltarte!

—¿Qué es eso?—interrogó Tobías.

—¡Nada!—repuso Guillermo, después de escuchar con atención un momento—. ¡Vamos; te suelto! ¡Á la obra!

En el poco tiempo que había tenido para coordinar sus ideas, Oliverio había tomado la firme resolución de correr á la escalera y dar la voz de alarma, aunque le costase la vida. Con este propósito se dirigió á paso de lobo hacia la escalera.

—¡Aquí, aquí, vuelve!—gritó de pronto Guillermo.

Estas exclamaciones repentinas fueron seguidas de un grito penetrante. Oliverio se aturdió, dejó caer la linterna, y no supo si avanzar ó retroceder.

Se oyó un nuevo grito, brilló una luz en lo alto de la escalera, aparecieron dos hombres asustados á medio vestir, el niño vió un resplandor súbito, luego humo; oyó una detonación, vaciló y cayó. Sikes había desaparecido un instante; pero antes de que el humo se hubiera disipado había cogido al muchacho por el cuello de la chaqueta, y descargó la pistola sobre los dos hombres.

—¡Agárrate bien, muchacho! ¡Dame un pañuelo, Tobías, aprisa! ¡Le han herido! ¡Condenación! ¡Cómo sangra!

El sonido de una campana se mezcló con los gritos y detonaciones. Oliverio sintió que le llevaban corriendo, y pronto perdió el sentido.